lunes, 31 de marzo de 2014

Los que se fueron, ¿volverán?

Los judíos españoles que viven dispersos por diferentes partes del mundo serán un constante motivo de preocupación para toda inteligencia curiosa. Es un fenómeno que esconde muchos secretos. En primer término, esas gentes dispersas y desterradas podrían, si se las estudiara bien, revelarnos más de un secreto lingüístico relacionado directamente con los puntos principales de nuestra historia.
Quien escucha el habla que actualmente practican los judíos sefardíes queda desde luego sorprendido por el encanto de aquellas voces arcaicas, profundamente raciales, que suenan como voces antiguas trasladadas a través de un sueño. Pero la sorpresa aumenta cuando se descubre que todos los judíos hablan un idéntico lenguaje castizo. No obstante las diferencias de lugar y de clima, todos los sefardíes usan el mismo idioma arcaico español, aunque unos habiten la Macedonia y otros demoren en Marruecos, y aunque el lenguaje oficial sea en unos el servio, en otros el turco, en otros el griego, en otros el árabe.
Existe, pues, una unidad idiomática en el mundo hebreo de origen español. Este fenómeno halla fácil respuesta en cuanto se considere que los judíos fueron desterrados de España de una vez y en montón, y que el fuerte instinto tradicional y familiar ha hecho que el lenguaje de los antepasados se conserve sin importante alteración en todo el grupo sefardí.
Pero esta respuesta no puede satisfacernos por completo, pues deja al margen y sin contestación otras serias interrogaciones. Los judíos, en efecto, abandonaron España todos juntos y de una vez; pero nótese que no decimos que abandonaron a Castilla, sino a España. En España se hablaban al final del siglo XV los diferentes dialectos o idiomas que hoy mismo se hablan; ¿cómo es, sin embargo, que habiendo vivido aquellos judíos, en las varias regiones españolas donde se hablan dialectos o idiomas no llevaron al destierro más que una de las lenguas que se hablaban en España, la que llamarnos castellana?
No hay noticia de que algún grupo de judíos orientales, balcánicos o marroquíes hable hoy en catalán, en valenciano, en vascuence o en gallego. Todos usan un castellano castizo, que es el que aproximadamente correspondería a tierras de Segovia y Salamanca, o tal vez mejor a tierras de Toledo.
Entonces se piensa que la unidad española no es algo tan arbitrario y deleznable como algunos desean suponer. Los judíos españoles, sólo con la realidad de su fenómeno, pueden asegurarnos que aquella unidad estaba ya cumplida cuando ellos abandonaron las aldeas y las ciudades españolas donde vivieron tantos siglos. La misma naturaleza especial de los hebreos ayuda a dar valor al dato. Viajeros por necesidad comercial, trashumantes por tradición, y habitando generalmente en las poblaciones, los judíos recogían en su seno y naturalmente el tono más pronunciado de la civilización, de la vida común del país. Si la vida urbana de Cataluña, de Valencia o de Vasconia hubiese sido profunda y fuertemente catalana, valenciana o vascongada, los judíos habrían llevado al destierro los caracteres de esas vidas locales. No fué así, como hemos visto. Salieron de las distintas partes de España hablando un único lenguaje castellano, y esto nos debe hacer pensar, repito, en que la vida general, la vida urbana y civilizada de España, estaba ya entonces seriamente unificada.

También podría decirse que, sin entrar en cuestiones filológicas y lingüísticas, hay una explicación más sencilla: en algo se tendría que notar que, según es tradición, el pueblo judío es el más inteligente del planeta.

Aunque bien podría decir alguno que eso se demostrará conforme sea la respuesta a la propuesta de hace unas semanas.

Créditos:
Extracto del artículo La palabra de los judíos, de José María Salaverría, publicado en ABC el 27 de abril de 1923, tomado de la hemeroteca en internet del periódico.

domingo, 30 de marzo de 2014

Los primeros y el último: los únicos

Como había predicho el Comité de Fugas, los que dominaban el alemán fueron los que lo tuvieron más fácil, especialmente los oriundos del continente europeo propiamente dicho.

Y además de la ‘facilidad’, la suerte también intervino.

Al contrario que la mayoría de los demás evadidos, los noruegos Per Bergsland y Jens Muller apenas se toparon con problemas. A las 02.04 horas cogieron sin complicaciones un tren expreso a Frankfurt an der Oder en la estación de Sagan, Poco después se subieron al mismo tren Gordon Brettell, René Marcinkus, Henri Picard y Tim Walenn. El tren llegó a las 06.00 horas a Frankfurt, donde se apearon Bergsland y Muller (los otros cuatro ya se habían bajado en Kustrin). En Frankfurt, los dos noruegos no despertaron sospechas y nadie les abordó mientras hacían tiempo en la ciudad hasta las 10.00 horas, hora en que cogieron el tren a Stettin [ciudad con puerto, en la ribera del Oder, casi en su desembocadura en el Báltico, entonces en Alemania, y actualmente, con el nombre de Szczecin, en el voivodato polaco de Pomerania Occidental, eso sí, junto a la frontera con Alemania]. Cuando poco después de las 13.00 horas llegaron a su destino, se encaminaron directamente a una dirección, en Kleine Oder Strasse, que Roger Bushell había proporcionado a los que planeaban huir por el Báltico. Entonces descubrieron con horror que se trataba de un burdel para marineros suecos. Los dos fugitivos no disponían de dinero suficiente como para malgastarlo en un lugar como aquél, así que se despidieron educadamente y se alejaron de allí. No obstante, un golpe de suerte permitió a los hombres entrar en contacto con un marinero que prometió ayudarles. El hombre organizó los preparativos para introducir a los fugitivos de forma clandestina en los muelles cerca de un barco que zarparía rumbo a Suecia. Según sus instrucciones, Bergsland y Muller debían esconderse detrás de un montón de cajas hasta que él les avisara de que podían salir. Por desgracia, el hombre ya no volvió a aparecer, y los dos noruegos tuvieron que ver zarpar el barco desde tierra, totalmente desolados. Sólo consiguieron salir del puerto convenciendo a los guardias de la entrada de que eran electricistas con permiso para desembarcar de otro buque sueco, cuyo nombre había memorizado Bergsland. Era una estratagema arriesgada y difícilmente les habría dado resultado de no ser porque hablaban un perfecto alemán con acento escandinavo.
Bergsland y Muller se registraron en un hotel de aspecto inofensivo para pasar la noche de la forma menos llamativa posible y se sirvieron del viejo truco de pasar el resto del día en el anonimato de una sala de cine. Al caer la noche, se dirigieron de nuevo al burdel de Bushell. Esta vez tuvieron suerte y conocieron a una pareja de marineros suecos que se ofrecieron a introducir clandestinamente a los dos noruegos en su barco aquella misma noche. De nuevo, se arriesgaban a perderlo todo. Los fugitivos no disponían de los documentos que tendrían que mostrar a los guardias alemanes que les esperarían a la entrada del puerto, pero los marineros suecos les convencieron de que los alemanes no siempre eran tan estrictos como deberían. Los cuatro hombres se acercaron al puerto fingiendo un estado de semiembriaguez tras una noche de juerga en la ciudad. Para sorpresa de los fugitivos, los dos suecos tenían razón. Los guardias alemanes ni se inmutaron al verles y aceptaron la simple excusa de que se habían olvidado los papeles a bordo antes de salir de permiso aquella noche.
Los marineros suecos les acompañaron hasta el compartimiento en el que se guardaba el ancla y en el que podrían hacerse un hueco y esconderse. Lo único malo era que faltaba un día y medio para que zarpara el buque. Al menos, los marineros suecos les fueron llevando pequeños bocados de comida de vez en cuando para ir aguantando. Los dos fugitivos no estaban nada cómodos y se sentían intranquilos cada vez que oían pasos desconocidos acercándose a su escondite. Además, sabían que los alemanes inspeccionarían el barco antes de autorizar su salida. Lo único que podían hacer era cruzar los dedos y esperar que el registro no fuera demasiado minucioso. Finalmente, el mal trago que estaban temiendo fue anunciado por el sonido de dos pares de botas recorriendo metódicamente el castillo de proa. Bergsland y Muller contuvieron la respiración mientras los dos soldados alemanes enfocaban con las linternas en torno al estrecho escondite. En un momento dado, uno de los alemanes se puso a tantear con las manos cerca de los molinetes del ancla. Cuando sondeó cuidadosamente el compartimiento, estuvo a punto de meter un dedo en el ojo de Bergsland.
Por suerte, el alemán no percibió ninguna irregularidad y los dos soldados siguieron inspeccionando otras partes del barco. Poco después, los dos noruegos oyeron con inmenso alivio el rugido y el chapoteo de los motores al arrancar. Alrededor de las 19.00 horas del 29 de marzo, el barco soltó amarras y zarpó. Cuatro horas después atracó en Göteborg (Suecia), donde ya eran de hecho hombres libres: No obstante, prefirieron pecar de precavidos y esperaron hasta el día siguiente [es decir, el 30 de marzo de 1944], cuando el barco entró en Estocolmo, para desembarcar y entregarse al Consulado Británico. Habían pasado seis días desde su huida del Stalag Luft III. Entonces no lo sabían, pero eran los primeros hombres de la Gran Evasión que habían conseguido llegar a casa felizmente. Por desgracia, formarían parte de un grupo demasiado selecto.

Y por poco, el grupo selecto queda reducido sólo a los noruegos.

