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sábado, 29 de mayo de 2010

Aleo e poli!

Constantino Dragases supo que el momento había llegado. El sueño acariaciado durante su corto reinado –cuatro años, cuatro meses y veinticuatro días– tocaba a su fin. Y ya no habría espacio para el arte, la retórica, la ciencia y el esplendor del futuro. La llama temblaba, indefensa en el pábilo del destino, esperando el soplo helado del olvido y la llegada de la oscuridad.
- Esto es el final… –murmuró. Sus ojos ya sólo veían las barahúndas que baría los muros de defensores. Caían por docenas. Ondeaban las enseñas del sultán y atronaban las voces de los infieles arrogándose la victoria. Todo estaba perdido.
- Sí, es el fin. Parece que Dios así lo quiere – afirmó Teófilo Paleólogo, que se había unido a su primo, a Juan Dálmata y a don Francisco de Toledo en la hora postrera.
- No quiero ser capturado vivo. No quiero darle ese placer al sultán… –aseguró el emperador, volviéndose hacia sus amigos–. ¡desenvainad y dadme muerte: una muerte rápida y honrosa!
Teófilo, Juan y don Francisco se miraron consternados.
(…)
Encaró entonces el emperador a don Francisco y le tomó la mano, llevándola hasta el pomo de su toledana y rogando que fuera él quien acabara con su vida.
- Señor, soy cristiano viejo e hidalgo castellano. Pedidme lo que queráis pero no eso… –contestó con dignidad–. Sólo hay algo en esta hora infausta que sí puedo hacer por vos. Será para mí todo un honor morir peleando a vuestro lado.
Y le dirigió una mirada noble y y llena de fiero convencimiento a la que se sumaron los otros dos con férrea determinación.
- Sea pues, caballeros… –aceptó Constantino. Y diciendo eso comenzó a desprenderse del broche de oro que engarzaba su capa y de todos los distintivos que delataban su alto rango.
El águila bicéfela cayó al suelo.
- ¿Qué hacéis, majestad? –preguntó incrédulo Teófilo.
- Ya no hay Imperio, Teófilo; tampoco emperador… –declaró resuelto– Si he de morir quiero hacerlo como un soldado más, como un romano.
El peribolus estaba infestado de turcos, la brecha ya no era defendida; sólo quedaba el cuerpo a cuerpo salvaje, mantenido por unos pocos centenares de griegos dispuestos al sacrificio.
- Cuando gustéis, caballeros… –anunció Constantino despidiéndose–. Ha sido un privilegio conoceros y lo será aún más acabar en vuestra compañía.
Desenvainaron las espadas y las dagas y se dirigieron una última mirada de amistad y profunda gratitud. Luego caminaron hacia los últimos reductos mantenidos por la defensa, seguidos de cerca por una docena de soldados.
Cargaron con incontenible furia.
Y entraron en la leyenda.


Créditos:
Título (la ciudad está perdida), tomado del inicio de la anotación correspondiente al 29 de mayo de la novela El ángel sombrío de Mika Waltari.

Transcripción parcial (pp. 364-365) del capítulo 46 La leyenda, de la novela Las lágrimas de Karseb. Constantinopla, 1453, obra de Julio Murillo Llerda, editada por mr-ediciones (novela finalista del Premio de novela histórica Alfonso X el Sabio de 2005).

Imagen de Constantino XI Paleólogo Dragases, tomada de la Wikipedia.

Portada del número 32 de la revista Trinca, en el que se recoge la historieta La caída de Constantinopla.

viernes, 28 de mayo de 2010

... missa est.

