miércoles, 25 de agosto de 2010

Los largos sollozos de los violines de otoño

Renaud recuerda la hora (doce y diez para él) porque en ese momento oyó una persistente y premiosa llamada en la puerta de la calle.
(…) Se dio cuenta de lo que pasaba antes de llegar a la puerta. Por las ventanas de su tienda se distinguía el brillo que despedía el incendio. Al otro lado de la plaza, bordeada de castaños y con su gran iglesia normanda, se estaba quemando la casa del señor Hairon.






Renaud abrió la puerta. Delante de él se encontró al jefe de bomberos, resplandeciente con su pulido y largo casco.
- Me parece que la ha alcanzado una bomba incendiaria de uno de los aviones – dijo sin preámbulos señalando la casa en llamas – El fuego se está propagando deprisa. ¿Puede pedirle al comandante que levante el toque de queda? Necesitamos toda la ayuda que sea posible.
El alcalde corrió hacia el próximo cuartel general alemán. Explicó rápidamente la situación al sargento de guardia, quien concedió la autorización. (…) empezó a tañer la campana, aparecieron los vecinos, algunos en pijama, otros a medio vestir, y pronto se formaron dos largas filas, con un total de más de cien hombres y mujeres, que se pasaban pozales de agua de mano en mano. (…)
Ahora las llamas eran más altas. Las chispas habían saltado a los edificios contiguos que ya comenzaban a arder. Para Renaud la escena tenía caracteres de pesadilla. (…) Y encima de la plaza la campana seguía tocando, añadiendo su tañido al estrépito. Fue en ese momento cuando oyeron el zumbido de los aviones.
(…) En la plaza de St.-Mère-l’Église todos dirigieron la mirada hacia lo alto, olvidándose de la casa en llamas. Los cañones del pueblo comenzaron a disparar y los aviones pasaron por encima, casi tocándose las alas, a través de una entrelazada barrera de fuego antiaéreo. (…)
El teniente Charles Cantarsiero, que pertenecía al 506 Regimiento de la 101 División, estaba de pie en la puerta de su avión mientras pasaba por St.-Mère-l’Église. «Volábamos a ciento cincuenta metros de altura, y veía un gran incendio (…)»”

Inmediatamente, el Comandante Supremo fue informado de ello en el cuartel general aliado, en Southwick House, en las afueras de Porsmouth.
“Mi general, nos informan de daños colaterales en la población de St.-Mère-l’Église”
“¿De qué naturaleza, capitán?” – preguntó, mientras su alta figura, con los hombros ligeramente encorvados y las manos metidas en los bolsillos de su impecable uniforme verde-oscuro de combate, se giraba suavemente hacia él.
“Está propagándose un importante incendio en las viviendas de los civiles. Empezó en la plaza de la iglesia.” – respondió el capitán.
“¿Se sabe si hay víctimas civiles?” – inquirió de nuevo, con la preocupación dibujada en su rostro.
“No disponemos aún de informes al respecto, pero la intensidad del fuego lo hace muy probable.”
Se hizo un largo silencio. Pasaron los minutos; unos dicen que dos, otros, cinco. Con la cara contraída, levantó la mirada y anunció su decisión. Lentamente dijo:
Estoy completamente seguro de que debemos dar la orden… No me gusta, pero es así… No creo que se pueda hacer otra cosa” – dijo Ike Eisenhower – “La flota y los aviones deben regresar. No podemos… no debemos generar daños colaterales entre la población civil. Ya buscaremos otro momento para desembarcar en Normandía.”

Eisenhower y sus comandantes abandonaron la sala deprisa y corriendo para poner en movimiento el gran repliegue. Tras ellos, en la silenciosa biblioteca, quedaron flotando sobre la mesa de conferencias nubecillas de humo azul, el fuego se reflejaba en el pulido suelo, y en la repisa de la chimenea las manecillas del reloj señalaban las dos y cuarto.

En Berchtesgaden, tras ser informado de estos movimientos cuando estaba a punto de retirarse a dormir a su hora habitual, sobre las cuatro de la mañana, Adolf Hitler gritó extasiado:
“¡Ja! ¡Nunca se atreverán a causar bajas civiles! ¡Ni siquiera soportarán las de sus propios soldados!”
Se tomó el somnífero de rigor, y, ya totalmente seguro de su triunfo, se durmió.

Créditos:
Fotogramas de la película El día más largo.

Transcripción parcial del capítulo 4 de la segunda parte La noche de El día más largo, de Cornelius Ryan, según traducción de Ramón Gil Novales, editado en la Colección Reno por Ediciones G.P. (pp. 116-117)

Descripciones y otros datos tomados de la misma obra (los literales, en cursiva).

El resto, entonces, hubiera sido ficción; ahora, no estoy tan seguro.

1 comentario:

  1. ¿Cuándo van a dejar de sonar estos violines? La anotación me parece muy interesante, lo que no hay es nada interesante en mi cabeza que escribir como comentario a ella, así que no hago más que pasarme por aquí a ver si se ha servido un nuevo plato..., pero los violines siguen sonando en tu diario. Sí que es largo el sollozo otoñal..., sí... ;-)

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