Aparte de ellos dos, Bob van der Stok sería el único evadido que llegaría a territorio aliado. También en su caso fueron sus dotes lingüísticas y su conocimiento de la Europa ocupada lo que le permitió conquistar la libertad. No obstante, pasó muchas más semanas a la fuga que los dos noruegos. Van der Stok había tomado la decisión de escapar solo, considerando que un compañero probablemente sería más un lastre que una ayuda. Tras sus alarmantes encuentros con el guardia alemán en el bosque cercano al Stalag Luft III y con la muchacha del andén que dijo que buscaba a oficiales evadidos, el holandés ya no tuvo más percances desagradables. Viajó sin contratiempos en el mismo tren a Breslau [es decir, Breslavia, y  en polaco, Wrocław, actualmente en el voivodato polaco de Baja Silesia - por tanto, huyó hacia el sur-sudeste, en dirección contraria a la de los noruegos] que Gouws, Kidder, Kirby-Green y Stevens y, al llegar allí compró un billete a Allanaar (Holanda). El viaje requeriría tres cambios de tren.
Van der Stok llegó a Dresde a las 10.00 horas del mismo día. Allí, viendo que tendría que esperar unas 12 horas, dio un paseo por la ciudad medieval, una de las más hermosas de Europa, antes de refugiarse en una sala de cine [igual que los noruegos]. A las 20.00 horas cogió un tren a Hannover, donde todavía le quedaba una hora más de viaje antes de entrar en Holanda, para lo cual tenía que pasar la frontera en Oldenzaal. Aquélla sería la parte más peliaguda de su fuga. Van der Stok era consciente de que los controles de frontera serían exhaustivos y, como se temía, el tren se detuvo en Oldenzaal, justo antes de la frontera, y los pasajeros recibieron la orden de salir. Todos tuvieron que ponerse en fila frente a una mesa en la que un agente de la Gestapo inspeccionaba la documentación de cada uno. La agradable sensación de libertad y anonimato que el fugitivo había experimentado en Dresde empezaba a desvanecerse rápidamente. La cola avanzaba paso a paso y Van der Stok se sentía cada vez más inseguro. Era inconcebible que a aquellas alturas todavía no se hubiera descubierto el túnel, y él era consciente de que su fotografía habría estado circulando por todas las oficinas de la Gestapo del país. La espera se estaba convirtiendo en un tormento y, consciente de que se le aceleraba el pulso, Van der Stok sólo esperaba que su desasosiego no le hiciera empezar a sudar a chorros.
Finalmente, le llegó el turno de enfrentarse al inspector. «Papiere», pidió el hombre de la Gestapo. Van der Stok le mostró los billetes de tren y los documentos falsos. El agente jugueteó con el Ausweis con los dedos. «Wohin?» («¿a dónde?»), le preguntó. «Alkmaar», contestó Van der Stok. Sin vacilar ni por un momento, el alemán estampó sus iniciales en el documento y se lo devolvió al fugitivo de la RAF, que volvió a su vagón y se dejó caer sobre el asiento hecho un manojo de nervios, como recordaría posteriormente en su libro de memorias de 1987 War Pilot Orange.
No obstante, el peligro no había pasado, y él lo sabía. A los alemanes no se les escaparía que, a primera hora de la mañana del día siguiente a la evasión, un holandés había comprado un billete de Breslau a Alkmaar. Era bastante posible que la Gestapo le esperara en la estación cuando se apeara, así que, cuando el tren llegó a Utrecht, la estación anterior a Alkmaar, Van der Stok decidió bajarse.
Aunque el oficial de la RAF había pasado parte de su vida estudiantil en Utrecht, no se sentía a gusto allí porque la ocupación nazi había dejado irreconocible la ciudad. Van der Stok se dirigió al domicilio de uno de sus antiguos profesores, una de las pocas personas en quien sabía que podía confiar. El profesor se mostró encantado de verle e invitó a su casa a otro profesor que conocía a Van der Stok. Los tres hombres se pasaron horas rememorando los viejos tiempos. Los profesores describieron el avance de la ocupación alemana a su antiguo alumno, y éste les habló de sus tiempos como piloto de la RAF en Inglaterra y de cómo terminó encerrado en el Stalag Luft III. Finalmente, consiguieron encontrar un piso franco para él en Amersfoort.
(…)
Mientras tanto, el último de los hombres de la Gran Evasión seguía a la fuga. Bob van der Stok llevaba casi un mes en Amersfoort. Allí había descubierto que el movimiento de resistencia era incapaz de ayudarle (…). Finalmente, el fugitivo decidió apañárselas solo e intentar repetir la ruta que había seguido para huir a Gran Bretaña en 1940. La Resistencia (…) le ayudó a atravesar de forma clandestina el río Mosa para entrar en Bélgica. Allí, Van der Stok se encontró solo y sin dinero. Desesperado, entró en un Banco y afirmó que había perdido la cartera. Estaba seguro de que, si le permitían llamar a su tío de Amberes, éste le mandaría algo de dinero. La jugada le salió bien. Su tia le mandó un giro y le dio la dirección de un amigo rico que le podía alojar. Van der Stok pasó las siguientes semanas rodeado relativamente de lujos en el barrio de Uccle, a las afueras de Bruselas. El amigo de su tía era director de una compañía de seguros y vivía en una casa que tenía incluso pista de tenis, que Van der Stok fue invitado a utilizar siempre que quisiera. Por desgracia, la Resistencia de Bruselas también se mostró reticente a prestarle ayuda. (…). Van der Stok volvía a estar solo.
Por muy contento que estuviera de haber encontrado un lujoso remanso de paz después de tantos años de privaciones, Van der Stok se sentía impaciente por volver a Gran Bretaña y reanudar la lucha contra la Alemania nazi. Su anfitrión le organizó un viaje a París con todos los permisos necesarios. Desde allí, Van der Stok se dirigió a Toulouse, al sur, y seguidamente a la pequeña localidad de St. Gaudens [en el Alto Garona, cerca de la frontera con España, en concreto, con el Valle de Arán], donde podía localizar un contacto cuyo nombre le había dado el movimiento clandestino belga. Van der Stok tenía que dirigirse a una cafetería, pero se había olvidado del nombre del establecimiento. El contacto le había dicho que, al ser holandés, no podría de ningún modo olvidar aquel nombre. Sin embargo, el oficial de la RAF acabó pasándose horas dando vueltas por St. Gaudens mientras buscaba una cafetería cuyo nombre le sonara de algo. Al fin, acabó dando con ella: «Café L'Orangerie». ¿Cómo pudo haberlo olvidado? Tras presentarse a la dueña de la cafetería, Van der Stok tuvo ocasión de cambiarse de ropa. Después, le condujeron a una casa de campo situada a varios kilómetros de distancia. El holandés se encontraba ahora en manos de los maquis, la Resistencia francesa. Su nuevo hogar era el refugio de varios fugitivos, entre ellos un estadounidense, un canadiense y 13 judíos alemanes.
Al día siguiente, Van der Stok escuchó con el resto del grupo las instrucciones de los maquis sobre cómo iban a escapar. Caminarían de noche hacia los Pirineos, atravesando un desfiladero de las montañas en fila de a uno. Si alguien echaba a correr o se separaba de la fila recibiría un tiro en el acto. La fuga estaría financiada por el dinero que pondrían entre todos. Los fugitivos se vaciaron los bolsillos y entregaron todo el dinero que llevaban. Aquella misma noche se pusieron en marcha. El camino era extremadamente tortuoso y hacía un frío glacial. Cuanto más ascendía el grupo de hombres y mujeres, más helado era el viento. Finalmente llegaron a una casa de campo en las estribaciones de las montañas donde podrían descansar aquella noche. Estaban exhaustos y hambrientos. El día siguiente, se produjo un grave contratiempo. Van der Stok se ofreció a acompañar a uno de los maquis y al estadounidense a la cafetería de un pueblo para avituallarse. Al llegar allí se encontraron con que los alemanes habían descubierto el establecimiento clandestino. Soldados armados se bajaron de varios automóviles para asaltar la cafetería, con las ametralladoras escupiendo fuego. Los tres hombres lograron escapar ilesos pero se ordenó al grupo que se trasladara rápidamente a un castillo en ruinas, donde estarían más a salvo. A la mañana siguiente, el contingente fue guiado a través del desfiladero. La marcha resultó ser extenuante una vez más. Después de cruzarlo, el maquis señaló a lo lejos, hacia un verde collado.
«Al otro lado del collado está España -dijo el guía-. A partir de aquí tendrán que seguir por su cuenta.» Acto seguido, el maquis se marchó. El grupo decidió separarse: los judíos alemanes se quedarían juntos y los militares seguirían una ruta distinta. Horas más tarde, Van der Stok estaba en España y viajando a la Embajada Británica de Madrid. Volvió a Inglaterra a través de Gibraltar y en dos meses ya estaba liderando el Escuadrón 322 (Holandés) de aviones Spitfire en misiones sobre Holanda.

Como vemos, de los setenta y seis evadidos, sólo tres consiguieron regresar a Inglaterra.

Curiosamente, aunque todos de la R.A.F., ninguno de los que alcanzaron la libertad eran británicos, ni siquiera de la Commonwealth, sino aliados del continente: dos noruegos y un holandés.

Créditos:
Extractos de La gran evasión, de Tim Carroll, según traducción de Daniel Cortés Corona y Soledad Alférez Ródenas, tomados de la edición en rústica realizada en abril de 2007 por Inédita Editores (pp. 282, 283-285 y 285-296), de la biblioteca del autor.

jueves, 27 de marzo de 2014

Dejemos el tema aparcado

Hace una semana que, finalizadas las Fallas, la ciudad de Valencia ha recuperado su normalidad.

En esta normalidad se incluye la dificultad para aparcar en ciertas zonas. Dificultad que no existe en Fallas pues queda anulada por la propia dificultad para circular.

El aparcamiento, como sabemos, está más o menos regulado por el Código de la Circulación (o como se llame la ley que hace sus funciones), pero, con estas cosas de las nuevas tecnologías, más parece que esté a su vez codificado, y nadie entienda cómo aparcar (me refiero al sitio, no a la forma). No obstante, se siguen reconociendo fácilmente algunos lugares destinados a ello. Por ejemplo, las bicicletas (en la acera, claro).

Si el peatón no consigue encontrar su sitio en la acera, tampoco es recomendable que lo busque en la calzada, pues, aunque parezca increíble, son muchos los coches que consiguen aparcar en ella, sin necesidad de hacerlo también en la acera.

Incluso tienen sus zonas marcadas, las más de las veces, en colores: naranja, azul y… ¡blanco! Repetimos: naranja, azul y… ¡blanco! Muy bien, una vez más: naranja, azul y… ¡blanco!

¡Y amarillo!


¡Sí, amarillo! Y es que hay zonas de aparcamiento en cordón (o línea), que también tienen pintada línea amarilla a trazos la cual prohíbe… ¡aparcar!

Si es que esto del aparcar es una cosa muy perra.

Créditos:
Fotografías en varias calles de Valencia, en marzo de 2014, del autor.

Actualización del 5 de abril:
El autor quiere hacer constar la total y absoluta coincidencia entre la publicación de esta tan demorada anotación y lo sucedido hace dos días en la Gran Vía de Madrid.
Sobre lo cual tal vez escriba algo… si consigo parar en algún sitio.

miércoles, 26 de marzo de 2014

Un acierto supremo

Hoy se celebra todo un acontecimiento.