Cabalgamos juntos hacia la iglesia. El día se desvanecía tras el campamento turco derramando el último destello sangriento sobre las verdes cúpulas de las iglesias. El emperador Constantino llegó al gran edificio en compañía de todos sus cortesanos, senadores y arcontes, en el orden prescrito por el ceremonial, y cada uno ataviado con las galas acordes a su respectivo rango y cargo. Sin que nadie me lo dijese supe que era la última vez que una sentenciada Bizancio se congregaba para ofrecerse a la muerte.
El bailío venceciano, el Consejo de los Doce y los nobles venecianos se hallaban vestidos también de ceremonial. Los que vinieron de los baluartes llevaban reluciente coraza en vez de las sedas y rasos. Los oficiales de Giustiniani se agrupaban alrededor de éste. Luego vinieron los griegos de Constantinopla en masa para colmar la santa iglesia de Justiniano. En esta hora póstuma acudieron también varios centenares de sacerdotes y monjes, desafiando la interdicción. En presencia de la muerte, toda querella, recelo y odio desaparecía. Todos por igual inclinaban la cabeza ante el inescrutable misterio y de acuerdo con su propia conciencia.
Cientos de velas ardían produciendo una luz tan brillante como la del día. Dulces, aunque poderosas e inefablemente tristes, las efigies de mosaico tendían su mirada desde las áureas paredes. Cuando los himnos sagrados se elevaron al cielo en inmaculada y angélica armonía, hasta los abotargados ojos de Giustiniani se llenaron de lágrimas, que él procedió a secar con ambas manos. Muchos hombres sollozaban.
ardían En presencia de todos nosotros, el emperador confesó sus pecados con palabras que los siglos han santificado. Los latinos se unieron a él en sus plegarias. El Credo fue recitado por el Metropolitano griego, quien omitió las ofensivas palabras «en su único Hijo». El obispo Leonardo repitió el Credo para los latinos. Los griegos en ningún momento mencionaron al papa en sus oraciones. Los latinos, por el contrario, lo incluyeron en ellas. Pero esa noche a nadie parecía molestarle tales diferencias. Todos procedían por acuerdo tácito.
Había tanta gente el el templo que el pan no alcanzaba para todos. Pero cada uno compartió con su vecino el trozo recibido, de forma que todos pudieron conseguir al menos una migaja del sagrado Cuerpo de Cristo. Que el pan tuviese o no tuviese levadura, poco improtaba ahora.
Durante el oficio, que duró varias horas, todos nos hallábamos embargados por un éxtasis intenso, el más maravilloso de cuantos conocí en iglesia alguna.


Créditos:
Transcripción parcial, según traducción de J.A. González, de la anotación correspondiente al día 28 de mayo, de El ángel sombrío, de Mika Waltari, en edición de Círculo de Lectores. (pp. 345-347)

Viñetas que ilustran el momento de los oficios religiosos del 28 de mayo de 1453, de La caída de Constantinopla, historieta de Toppi publicada en la revista Trinca, en su número 32, de 15 de febrero de 1972.

Ite,...

En el ya conocido The Christian Almanac, de George Grant y Gregory Wilbur, figura como una de las efemérides del día que, ocurriendo el sitio de Constantinopla por los turcos de Mehmed II, “the last Christian service was held in the great domed cathedral Hagia Sophia in Constantinople”.

Aquel lunes, conscientes de que el desenlace se avecinaba, soldados y ciudadanos olvidaron sus rencillas. Mientras los hombres de las murallas proseguían los trabajos de reparación de las deterioradas defensas, se formó una gran procesión. En contraste con el silencio del campo turco, en Constantinopla tocaban las campanas de las iglesias y sonaban los tambores de madera mientras los iconos y reliquias eran sacados a hombros de los fieles y llevados a través de las calles y por todo el perímetro de las murallas deteniéndose para bendecir con su santa presencia los lugares donde los desperfectos eran mayores y el peligro más amenazador; y el tropel de gente que los seguía, griegos e italianos, ortodoxos y católicos, cantaban himnos y repetían el Kyrie eleison. El emperador en persona se unió a ellos en la procesión (…).
El día tocaba a su fin. Tropeles de gente se trasladaban ya hacia la gran iglesia de Santa Sofía. Durante los últimos cinco meses ningún piadoso griego había franqueado sus puertas para asistir a la sagrada liturgia profanada por latinos y renegados. Pero esa tarde había terminado el enfrentamiento. Ningún ciudadano, salvo los soldados de las murallas, dejó de asistir a esa petición de intercesión. Los sacerdotes que habían sostenido que la unión con roma era un pecado mortal, acudieron ahora al altar a oficiar con sus hermanos unionistas. También estaba presenteel cardenal y, tras él, los obispos que nunca reconocieron su autoridad. Todos los fieles se confesaron y recibieron la comunión, sin preocuparse de si la administraban ortodoxos o católicos. Asimismo, junto con los griegos había italianos y catalanes. Los mosaicos dorados, representando imágenes de Cristo y de sus santos, de los emperadores y emperatrices de Bizancio, refulgían a la luz de las mil lámparas y cirios, y debajo de ellos, por última vez, los sacerdotes con sus magníficos ornamentos evolucionaban al ritmo solemne de la liturgia. En este momento hubo unión en la Iglesia de Constantinopla.


Créditos:
Transcripción parcial de la reseña de The Christian Almanac correspondiente al 28 de mayo de 1453.

Transcripión parcial (pp.232-234) del capítulo IX Los últimos días de Bizancio, según traducción de Panteleimón Zarín, de La caída de Constantinopla 1453, obra de Sir Steven Runciman, editada por Reino de Redonda.