Felicitamos desde aquí a quien fuera integrante de The Supremes, luego, como líder vocal, pusiera su nombre por delante del del grupo, es decir, Diana Ross and The Supremes, y finalmente cantara en solitario, pues hoy cumple 70 años.

... das ich lese.

Como cabe suponer, siempre me llevo algún libro para leer durante un viaje. En el caso del de Fráncfort, eché mano de las últimas compras aún sin ubicar, y junté al que estaba a punto de terminar (en una curiosa unión de finalizaciones, de libro y año, y de temática del libro), un par más.




Como puede verse, quedó todo muy victoriano.

También quedó todo bastante reducido al ámbito de los aeropuertos, donde se produjo la mayor parte de la lectura.

Pero es lo que tienen los viajes: que las salas de espera se convierten en salas de lectura.

[Nota:
Naturalmente, a pesar del título de la anotación, no llegué a atreverme aún con recientes adquisiciones.]

Créditos:
Cubiertas y sobrecubiertas de los libros en cuestión.

Die Welt ist ein Buch,…

Es famosa, amén de importante, la Feria del Libro que se celebra en Fráncfort del Meno.

Como tiene lugar en otoño (vamos, en octubre), no pude visitarla en enero aun estando en Fráncfort (lo que, creo, no hace falta explicarlo mediante el espacio-tiempo de Einstein).

El caso es que no por ello dejé los libros de lado, pudiendo visitar, además de las librerías propias de museos y centros culturales, librerías ‘de verdad’, de las que están en la calle. En concreto, tres.

La primera, enfrente de la Paulskirche, de donde toma el nombre, fue la Buchhandlung an der Paulskirche, en el 3 de la Kornmarkt Straße (esquina con la Berliner Straße).

El problema que me encontré, cuando ya tenía todo cargado, fue que no aceptaban tarjetas de crédito.

La segunda librería era también galería y papelería ‘curiosa’. Y, además, era un comercio de barrio, con el que me topé cuando añadí un pequeño paseo mientras callejeaba tras acercarme a ver un monumento que me llamó, desde la lejanía, la atención. Se trata de Büchergilde (An der Satufenmauer 9)

En este caso, no me encontré con ningún problema, más allá del filosófico que representa entrar en una librería y no comprar libros (aunque sí unos curiosos cuadernos cuyo concepto y uso no había visto en ningún otro lugar del Welt).

Finalmente, la tercera librería del día 3 (fue un viernes que cundió mucho), fue la Großen propiamente dicha: un establecimiento de la cadena HugendubelDie Welt der Bücher»), en la Biebergasse (al lado de la Hauptwache).

Esta visita la dediqué a intentar aprender, aunque me costó hacerme entender (o que me entendieran, no sé bien).

Y hasta aquí puedo escribir (y leer, ya ni te digo).

Lo que aprovecho para comentar ahora, que se cumplen 80 días de mi regreso de aquellas tierras am Main.

Créditos:
Fotografías de las librerías en cuestión, en enero de 2014, del autor.

Y ahora, ¿dónde los pongo?: Ein Buch, zwei Bücher, drei Bücher…

En línea con aquello de «donde fueres, haz lo que vieres», en cuestión de libros siempre trato de picar un poco de los que me puedan ilustrar sobre la ciudad que visito.




En el caso de Fráncfort del Meno, este pasado mes de enero, éstos son algunos de los libros con los que “piqué”.






Aunque para conseguir el provecho completo tarde sólo un poco más que en… entender el alemán.






Créditos:
Cubiertas de los libros en cuestión.

martes, 25 de marzo de 2014

… Astra.

A las 20.30 horas la cabeza de Ker-Ramsay asomó finalmente por la trampilla y anunció que el túnel estaba listo para admitir al primer grupo de fugitivos. Un escalofrío de nerviosismo se propagó por todo el barracón, pero antes de que se declarara oficialmente el comienzo de la evasión, el coronel Massey visitó el barracón y les dedicó unas palabras de aliento. Dado que Wings Day iba a participar en la evasión, Massey asumía las funciones de oficial superior británico, cargo que ya «compartían» de manera extraoficial. Massey rogó a los hombres que se abstuvieran de provocar a los alemanes si alguno era capturado y les volvió a repetir las advertencias que Day había recibido del Kommandant.
Después, empezaron a descender al túnel los primeros oficiales de un grupo de avanzada. Johnny Marshall y Johnny Bull iban a la cabeza. Les seguían Bushell y su compañero de fuga, Bernard Scheidhauer; Sydney Dowse y el capitán checo Wally Valenta, y el sudafricano apasionado de los deportes Rupert Stevens. Los encargados de abrir la trampilla reforzada de salida eran Marshall y Bull, mientras que los demás tenían que esperar abajo, en el ensanche que había a los pies del pozo de salida, con Sydney Dowse listo para tirar de la cuerda y dar la señal de que la evasión había comenzado. Mientras lo preparaban todo, los prisioneros que iban a continuación empezaron a descender por la trampilla. Enseguida se formó una cadena de hombres en fila, tumbados boca abajo sobre las vagonetas, cada uno agarrando sus bártulos por delante. Había 17 hombres en total esperando en el túnel para salir. (…)
El resto de los hombres seguía en el barracón esperando su turno, en un silencio sepulcral. No obstante, cuando llegó la hora señalada para el inicio de la evasión, nada parecía indicar que la fuga se hubiera puesto en marcha. Pronto, todos los que esperaban en la superficie, hacinados en el Barracón 104, empezaron a ponerse nerviosos. Unos cuchicheos ansiosos rompieron el silencio. Todos querían saber si algo había salido mal. (…)
La respuesta a lo que todos se preguntaban se encontraba en el otro extremo del túnel, donde Bull se enfrentaba a muchas dificultades para abrir la trampilla de salida. No podía hacer que cediera ni un centímetro. Después de una hora de forcejear con ella, agotado por el esfuerzo, Bull volvió a descender para dejar que Marshall probara suerte. Marshall se despojó de sus ropas de paisano para no mancharlas y se encaramó hasta la parte superior del pozo en ropa interior, pero la trampilla seguía inamovible. Los dos hombres se maldijeron en voz baja por haber hecho tan buen trabajo cuando la instalaron. No había quien la moviera, como si la hubieran fijado con cemento. Marshall regresó a la cámara del fondo del pozo, totalmente exasperado. Bull volvió a subir a hacer otro intento. El sudor le caía por la frente mientras el tiempo seguía pasando inexorablemente. (…)
Mientras el silencio volvía a adueñarse del recinto en la superficie, Harry Johnny Bull sintió de pronto que la trampilla cedía un poco. Siguió arañando los bordes hasta que empezó a soltarse cada vez más y cayó en sus manos, junto con una cascada de tierra. Haciendo caso omiso de la arena que le caía sobre los ojos, Bull siguió horadando los 20 cm de tierra que faltaban y que cayeron al fondo del pozo. En el punto de escala técnica que había debajo de Bull, la atmósfera había pasado de ser tensa a angustiosa. Sólo los que estaban en la cabeza del túnel sabían cuál era el problema. Fue todo un alivio cuando poco después de las 22,00 horas Ker-Ramsay sintió una suave brisa de aire fresco. Debían haber conseguido abrir la salida. Una sensación de alivio se propagó por todo el túnel y por el pozo de acceso hasta los hombres que esperaban arriba. Una oleada de silenciosa euforia lo invadió todo pero, tras la excitación inicial se vio que el tiempo seguía pasando inexorable sin que las cosas empezaran a moverse como era de esperar. Rápidamente volvió la tensión. En los ojos de todos los del 104 se podía leer la misma pregunta callada: ¿qué está pasando? (…)
Lo que estaba ocurriendo era que en la cámara que había en la base del pozo de salida se estaba manteniendo, entre susurros, una discusión urgente. Bull había asomado sus oscurecidas facciones con gran cautela fuera del hoyo para encontrarse frente a una alarmante revelación. El hoyo no desembocaba desahogadamente en la arboleda, como habían planeado los topógrafos. Muy por el contrario, se quedaba al menos 7 metros corto y se abría inmediatamente detrás de una torre de vigilancia que se encontraba a sólo 13 metros de distancia. No había ni un árbol que pudiera entorpecer el campo de visión que tenían los guardias desde la torre o desde el camino que rodeaba el recinto, que estaba incluso más cerca del orificio de salida. (…)
En la base del pozo de salida, los hombres soltaron unas cuantas maldiciones en voz baja antes de ponerse a revisar a toda prisa las opciones que tenían. No les preocupaba demasiado la garita, ya que los guardias apostados allí estarían mirando hacia el recinto. El problema eran los guardias que patrullaban el perímetro del recinto. Podían posponer la evasión y excavar los pocos metros que faltaban en unos días, pero eso significaría esperar hasta que pasara la siguiente fase de luna llena. (…) Bushell decidió, sin más dilación, que no cabía la opción de retrasarla.
Bull le indicó que la valla de «hurones» que había en el linde del bosque les podía proporcionar cierto grado de protección frente a la mirada indiscreta de la patrulla de ronda. Podrían apostar allí a un oficial con una cuerda que llegara hasta el fondo del pozo. Él se encargaría de vigilar la garita y a los guardias que patrullaban el exterior del recinto. Si daba un tirón a la cuerda significaría que el siguiente hombre ya podía salir sin peligro por el orificio de salida. Los hombres correrían primero hasta la valla y después otros 70 metros por el bosque, guiados por otra cuerda, hasta otro punto de encuentro. El plan tenía sus riesgos, pero a nadie se le ocurría otra alternativa posible. Estaba claro que con el retraso que ya llevaban encima y existiendo la posibilidad de que se produjeran aún más retrasos no iban a conseguir que salieran los 200 ni mucho menos, pero si querían que escapara un número importante de hombres tenían que empezar a darse prisa. Los oficiales que había en la cámara de la base del pozo asintieron, no sin cierta reticencia. Sacarían a cuantos hombres pudieran. (…) Poco después, la noticia se propagó entre susurros hasta el otro extremo del túnel, junto con la petición de que enviaran una cuerda al pozo de salida.
La cuerda se fue pasando arrebatadamente de un hombre a otro, hasta llegar por fin a la base del pozo de salida. Bull se la echó alrededor de los brazos y volvió a trepar por la escalera una vez más, con Marshall siguiéndole de cerca. Uno tras otro, los dos hombres asomaron la cabeza por el túnel al frío aire de Silesia. Tras echar un vistazo a la garita y a la cerca, se encaramaron para salir del agujero y echaron a correr hacia el bosque. Eran las 22.30 horas. La Gran Evasión había comenzado. Era la culminación de 12 meses de duro esfuerzo, meticulosa planificación e ingenioso trabajo. Mientras los evadidos corrían el sprint final hacia la libertad, llevaban consigo los sueños y esperanzas de los cientos de otros hombres que habían dejado al otro lado de la alambrada. (…) Sin embargo, la meticulosidad con que se habían llevado a cabo todos los preparativos se echó a perder antes incluso de que comenzara la evasión. Casi todos habían perdido el tren que pensaban coger y ahora se encontraban ante la preocupante perspectiva de tener que subir todos en el mismo tren. Tras un rápido intercambio de ideas en las profundidades del bosque decidieron que una manera de mitigar el problema sería tratar, al menos, de no llegar a la estación todos a la vez. Decidieron que irían saliendo del bosque de dos en dos, a intervalos de cinco minutos.
La sensación de movimiento empezó a dejarse notar en el túnel. Ker-Ramsay, que estaba en la base del pozo de entrada, sintió por fin el tan esperado tirón de la cuerda. Soltó un suspiro de alivio y susurró las buenas noticias a los hombres que esperaban en la superficie. De nuevo, una sensación de alivio se difundió por el Barracón 104.
(…)
La fuga estaba en marcha, pero con una hora de retraso. Un poco más despacio y un poco menos confiados de lo que habían esperado, los fugitivos fueron abriéndose paso poco a poco a través del túnel.
Tal como había predicho el Comité de Fugas, no todo salió a pedir de boca. (…)
Las maletas se quedaban estancadas en el túnel o se caían de las vagonetas, bloqueando el paso. A veces los fugitivos tuvieron que dar marcha atrás por todo el túnel y empezar de nuevo. Todos se daban cuenta de que las cosas iban excesivamente despacio. Lejos de salir a un ritmo de un hombre cada dos o tres minutos, en algunos casos llegaban a tardar hasta 12 minutos. Todos empezaban a ponerse nerviosos y muchos perdieron la calma. Los ánimos se enardecieron y Ker-Ramsay empezó a perder la paciencia con los oficiales que aparecían con un equipaje demasiado voluminoso. En un momento dado, la cuerda con la que tiraban de las vagonetas se rompió, y perdieron varios minutos indispensables en repararla.(…)
Eran aproximadamente las 23.45 horas cuando los prisioneros oyeron de repente el conocido ulular de las sirenas de aviso de ataque aéreo. Aunque Berlín se encontraba a más de 160 km de distancia, se apagaban todas las luces de cualquier ciudad que pudiera servir de señal luminosa para los bombarderos, y Sagan no era una excepción. En cuestión de segundos, las luces del túnel se apagaron con un parpadeo y los fugitivos que estaban en las vagonetas experimentaron la más angustiosa de las situaciones: la oscuridad total. El Comité de Fugas había previsto el problema, por lo que había lámparas de aceite a mano. Pero se tardó un tiempo en encenderlas todas y entre algunos prisioneros cundió el pánico. Wings Day era el número 20 y estaba esperando en el Barracón 104. Estaba a punto de bajar por el pozo de acceso cuando se apagaron las luces. Pasaron otros 35 minutos antes de que el controlador del tráfico le diera luz verde. (…) Al menos, la cadena de fuga empezaba a moverse de nuevo, por despacio que fuera.
El apagón eléctrico tenía al menos una buena consecuencia. También había eliminado la iluminación del perímetro exterior del recinto y los reflectores de la superficie. Aquello no era del todo positivo porque en esta eventualidad los alemanes redoblaban la guardia y enviaban a sus hombres con perros de presa a patrullar los recintos. Sin embargo, en esta precisa ocasión los vigías aliados que estaban apostados en las ventanas de los barracones por todo el Recinto Norte no percibieron que se intensificara la actividad de los guardias. Quizá los alemanes habían llegado a la misma conclusión que el compañero de habitación de Jimmy James, que no valía la pena salir en aquella noche de perros. Durante unos valiosísimos minutos los hombres pudieron empezar a salir del túnel a un ritmo mucho más rápido, que se paralizó de pronto cuando ocurrió lo que todos se temían. La maleta de Tom Kirby-Green se enganchó en uno de los puntales de madera. La vagoneta se paró con una sacudida. Por un momento, un silencio nervioso se apoderó de todos y de pronto, el techo se derrumbó sobre Kirby-Green.
Tardaron una hora de frenética actividad en sacar al oficial de la RAF y en reparar los daños, y un minuto después de que acabaran de arreglarlo todo volvió la electricidad y se iluminó el túnel. Se había desaprovechado cualquier ventaja que pudieran haber sacado de la obligada oscuridad en que quedó sumido el campo por el ataque aéreo. El último de los 30 viajeros «prioritarios» no salió hasta la 01.00 horas de la madrugada. Si la evasión hubiera salido según los planes más optimistas, estos 30 portadores de maletines debían haber estado ya de camino hacia la estación de Sagan hacia las 22.30 horas y a estas alturas habría unos 105 hombres en el bosque.
El infatigable Jimmy James, el número 39, seguía esperando en la entrada del túnel, haciendo acopio de toda la paciencia que podía (…) Cuando por fin el controlador del tráfico le dijo que ya podía salir, James se puso contentísimo. Llevaba cuatro años encerrado y se había dejado la piel en preparar ésta y otras muchas intentonas de fuga.
James saltó con impaciencia hacia el pozo de acceso y bajó la escalerilla a toda prisa. Se acomodó en la vagoneta y se lanzó hacia el siguiente punto de maniobra tan contento como cualquier usuario habitual del metro de Londres camino de la auténtica parada de Piccadilly Circus. El avance de James por el túnel fue uno de los más fluidos. Después de cambiar velozmente de tren en Piccadilly Circus, a los pocos minutos ya estaba en camino de Leicester Square para hacer otro transbordo. Al igual que un tren de verdad que se aproximara al final del trayecto, la vagoneta empezó a aminorar. Cuando llegó a la improvisada «cortina silenciadora» que había al final del túnel, James la apartó a un lado y se encontró en la cámara de salida. Al llegar al final de la escalera, la visión de las estrellas encima suyo tenía un significado añadido para James, «Per Ardua ad Astra», se dijo a para sí, recitando el lema de la RAE «Había salido en medio de toda aquella blancura helada -recuerda James-, la torre de los "animales" estaba justo encima de mí y podía ver a un centinela por el camino que rodeaba el recinto.» No había tiempo que perder y James salió corriendo hacia los árboles con la sensación de que cada movimiento suyo sonaba como el estallido de un disparo de pistola. James recordaría más tarde que su paso a través del túnel había sido increíblemente rápido. «Era una forma bastante fácil de escapar, en realidad.»
Por desgracia, James fue una excepción a la regla. El progreso general era muy pesado y lento, no sólo porque se hubiera producido un pequeño desprendimiento del túnel unos minutos después de que él saliera. Uno de los que se llevaban mantas había ocasionado que se partieran dos puntales. Tardaron 30 minutos en reparar los daños pero, al cabo de poco tiempo, se produjo otra fractura por la misma razón, y las reparaciones provocaron un retraso de otra media hora más. Además, no cesaban de aparecer hombres con equipamiento inadecuado. (…)
(…) La evasión siguió plagada de pequeños derrumbes del túnel y roturas de las cuerdas, dado que los hombres estaban hechos un manojo de nervios y cometían errores elementales. No obstante, los fardos de mantas que algunos llevaban enrollados al cuello siguieron siendo el principal problema. Se enganchaban continuamente en los puntales de madera. El ritmo había descendido de un hombre cada 12 minutos a uno cada 14. Al final, a Ker-Ramsay no le quedó más remedio que prohibir las mantas, lo que significaba que los que iban a huir a pie quedarían a merced de temperaturas exteriores de hasta 30 grados bajo cero con poco más que sus harapientos gabanes y teniendo que sobrevivir a base de raciones que apenas darían para nutrir a un hombre sedentario. Una prueba de la profesionalidad de los hombres es que aceptaron la orden sin la más mínima queja. Les Brodrick, junto con sus compañeros de fuga, un joven aviador canadiense, Hank Birkland, y un hombre de la RAF, Denys Street, salieron en mitad de la gélida noche con ropas que casi ni servirían de abrigo en una noche fresca de verano, no digamos en el invierno más frío de Alemania en 30 años.
La única compensación a cambio fue que el ritmo de salidas se elevó a un hombre cada 10 minutos. Todos iban con retraso. A las 02.30 horas habían escapado menos de 50 hombres. Estaba muy claro que muchos de los que esperaban en el Barracón 104 no iban a tener la oportunidad de salir. Muy a su pesar, Ker-Ramsay ordenó a los 100 últimos que se fueran a la cama. Durante el resto de la noche, los desafortunados se tumbarían a soñar con lo que hubiera podido ser. (…) El amanecer estaba cada vez más cerca y sólo habían salido unos 60 o 70 hombres.
En el Barracón 104 todavía quedaba por tomar otra dura decisión. Dijeron a Tim Newman, el número 87 de la lista, que él sería el último hombre que podría bajar al túnel. Red Noble y Ken Shag Rees, que se encontraban ya dentro ocupándose de las maniobras, tendrían que retirarse en cuanto Newman se hubiera ido. El Comité de Fugas se aferraba a la remota posibilidad de poder tapar la salida del túnel y que siguiera sin ser descubierta para volver a utilizada en el futuro. No sospechaban que la salida se había transformado en un enorme boquete negro con un reguero de nieve y barro que conducía directamente hasta el bosque, totalmente a la vista de las torres de vigilancia, formado por las pisadas de los hombres que al correr habían ido derritiendo la nieve de alrededor.
(…)George McGill estaba haciendo su turno de controlador del tráfico apostado tras la valla de «hurones» del bosque y Roy Langlois vino a relevarle. El nativo de las islas del Canal estaba a punto de dar un tirón a la cuerda cuando vio una silueta oscura bajando los escalones de la torre de vigilancia. Eran cerca de las 04.30 horas, y no era la hora del cambio de guardia. Langlois observó atentamente a la figura. Con creciente alarma vio cómo el guardia se encaminaba directamente hacia el agujero de la salida. El alemán se detuvo a escasos metros, se abrió el gabán, y se puso en cuclillas para hacer sus necesidades. El oscuro orificio estaba justo frente a él. Langlois contuvo el aliento. El guardia pareció tardar una eternidad hasta que por fin se incorporó, dio media vuelta y se dirigió de nuevo hacia su puesto. Langlois esperó a que estuviera de nuevo sentado en su sitio mirando hacia el campamento para tirar de la cuerda, sin tener muy claro si todo eso acababa de ocurrir o si se trataba de una alucinación.
El tráfico del túnel continuó a un ritmo lento. Empezó a clarear cerca de las 05.00 horas. El negro del cielo fue dando paso a un gris desalentador con los matices rojizos del sol rozando el horizonte. Quedaba muy poco tiempo para que las luces del amanecer hicieran imposible seguir con la fuga. El número 76, el jefe de escuadrón Lawrence Reavell-Carter, y el número 77, el teniente de vuelo Keith Ogilvie, acababan de salir del túnel y corrían hacia el bosque. Les esperaba Tony Bethell, el joven piloto de Mustang y compañero de fuga de Reavell-Carter. Langlois seguía actuando de controlador del tráfico y acababa de dar la señal de vía libre a Len Trent, el número 79, cuando sus ojos se toparon con otra visión preocupante cerca de la alambrada. Uno de los guardias que patrullaban el perímetro exterior se estaba desviando de su ruta habitual y parecía dirigirse directamente hacia la salida del túnel. Si seguía en línea recta en la dirección que llevaba se iba a topar directamente con el oficial neozelandés Mike Shand, que en ese preciso instante estaba atravesando como una exhalación la zona de nieve que mediaba entre la valla para «hurones» y el bosque. Langlois volvió a tirar de la cuerda inmediatamente para avisar a Shand y a Trent. Ambos se tiraron al suelo con la nariz pegada a la nieve, sin saber muy bien cuál era el peligro.
Reavell-Carter también les observaba preocupado desde el bosque. El guardia estaba andando en dirección al orificio de salida, aunque estaba claro por su forma de moverse que no había notado nada raro. Sencillamente parecía haber decidido tomar una ruta distinta a la habitual. Al poco la preocupación de Reavell-Carter pasó a convertirse en auténtico pánico al ver que el centinela parecía haber notado algo raro. El «animal» se paró en seco y desenfundó el fusil con determinación. Rápidamente, dirigió sus pasos hacia el orificio del suelo, del que no habían parado de salir delatoras nubes de vapor durante toda la noche al contacto con el frío aire exterior. Shand ladeó la cabeza para ver qué estaba pasando; decidió que no había nada que perder y que merecía la pena intentar escapar a todo correr. Se puso en pie de un brinco y corrió hacia el bosque. Keith Ogilvie, que estaba esperando en el linde del bosque, corrió también a buscar cobijo en el interior. En aquel momento, el centinela alemán estaba justo encima de Len Trent aunque no lo sabía, gracias a la oscuridad. Estaba atento y sorprendido por el inesperado ajetreo y ruido de movimientos que se estaba produciendo entre las sombras que le rodeaban. Rápidamente se recuperó, levantó el fusil y apuntó hacia las sombras de Shand y Ogilvie. Al verlo, alarmado, Reavell-Carter se puso en pie de un salto y salió del bosque con las manos en alto gritando: «Nicht schiessen, nicht schiessen! (¡No disparen!, ¡no disparenl}». Reavell-Carter agitaba los brazos desesperadamente para llamar la atención del guardia. Langlois salió de las sombras para unirse a él. Eso sí que pilló totalmente desprevenido al guardia. Sin saber muy bien qué hacer, disparó un tiro al aire por encima de la cabeza de Mike Shand.
La fuerte detonación hizo entrar en razón también a Len Trent, que se puso en pie precavidamente, con los brazos en alto y las manos sobre la cabeza, casi al lado del atónito guardia. Shand siguió corriendo, aparentemente sin darse cuenta de los riesgos que habían afrontado Langlois y Reavell-Carter para salvarle la vida. El fugitivo desapareció en el bosque, pisándole los talones a Ogilvie. El alemán apuntó ansiosamente con la linterna en todas direcciones, sin parar de preguntarse si habría aún más oficiales aliados desperdigados por el suelo. El haz de luz pasó sobre cada uno de los alarmados rostros de los evadidos para sacarlos de las sombras. Langlois, Reavell-Carter y Trent siguieron cautelosamente con los brazos en alto, evitando hacer el menor movimiento que pudiera provocar al guardia. El alemán se dio cuenta de que se encontraba en medio de un enorme barrizal negruzco de nieve derretida. Se hizo a un lado con precaución y enfocó la salida del túnel. El haz de luz dio justo en la cara de Bob McBride, el número 80, a quien pilló encaramado en el último tramo de la escalera. McBride no pudo hacer nada sino esbozar una leve sonrisa. Al verle, el «animal» sacó su silbato y lo hizo sonar. No era más que un pitido de escasa potencia, pero resonó por el bosque y por el Recinto Norte como las trompetas del Juicio Final.