Sección de la iglesia de Santa Sofía, tomada de la 2ª edición de Las Iglesias Cristianas, de José Luis Vázquez Borau, publicada por San Pablo.

sábado, 3 de abril de 2010

Un tropiezo, y una caída... con consecuencias

En aquellos planes de estudio ‘antiguos’ se nos decía que la Historia (en la civilización occidental) se divide en varias Edades, y en concreto la Edad Media finalizaba, o la Edad Moderna comenzaba, con el descubrimiento de América (versión española) o con la caída de Constantinopla (versión general).

Aunque este hecho fue el que marcó la civilización europea, hubo una ocasión anterior en que también Constantinopla fue tomada, aunque no resulta comparable, pues se trató de algo propio de la época medieval europea.

En efecto, en 1204 se produjo la toma de Constantinopla por parte de… los cruzados, en concreto, los de la cuarta Cruzada. Los motivos, o tal vez mejor dicho, la excusa: una deuda del emperador con la República de Venecia por unas naves cuyo servicio no fue debidamente pagado.

En nuestro viaje a Venecia en septiembre de 2009, pudimos apreciar dos “recuerdos” de aquello en la Basílica de San Marcos.

Uno de ellos es un icono de la Virgen, con el nombre de la Madonna de Nicopeia. Se encuentra en una de las capillas, y en su época iba al frente del ejército bizantino cuando éste se dirigía a la batalla.


El segundo “recuerdo” se convirtió a su vez en “recuerdo” de Venecia por Napoleón, pues se lo llevó en su día, hasta que fue devuelto (sólo a Venecia) en 1831. Se trata del grupo escultórico de cuatro caballos cuya réplica es la que se encuentra en la galeria que se abre sobre la Piazza de San Marcos, mientras que el grupo original se encuentra en una sala del museo de la Basílica.

Casi 250 años más tarde, la República de Venecia hubiera podido tener algún recuerdo más, esta vez defendiendo la ciudad de Constantinopla, en vez de atacarla Sin embargo, no fue así.

Hoy he comenzado a leer El ángel sombrío, de Mika Waltari, cuya trama se sitúa en Constantinopla, narrando los cinco últimos meses hasta su caída en poder de los otomanos. En la introducción de Jacinto Antón se puede leer, precisamente, que:
El 3 de abril de 1453, el inmenso ejército reunido por el joven sultán Mohamed II, puso sitio a Constantinopla, denominada codiciosamente por los turcos kizil elma, «la manzana roja»

La novela tiene la forma de un diario, y su autor, Giovanni Angelos (quien da nombre al título original de la obra, Johannes Angelos) escribe enn su anotación correspondiente al 20 de diciembre de 1452:
No confío en el apoyo que la Cristiandad pueda prestarnos. Mohamed actúa de modo más rápido que aquélla.

Y es que, efectivamente, para cuando Venecia, por ejemplo, decidió ayudar a Constantinopla, era ya el mes de abril, el sitio estaba cerrado, y, en resumen, ya era tarde.

La cita se sitúa en 1452, la novela se escribió justo quinientos años más tarde, y sin embargo, qué actual resulta.

Créditos:
Fotos de la Madonna de Nicopeia y de la réplica de la cuádriga, de la Basílica de San Marcos de Venecia, en septiembre de 2009, del autor.
Portada de El ángel sombrío, de Mika Waltari, en edición de Círculo de Lectores, de 1995.

Actualización:
Tres días después de la caída de Constantinopla, dedicados al saqueo y pillaje, Mohamed II dicta el final de éstos, y entra en Santa Sofía, donde alaba a Alá, como se refleja en la historia gráfica publicada en su día en la revista Trinca.

Con fecha del 5 de abril bate publica una anotación al hilo de los sucesos provocados el pasado Miércoles Santo, 31 de marzo, por un grupo de turistas austriacos musulmanes en la Catedral de Córdoba.

Por cierto, la novela de Mika Waltari finaliza de esta manera:
«Muchos fugitivos han regresado a Constantinopla y el sultán prometió su especial favor a aquellos griegos que pudieran demostrar que eran de noble cuna. Pero la verdad es que a todos éstos los decapitó sin tardanza. Sólo se mostró piadoso con los pobres, permitiendo que cada uno trabajara en su oficio y para la reconstrucción del reino. Asimismo, fue clemente con los geógrafos, historiadores y técnicos del emperador, y los tomó a su servicio. Pero de los filósofos no dejó uno solo para muestra.»