A las 08.30 horas [del sábado 25 de marzo de 1944] se procedió a hacer un recuento exhaustivo de todo el campo; los alemanes sacaron fotografías para identificar a los que seguían allí y a los que no. Cuando acabaron, se sabía el verdadero alcance de la evasión y los alemanes habían identificado a los 76 oficiales evadidos.

Créditos:
En el título, final de la segunda parte del lema de la Royal Air Force británica.
Extractos de La gran evasión, de Tim Carroll, según traducción de Daniel Cortés Corona y Soledad Alférez Ródenas, tomados de la edición en rústica realizada en abril de 2007 por Inédita Editores (pp. 223-237 y 242), de la biblioteca del autor.

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El Comité de Fugas tenía que tomar una decisión urgente. Tratar de escapar en una noche que no fuera de luna nueva era una locura, pero sólo quedaban dos semanas para la siguiente fase de luna nueva, que caía en los días 23, 24 y 25 de marzo. Era bastante improbable que el frío polar hubiera mejorado para entonces. (…) Pero algunos miembros del Comité de Fugas se preguntaban si los que se aventuraban a ir a pie tendrían alguna oportunidad realista en un tiempo tan frío. Sin embargo, Ker-Ramsay y los demás ingenieros del túnel eran de la firme opinión de que no se debía abandonar Harry durante un mes más. Si mejoraba el tiempo, la nieve se derretiría y no había forma de saber cómo afectaría eso al túnel. Algunos de ellos presagiaban que toda la estructura podía venirse abajo e inundarse el túnel de agua. (…) Otro factor era el elemento sorpresa. La razón por la que los prisioneros se habían dado tanta prisa en acabar el túnel era para poder salir antes de que los alemanes reforzaran sus medidas de seguridad con la llegada de la primavera, la tradicional estación de las fugas.
Bushell estuvo de acuerdo y se decidió que el viernes siguiente por la noche, el 24 de marzo, sería la fecha provisional para la evasión. La noche anterior, el jueves, no era todavía luna nueva del todo. y huir el sábado por la noche dejaría a los fugitivos que cogieran el tren a merced de los impredecibles horarios de los servicios mínimos de los domingos. El viernes por la noche era siempre un buen momento para viajar en la Alemania de la guerra (o en cualquier país en guerra, de hecho). Los trenes iban abarrotados de soldados de permiso de fin de semana, que sólo tenían en mente llegar lo antes posible a casa para reunirse con sus familias o sus novias, y no ponerse a buscar a prisioneros de guerra evadidos. (…)
La fecha quedó fijada. Sin embargo, se acordó que no se tomaría una decisión definitiva hasta las 11.30 horas del 24 de marzo, por si surgía cualquier imprevisto que pudiera poner en peligro la evasión. (…)
El plan siempre había contemplado la idea de que salieran 200 hombres, pero nunca hubo una esperanza realista de que se pudiera lograr dicho objetivo. En las noches sin luna que esperaban, el sol se ponía alrededor de las 21.00 horas y amanecía hacia las 05.30 horas. Esto les dejaba un margen de ocho horas y media de oscuridad, es decir, 510 minutos. La experiencia pasada había demostrado que podía salir un hombre del túnel cada dos o tres minutos. Eso significaba que podían aspirar a que salieran entre 170 y 255 hombres, aunque eso sólo podía alcanzarse en circunstancias ideales.
El Comité de Fugas tenía que tomar en consideración retrasos y complicaciones imprevistas. Muchos de los que iban a fugarse no habían estado nunca en un túnel. Algunos podrían sufrir ataques de pánico y claustrofobia. Muchos portarían maletas y otros intrincados bártulos y seguramente tardarían un poco más. Podría darse algún desprendimiento que obligara a perder tiempo apuntalándolo. Si se atenían a una cifra realista de un hombre cada cuatro o cinco minutos, tendrían la oportunidad de salir entre 102 y 128 hombres. De todas formas, Bushell decidió que 200 hombres tenían que estar preparados y a punto para salir, todos ellos con los disfraces, la documentación y las raciones extra. Siempre cabía la posibilidad de que las cosas fueran más fluidas de lo que ninguno de ellos hubiera pronosticado.

Al despuntar el alba del 23 de marzo, el recinto amaneció cubierto por un espeso manto de nieve. El Comité de Fugas se reunió y pospuso la decisión un día más. Alguien a tener en cuenta a la hora de tomar la decisión final era Len Hall, miembro del servicio meteorológico de la RAF. Informó al comité de que los días siguientes iban a ser extremadamente fríos, pero que la densa capa de nubes haría que oscureciera mucho más temprano.(…)
(…)Aquella tarde, [Bushell] se paseó por el recinto en compañía de Wings Day. Al ir acercándose, por fin, el momento de la fuga, se había puesto a darle vueltas a la cabeza a todo lo que podría pasarles a los oficiales no británicos si les volvían a coger y a las posibilidades de supervivencia de los que huirían a pie. «Tenemos que salir mañana -dijo Bushell-, pero odio tener que tomar esta decisión, porque muy pocos de los que lo van a intentar a pie lo conseguirán.» «No tendrían muchas posibilidades de todas formas -contestó Day-. Una entre mil, en el mejor de los casos.» Day agregó que estaba claro que ninguno se moriría de frío. Siempre podían entregarse si la situación se hacía realmente insoportable.
«Entonces, ¿cree que deberíamos salir mañana?»
«Ésta es una guerra operacional, Roger. No se trata sólo de conseguir que un puñado de hombres llegue a casa, porque muy pocos lo conseguirán. Es igual de importante causar problemas a los alemanes, y aunque sólo consigamos sacar a la mitad de los que planeamos, no hay duda de que se los vamos a dar.»
Aquella noche cayó una gran nevada mientras se llevaba a cabo el ensayo general de Pigmalión en el teatro. El teniente de vuelo Ian Digger McIntosh, actor suplente de Bushell, prestó especial atención aquel día. A la mañana siguiente, el Comité de Fugas se reunió a las 11.30 horas y tomó la decisión definitiva. Tim Walenn corrió a estampar la fecha en todos los documentos falsos. Crump Ker-Ramsay bajó al túnel a dar los últimos toques. Poco después, en el Recinto Sur, Bub Clark recibió el mensaje de que Bushell le esperaba al otro lado de la alambrada para hablar con él. Cuando Clark llegó, Bushell se paseaba en círculos sobre la nieve. No se anduvo con rodeos: «Nos vamos esta noche -le dijo-. Por favor, no hagan nada que nos eche a perder el plan.» Clark aseguró a Bushell que los estadounidenses no tenían ningún plan de fuga previsto para esa noche que pudiera entorpecer el suyo y que se estarían quietecitos. Después, le deseó buena suerte.
«Aquélla fue la última vez que vi a Roger Bushell-recordaría Bub Clark, con los ojos humedecidos-. Y a algunos de los mejores hombres que he conocido en toda mi vida.»

El Barracón 104 era ahora un hervidero de gente, todos ataviados con una gran variedad de extraños disfraces. (…) La atmósfera era cada vez más agobiante dado que habían tenido que apiñarse más de 200 hombres en un espacio que estaba previsto sólo para 100. Había tanta gente hacinada en el barracón que los que estaban fuera haciendo guardia se empezaron a alarmar al ver pequeñas nubes de vapor saliendo por las ventanas y empezaron a especular sobre cuánto tardarían los alemanes en percatarse del extraño fenómeno.(…)
(…)
Mientras los fugitivos esperaban en el Barracón 104, Ker-Ramsay y su equipo de excavadores habían bajado a Harry y se habían pasado horas ultimando los preparativos para la evasión. Una de las mejoras de última hora era que habían colocado unas «cortinas» hechas con mantas y las habían colgado en el túnel, poco antes del pozo de salida, para evitar que se filtraran la luz y los ruidos al exterior. El túnel estaría atestado de fugitivos subiendo y bajando sin parar y deslizándose de un lado a otro sobre las vagonetas, en una sucesión sin fin. Ker-Ramsay había instalado más luces para aplacar cualquier sensación de claustrofobia que pudieran sufrir algunos de los que nunca habían bajado antes al túnel. También se colocaron mantas a lo largo y ancho del túnel para amortiguar el sonido y para que la ropa se manchara lo menos posible. La salida se abriría a las 21.30 horas en punto. Las manecillas de los relojes de muñeca de los oficiales del Barracón 104 parecían moverse con demasiada lentitud hacia el momento de su cita con el destino.
Aquella noche, Bub Clark se acostó como siempre en el Recinto Sur, pero le costó conciliar el sueño. Después de haber estado íntimamente involucrado en cada fase de los planes de fuga sabía que en aquel momento el Barracón 104 estaría atestado de gente, con 200 hombres prácticamente incapaces de contener su agitación ante la perspectiva de la aventura que les esperaba y de lograr al fin la libertad. Se permitió esbozar una sonrisa al pensar en la diversidad de disfraces que llevarían puestos. Podía imaginarse lo que pasaba bajo tierra mientras los ingenieros jefes daban los últimos toques a las vagonetas y a los sistemas de ventilación y abrían una salida a través del suelo. Sabía que, si todo salía de acuerdo con el plan, el pozo desembocaría en el bosque, lo suficientemente arropado por los árboles para quedar fuera del alcance visual de las torres de vigilancia. Sabía que, para todos y cada uno de los hombres, cada minuto de espera sería una agonía y que en el momento de escapar se sentirían embargados por una euforia repentina mezclada con el extraño estremecimiento que acompaña siempre al peligro inminente. Recostado en su litera en las primeras horas de la madrugada, Clark no podía evitar esperar que de un momento a otro sonara un disparo que anunciara el descubrimiento del túnel, pero cruzó los dedos con la esperanza de que no ocurriera.

Créditos:
En el título, inicio de la segunda parte del lema de la Royal Air Force británica.
Extractos de La gran evasión, de Tim Carroll, según traducción de Daniel Cortés Corona y Soledad Alférez Ródenas, tomados de la edición en rústica realizada en abril de 2007 por Inédita Editores (pp. 206-208, 216-218 y 221-223), de la biblioteca del autor.

… o, per aspera…

El Comité de Fugas se vio inundado inmediatamente con propuestas de fuga por túnel, pero desde el principio se decidió que sólo se autorizaría un número reducido de ellas, al considerarse que, si se concentraban los recursos en tres túneles profundos (para evitar que los detectaran los sismógrafos) que partieran de tres barracones distintos, los hombres tendrían más posibilidades de tener éxito teniendo en cuenta las difíciles circunstancias a las que se enfrentaban en ese momento. No obstante, pronto se hizo difícil hacer cumplir esta restricción. Los prisioneros que iban llegando al Stalag Luft III se sentían excluidos de las oportunidades de escapar. Cuando se descubrió uno de los tres túneles profundos, la organización cambió drásticamente de estrategia. Llegó a la conclusión de que, cuantos más túneles hubiera, más probable era que al menos uno llegara a terminarse. Cuesta creer que, durante el verano de 1942, se empezaran unos 30 o 40 túneles en los barracones del Recinto Este. Por desgracia, todos estos intentos de fuga fracasaron menos uno.

Con las ansias de evasión de los oficiales intactos claramente intactas, la Luftwaffe enseguida se dio cuenta de que tal vez no había sido tan buena idea meter a todas las manzanas podridas en el mismo saco. En consecuencia, decidió enviar a otro campo de concentración a algunos de los prisioneros. En noviembre de 1942 se envió una remesa de oficiales al Oflag XXI B, un campamento militar en Szubin, en el nordeste de Polonia. Entre los hombres seleccionados había algunos de los evasores más recalcitrantes: Jimmy Buckley, Dick ChurchilI y Peter Fanshawe, entre otros. Jimmy James estaba también incluido y aceptó la orden con su acostumbrada serenidad, razonando que un cambio de aires le sentaría tan bien como un descanso. Wings Day no estaba en la lista pero pidió ir con el grupo porque muchos de los hombres eran amigos suyos. Johnny Dodge también estaba en el tren que llevaba a los prisioneros al este, y aprovechó un momento de tranquilidad para apearse ilícitamente. Por desgracia, no tardó en ser escoltado de vuelta con sus compañeros. «No se pierde nada intentándolo», se excusó, mientras los guardias alemanes le llevaban a empujones hacia el tren.

Jimmy James y Charles Bonnington fueron de los primeros que expresaron su decisión de abrir un túnel en Szubin. El túnel partía de las apestosas inmediaciones de las letrinas, y excavarlo fue una labor ingrata. Mientras tanto, se empezó a trabajar en varios túneles más. El de Jimmy James tuvo que abandonarse al cabo de un tiempo, y en su lugar se empezó un túnel desde otras letrinas que dio sus frutos. La entrada se encontraba en uno de los retretes (pues los prisioneros supusieron, acertadamente, que los alemanes se lo pensarían antes de inspeccionar un lugar así) que conducía a una trampilla situada en una pared de ladrillo. Al otro lado se hallaba uno de los túneles más sofisticados que se habían construido hasta el momento, con entablado, ventilación y una zona de trabajo. Se tardó la mayor parte del invierno en terminarlo. Acabó teniendo unos 45 metros de largo y alcanzó una profundidad de más de cinco metros para eludir los sismógrafos.
En febrero de 1943, los prisioneros oyeron el rumor de que el contingente de aviadores iba a ser trasladado de vuelta a Sagan. Como no querían ver malgastados sus esfuerzos, decidieron que la fuga coincidiría con la primera noche sin luna, que sería en marzo. La tarde señalada, los prisioneros que iban a fugarse descendieron al túnel, donde tendrían que pasar horas esperando entre el Appell de las 17.00 horas y el cierre de las 21.00 horas. Se calculó que en el túnel podían permanecer 33 personas durante aquel espacio de tiempo sin asfixiarse, pero la experiencia fue horrenda para los que fueron designados. Tuvieron que pasar horas respirando el aire de los demás, siendo su única ventilación la que procedía de la bomba que absorbía el aire de las letrinas. Entre ellos se encontraban Jimmy Buckley, Wings Day, Anthony Barber, Robert Kee y Danny Krol. Poco después de las 21.00 horas, el túnel desembocó la superficie y, uno a uno, los hombres salieron en silencio. Curiosamente, el túnel no fue descubierto el día siguiente como los hombres creían que ocurriría. En total se escaparon 34 hombres, ya que un sudafricano que no formaba parte de los 33 previstos decidió probar suerte al ver que los alemanes todavía no habían descubierto el túnel.
Los cuerpos de seguridad de Szubin se sintieron ultrajados. Los alemanes emplearon a más de 300.000 hombres para que se dedicaran exclusivamente a buscar a los fugados durante más de dos semanas. Uno a uno terminaron regresando excepto Buckley, que desapareció sin dejar rastro tras unirse a un oficial naval danés que trataba de escapar de Copenhague a Suecia en un pequeño bote. El cadáver del danés fue recuperado en las costas de Copenhague pero no el de Buckley. Se especuló con que el bote había sido arrollado por un buque más grande.
Este intento de fuga, que acabó siendo precursor de la Gran Evasión, resultó muy embarazoso para los alemanes. Fue el primero que atrajo la persistente atención del Sicherheitsdienst (SD), la sección de inteligencia de la Gestapo. Muchos de los oficiales de la Wehrmacht fueron sometidos a un consejo de guerra. Los alemanes decidieron que había llegado el momento de poner fin al paréntesis polaco de los prisioneros. En abril de 1943, la totalidad de los 800 prisioneros de las fuerzas aéreas que estaban en el Oflag XXI B fueron evacuados al Stalag Luft IlI.

Cuando volvieron al Stalag.Luft III, los prisioneros de guerra se sorprendieron al ver cuánto había crecido el campamento en tan poco tiempo. Durante su ausencia, habían llegado a Sagan decenas y decenas de prisioneros, muchos de ellos estadounidenses. Los Kriegies que acababan de volver descubrieron que las habitaciones alojaban al doble de prisioneros de su capacidad teórica. Los alemanes estaban inmersos en la tarea de construir otro recinto en el extremo opuesto a la Kommandantur para alojar al excedente de prisioneros. En marzo de 1943 se terminó de edificar el Recinto Norte, como se llamó al nuevo espacio. Con cerca de 1,5 km de circunferencia, era más grande que los recintos Este y Central juntos y también era considerablemente más cómodo. Los barracones no sólo contaban con cocina, sino también con ducha y retretes con cisterna.

Por aquel entonces, la Luftwaffe ya había decidido que el Stalag Luft III sería un campo de prisioneros sólo para oficiales. En consecuencia, los suboficiales fueron trasladados aquella primavera al campo que se había reservado para ellos. El coronel Von Lindeiner creía que, si procuraba que el nuevo Recinto Norte fuera lo más cómodo posible, los prisioneros se conformarían y aguardarían a que acabara la guerra sin meterse en líos. Por consiguiente, les consentía hasta un punto que sus superiores en Berlín llegaron a considerar irritante pero que muchos de los aliados agradecieron. En efecto, muchos se referirían posteriormente a la apertura del Recinto Norte como el principio de «la era dorada» en la historia del Stalag Luft III. Había más espacio, más comida y más actividades recreativas y atléticas que nunca (…)
Además de por la benevolencia natural de Von Lindeiner, su generosidad venía motivada también porque le habían inducido a creer que los prisioneros habían decidido abandonar sus planes de fuga. Esta impresión se había creado en parte gracias a que Roger Bushell [llegado en julio de 1942], siguiendo el consejo de Wings Day, había limitado las actividades evasoras durante los últimos meses de 1942 y los primeros de 1943. El Kommandant estaba tan convencido de la buena voluntad de los prisioneros que permitió que los trasladaran al nuevo campamento meses antes de que terminara de construirse. El resultado fue que los prisioneros dispusieron de tiempo de sobra para asegurarse de que el material de fuga más diverso pudiera trasladarse al nuevo recinto. También tuvieron tiempo para planificar y llevar a cabo el desmontaje de la radio que habían fabricado a partir de válvulas, cable y baterías robadas, y para planear su siguiente fuga. Los prisioneros empezaron a llegar poco a poco al nuevo recinto a finales de marzo.

Y con el nuevo recinto se repitió lo de un año antes, en el nuevo campo:
Antes incluso de instalarse, los prisioneros ya estaban elaborando planes para una evasión en masa del Recinto Norte. Antes de que Jimmy Buckley hubiera sido transferido a Szubin junto con Wings Day, el oficial superior británico de aquel entonces nombró a Roger Bushell «Gran X» o presidente del Comité de Fugas. (…) Se puede decir sin temor a exagerar que Bushell estaba empeñado en causar a los alemanes la mayor cantidad posible de problemas. «Tenía ideas muy radicales sobre las fugas. Su sueño era llevar a cabo una evasión en masa. Le daba lo mismo si llegaban todos a casa o no. Lo principal era desbaratar al máximo el esfuerzo bélico de los alemanes.»

El nombramiento de Bushell marcó un nuevo principio para la Organización X. (…); a partir de entonces, la cuestión de las fugas sería tratada de forma profesional, de manera que cada plan sería evaluado con detenimiento y se ejecutaría minuciosamente, prestando atención al más mínimo detalle. Desde aquel momento, el Comité de Fugas pasaría a estar dominado por los llamados «Cuatro Grandes», que supervisarían los aspectos principales de las fugas. Bushell estaba al mando general de la planificación y la estrategia. Peter Fanshawe era responsable de la pesada tarea de dispersar los cientos de toneladas de arena. Wally Floody estaba a cargo de las excavaciones. Por último, Bub Clark era el «Gran S», encargado de crear un sistema de seguridad infalible, capaz de mantener todas estas actividades en secreto.
Bajo la dirección de Bushell, el Comité de Fugas pronto tomó tres decisiones importantes que regirían las futuras escapadas. En primer lugar, toda fuga se sometería a la supervisión del comité. Anteriormente, el comité se había limitado a consentir y autorizar los distintos planes de fuga para que no coincidieran unos con otros y a ofrecer a los implicados cualquier tipo de ayuda y asesoramiento posibles. A partir de entonces nadie podría hacer planes por su cuenta; el comité daría el visto bueno, autorizaría y controlaría todas las fugas.
En segundo lugar, se decidió que la actividad evasora se centraría principalmente en los túneles, y que éstos serían tan largos y complejos como fuera posible. En el pasado muchos túneles se habían visto comprometidos por la mala calidad del trabajo o se habían abandonado por falta de seguridad. De hecho, un barracón llegó a hundirse sobre sus cimientos porque había demasiados túneles pasando por debajo de él. En adelante, el sistema de seguridad sería infalible y la Organización X sería dirigida con eficacia militar. La dispersión de arena, que anteriormente había delatado a menudo la actividad excavadora y había provocado que los «animales» realizaran registros exhaustivos, sería ahora una operación controlada meticulosamente.
La organización de fugas se estrenaría construyendo tres túneles que constituirían en sí pequeñas obras maestras de ingeniería. Según el plan, los túneles tendrían 7,5 metros de profundidad para eludir el anillo de sismógrafos que los «hurones» habían instalado alrededor del recinto. Se excavarían siguiendo el modelo de los pozos de minas industriales, con tuberías de ventilación, bombas de aire, vagonetas y electricidad desviada de la red eléctrica del recinto. A Bushell no le preocupaba que los alemanes llegaran a descubrir alguno de los túneles. Quedarían tan impresionados por el hallazgo que no se les pasaría por la cabeza que pudieran existir otras estructuras similares al mismo tiempo.
En tercer lugar, se decidiría a priori la dirección que tomaría cada túnel. Los prisioneros no tenían muchas opciones respecto a esto. La Kommandantur estaba situada directamente al este del Recinto Norte (detrás de la tupida masa de árboles que Von Lindeiner había accedido amablemente a conservar) y más allá se encontraban el Recinto Central y el Recinto Este. (…) Ir hacia el sur planteaba un problema similar. El Recinto Sur todavía estaba por construir, pero allí ya había un campo de deporte y el bosque estaba también varios cientos de metros más allá. Los túneles deberían orientarse al oeste y al norte. El Comité de Fugas optó por tomar ambas direcciones. Dos túneles irían al oeste, la vía de salida del campo más directa. Uno partiría del Barracón 123, cerca de la alambrada, y el otro del Barracón 122, contiguo al 123 y un poco más cerca del centro del Recinto Norte. El tercer túnel saldría del Barracón 104 para ir directamente al norte, pasando bajo el almacén de paquetes y la «nevera». Para que ninguna mención a la palabra «túnel» alertara a los alemanes, se dio un nombre a cada uno: Tom, Dick y Harry respectivamente. (…)
Se dio la paradoja de que la preocupación de Von Lindeiner por la comodidad de sus custodiados creó las circunstancias que permitieron a los prisioneros ocultar las entradas de los túneles. El nuevo campamento era verdaderamente de lujo en comparación con el anterior. En el Recinto Este, los prisioneros tenían que ir caminando a las duchas comunes ya los barracones de letrinas, hiciera frío o calor. En el Recinto Norte, cada barracón estaba dotado con sus propias instalaciones de letrinas, aseos y una cocina básica. Al igual que en el recinto anterior, cada barracón se erigía por encima del suelo sobre pilares. Sin embargo, los nuevos barracones contaban al menos con una pequeña sección de albañilería de ladrillo macizo y hormigón debajo de las nuevas instalaciones de uso doméstico. Por mucho que los «hurones» y sus perros husmearan a su antojo por debajo de los barracones, nunca podrían ver lo que ocurría detrás del hormigón y el cemento. Probablemente los alemanes pensaran que sería imposible ocultar la entrada de un túnel en el suelo liso de cemento de las duchas o bajo las estufas. Estaban muy equivocados.

Créditos:
En el título, variante de la primera parte del lema de la Royal Air Force británica.
Extractos de La gran evasión, de Tim Carroll, según traducción de Daniel Cortés Corona y Soledad Alférez Ródenas, tomados de la edición en rústica realizada en abril de 2007 por Inédita Editores (pp. 87, 111, 115-114, 117, 120-121, 121-122 y 122-124), de la biblioteca del autor.

Per Ardua…

Durante los últimos meses de 1941, los alemanes habían estado construyendo un campo más grande y complejo en el corazón de Silesia. Su construcción se realizó bajo las órdenes directas de Hermann Göring y de acuerdo con la consigna específica de que resultara «a prueba de fugas». La mayoría de los presos de Barth serían trasladados allí enseguida. Pero, como muy pronto descubrirían los alemanes, el término «a prueba de fugas» no existía en el vocabulario inglés.

El Stalag Luft III se construyó por orden expresa de Göring para acoger al creciente número de aviadores abatidos sobre los territorios ocupados por Alemania. Con la entrada de Estados Unidos en el conflicto, la cantidad de prisioneros de guerra aumentaba de día en día, y con ello las dificultades para mantenerlos a buen recaudo. El Stalag Luft III era el mayor de los seis campamentos construidos por los alemanes. Se construyó con la idea de que fuera el campo de concentración perfecto: tan protegido como para que fuera imposible escapar de él y a la vez suficientemente confortable como para que los reclusos se convencieran, tal vez, de que no valía la pena intentar fugarse.

El Stalag Luft III se creó específicamente para alojar a todos los prisioneros de las fuerzas aéreas. Por desgracia, el número de aviadores aliados derribados en pleno vuelo siempre superaba el que preveía el Alto Mando Alemán. (En efecto, se llegaron a abatir cerca de 90.000 aviadores aliados en los cielos europeos, de los que sólo sobrevivieron la mitad para convertirse en prisioneros de guerra. El Mando de Bombarderos perdió 58.000 hombres.) En consecuencia, se tuvieron que construir (o reabrir, como en el caso de Barth) otros campamentos para aviadores. No obstante, el Stalag Luft III seguiría siendo el campo de concentración principal para oficiales de las fuerzas aéreas británicas y estadounidenses hasta el fin de la guerra. En un principio estaba constituido por dos recintos preparados para albergar unos 2.500 oficiales y suboficiales, pero se amplió rápidamente hasta constar de seis recintos que alojaban a más de 10.000 oficiales y a sus ordenanzas. El Stalag Luft III acabó estando tan masificado que finalmente se decidió trasladar a los suboficiales a un campamento sólo para ellos. En su parte más larga, la verja que cercaba el Stalag Luft III tenía más de ocho kilómetros de longitud.

Para cuando se abrió el Stalag Luft III, en abril de 1942, los alemanes habían tomado nota de errores pasados y habían incorporado multitud de nuevas medidas de seguridad. Con ellas, la Luftwaffe confiaba en hacer de él un campo totalmente «a prueba de fugas». Para empezar, todos los barracones estaban edificados sobre pilotes, y las únicas «partes ocultas» que descendían hasta el suelo eran unos pilares de hormigón que soportaban la pequeña área dedicada a la cocina y los servicios. Los «hurones» y sus perros tenían bien a la vista lo que sucedía debajo de cada edificio, de modo que, si los prisioneros planeaban escapar por un túnel, tenían que excavarlo a través del hormigón.(…)
Cada barracón se encontraba a una distancia considerable de su vecino, con lo que se reducían las posibilidades de que el campo se llenara de noche de sombras transitando de un lado a otro intentando disimular actividades furtivas. Además, el campamento podía quedar inundado por la luz de las torres de vigilancia que rodeaban cada recinto y que se alzaban a 4,5 metros del suelo, a intervalos de unos 100 metros. En Sagan, los barracones más periféricos estaban a 30 metros de distancia como mínimo de la alambrada y a 60 metros de la linde del bosque que se había hecho talar parcialmente a propósito para dejar alrededor de los recintos un amplio espacio despejado. Para que un túnel pudiera desembocar al abrigo del bosque, debía tener al menos 90 metros de largo y estar a la profundidad necesaria para eludir los nuevos sismógrafos que cercaban el campamento, en alerta permanentemente ante cualquier ruido subterráneo.
Los recintos propiamente dichos estaban rodeados por dos alambradas de tres metros de alto, rematadas por alambre de cuchillas. El espacio que distaba entre ambas alambradas, de unos dos metros, estaba cubierto por más espirales de alambre de cuchillas apiladas en capas. Las garitas de los «animales», guarnecidas permanentemente por guardias con ametralladoras y potentes focos, se alzaban a intervalos regulares por toda la alambrada exterior, por donde patrullaban perros guardianes. Además, había un «alambre de disparo» de poca altura (45 cm), a nueve metros de distancia de la primera alambrada, que los prisioneros tenían prohibido cruzar sin permiso.
Además de incorporar estas nuevas medidas de seguridad físicas, los alemanes habían perfeccionado sus sistemas de vigilancia. Los «hurones» ya conocían bien su trabajo e iban equipados adecuadamente. Era frecuente verles aparecer de improviso por parejas para pillar desprevenidos a los prisioneros. Otros «hurones» patrullaban entre las sombras de los bosques, vigilando con prismáticos las actividades de los prisioneros parapetados detrás de «vallas de hurones». El Stalag Luft III era tan «a prueba de fugas» como podía serlo en aquella época. No obstante, el campo no tuvo el efecto desalentador sobre los nuevos reclusos que los alemanes habían esperado. Como reflexionaría el indómito evasor Jimmy James, ningún campo de concentración puede ser verdaderamente a prueba de fugas. Pesa más el ingenio humano (y las limitaciones humanas) que los obstáculos físicos, cuya superación ha conformado la evolución humana.

Y es que, además de la superación de obstáculos, estaba el deber:
Ian Cross había comentado el asunto con Jimmy James. «El Convenio de Ginebra reconoce claramente que la misión de un oficial es tratar de escapar, y los prisioneros de guerra evadidos son una especie protegida en tanto en cuanto no quebranten las leyes del suelo en que se encuentren -dijo James-. En caso de ser detenidos, debemos rendimos de forma pacífica y se nos conducirá de nuevo a nuestro campo de prisioneros.» Muchos de los prisioneros estaban de acuerdo con Des Plunkett, que resolvió que la confusión que ocasionarían a los alemanes valía mucho más que el posible tiro que pudieran recibir por la espalda. Las advertencias de Von Lindeiner no caían en oídos sordos. Estaban siendo cuidadosamente sopesadas por militares de gran experiencia, algunos de los cuales habían llegado al borde de la locura debido al encarcelamiento, que se tomaban sus responsabilidades de combatientes totalmente en serio.

Sin embargo:
No todos deseaban escapar, como recuerda Bub Clark: «Un tercio de los hombres preferían esperar sentados a que terminara la guerra y finalizar sus estudios. Habían dedicado muchos esfuerzos a su educación y algunos de ellos hasta eran titulados. Cerca de otro tercio de ellos no querían hacer nada más que leer, hacer pesas, gimnasia o sentarse a cotillear. El tercio restante estaban entregados a la evasión. En cualquier caso, prácticamente todo el mundo en el campamento estaba dispuesto a ayudar de una forma u otra a cualquiera que planeara fugarse. Yo diría que un 60 o un 70 por ciento del campamento participaba de algún modo en los intentos de fuga».

Porque, desde luego, intentos de fuga hubo. Y también una organización para ellos, casi desde antes de que llegaran los prisioneros:
Los nuevos prisioneros empezaron a llegar entre marzo y abril [de 1942], procedentes de campos de toda Alemania [de Spangenberg, o del Oflag VIB de Warburg, por ejemplo] (…)
No obstante, era de Barth de donde procedían la mayor parte de los nuevos reclusos, entre ellos Wings Day y Johnny Dodge, Jimmy Buckley y Mike Casey, Peter Fanshawe y Cookie Long, Jimmy James, Johnny MarshalI y Muckle Muir, todos ellos veteranos artistas de la evasión que acabarían constituyendo el núcleo de la organización de fugas del Stalag Luft III.


Wings Day conservó el acostumbrado puesto de oficial superior británico y se instaló en el despacho que los alemanes le proporcionaron para él y su personal. No obstante, si Von Lindeiner se figuraba que Day utilizaría estas instalaciones limpias y relativamente bien equipadas para limitarse a presidir la eficaz administración de los prisioneros británicos, andaba muy equivocado. Pocas horas después de haber llegado, Day colocó a Jimmy Buckley al frente de la Organización X.

Pero ya no iba a ser como antes:
El traslado a Sagan coincidió con un período de reflexión para Wings, durante el cual formuló un nuevo estilo de evasión. Hasta aquel momento, se había tomado las fugas como la mayoría de los demás hombres, casi como un deporte en el que la Cruz Roja ejercía el papel de árbitro. Ahora, en cambio, comunicó a sus hombres que había llegado el momento de «poner más carne en el asador». Los prisioneros de guerra debían dejar de considerarse a sí mismos como semineutrales por el mero hecho de que habían visto la muerte de cerca y caído en manos enemigas, explicó, y debían convertirse en una extensión del esfuerzo bélico aliado. Su frente de batalla serían los afilados alambres de espino que les rodeaban por los cuatro costados. Antes de llegar a Sagan, Day veía las fugas como una forma de mantener el orgullo y elevar la moral de los prisioneros, pero ahora los intentos de evasión tendrían como objetivo principal obstaculizar el esfuerzo bélico alemán, por lo que el efecto sobre la moral de los hombres pasaría a tener una importancia secundaria. La idea de llevar el frente de batalla a Sagan tendría consecuencias profundas para sus hombres, y Wings no tomó esta decisión a la ligera. En el pasado había mantenido la política de aconsejar prudencia a hombres como Death Shore, que proponía intentos de escapada que eran claramente suicidas. En el campo de batalla, por el contrario, las decisiones operacionales no se calibraban en función de si podían terminar causando muertes o no, ni del grado de turbación que provocarían en los combatientes. De hecho, en general se aceptaba que era inevitable causar muertes. Lo principal era descargar un golpe contra el enemigo que fuera lo más fuerte posible. Así pues, en adelante sería así como se tomarían las decisiones en el campo de batalla de Sagan.
Las huidas se planificarían con más cuidado. Buckley dividió el Comité de Fugas en tres secciones operacionales que coordinaban tres tipos diferentes de evasión: por debajo (por túneles), por encima (por la alambrada) y a través (por las puertas). Aunque se llevaran a cabo intentos de evasión de los tres tipos con resultados diversos, los túneles siguieron siendo la forma de evasión más popular. La huida por túnel garantizaba una ventaja de salida de al menos ocho horas y era la forma de evasión que más problemas causaba a los alemanes. En Barth se habían construido 100 túneles y se construirían otros tantos en Sagan hasta que el más famoso de todos pondría punto final a la excavación de túneles.
Buckley puso en marcha el reclutamiento de otros veteranos de la fraternidad de evasión, mayoritariamente entre los artistas de la evasión y los agitadores procedentes de Barth. Además, la constante afluencia de nuevas adquisiciones procedentes de otros campos resultaba muy provechosa para el Comité de Fugas, ya que aportaban la experiencia de sus propios intentos de fuga y contribuían con sus excepcionales habilidades a la organización. Los alemanes habían aprendido de sus errores, pero los prisioneros también habían tomado buena cuenta de los suyos. Muchos de ellos se habían convertido en expertos de las artes de falsificación, cartografía y confección. Otros habían aplicado todo su ingenio en la invención de toda clase de artilugios, mecánicos y de otro tipo, que se emplearían en las fugas. Además, el material de evasión ya no se produciría de cualquier manera ni improvisadamente. La Organización X, reagrupada en el Stalag Luft III supervisaría el advenimiento de una nueva forma de producción en masa a escala industrial.

Créditos:
En el título, primera parte del lema de la Royal Air Force británica.
Extractos de La gran evasión, de Tim Carroll, según traducción de Daniel Cortés Corona y Soledad Alférez Ródenas, tomados de la edición en rústica realizada en abril de 2007 por Inédita Editores (pp. 76, 77, 84, 79-80, 202, 87, 83, 85 y 85-86), de la biblioteca del autor.