“Constantino Dragases supo que el momento había llegado. El sueño acariaciado durante su corto reinado –cuatro años, cuatro meses y veinticuatro días– tocaba a su fin. Y ya no habría espacio para el arte, la retórica, la ciencia y el esplendor del futuro. La llama temblaba, indefensa en el pábilo del destino, esperando el soplo helado del olvido y la llegada de la oscuridad.
- Esto es el final… –murmuró. Sus ojos ya sólo veían las barahúndas que baría los muros de defensores. Caían por docenas. Ondeaban las enseñas del sultán y atronaban las voces de los infieles arrogándose la victoria. Todo estaba perdido.
- Sí, es el fin. Parece que Dios así lo quiere – afirmó Teófilo Paleólogo, que se había unido a su primo, a Juan Dálmata y a don Francisco de Toledo en la hora postrera.
- No quiero ser capturado vivo. No quiero darle ese placer al sultán… –aseguró el emperador, volviéndose hacia sus amigos–. ¡desenvainad y dadme muerte: una muerte rápida y honrosa!
Teófilo, Juan y don Francisco se miraron consternados.
(…)
Encaró entonces el emperador a don Francisco y le tomó la mano, llevándola hasta el pomo de su toledana y rogando que fuera él quien acabara con su vida.
- Señor, soy cristiano viejo e hidalgo castellano. Pedidme lo que queráis pero no eso… –contestó con dignidad–. Sólo hay algo en esta hora infausta que sí puedo hacer por vos. Será para mí todo un honor morir peleando a vuestro lado.
Y le dirigió una mirada noble y y llena de fiero convencimiento a la que se sumaron los otros dos con férrea determinación.
- Sea pues, caballeros… –aceptó Constantino. Y diciendo eso comenzó a desprenderse del broche de oro que engarzaba su capa y de todos los distintivos que delataban su alto rango.
El águila bicéfela cayó al suelo.
- ¿Qué hacéis, majestad? –preguntó incrédulo Teófilo.
- Ya no hay Imperio, Teófilo; tampoco emperador… –declaró resuelto– Si he de morir quiero hacerlo como un soldado más, como un romano.
El peribolus estaba infestado de turcos, la brecha ya no era defendida; sólo quedaba el cuerpo a cuerpo salvaje, mantenido por unos pocos centenares de griegos dispuestos al sacrificio.
- Cuando gustéis, caballeros… –anunció Constantino despidiéndose–. Ha sido un privilegio conoceros y lo será aún más acabar en vuestra compañía.
Desenvainaron las espadas y las dagas y se dirigieron una última mirada de amistad y profunda gratitud. Luego caminaron hacia los últimos reductos mantenidos por la defensa, seguidos de cerca por una docena de soldados.
Cargaron con incontenible furia.
Y entraron en la leyenda.”
Créditos:
Título (la ciudad está perdida), tomado del inicio de la anotación correspondiente al 29 de mayo de la novela El ángel sombrío de Mika Waltari.
Transcripción parcial (pp. 364-365) del capítulo 46 La leyenda, de la novela Las lágrimas de Karseb. Constantinopla, 1453, obra de Julio Murillo Llerda, editada por mr-ediciones (novela finalista del Premio de novela histórica Alfonso X el Sabio de 2005).
Imagen de Constantino XI Paleólogo Dragases, tomada de la Wikipedia.
Portada del número 32 de la revista Trinca, en el que se recoge la historieta La caída de Constantinopla.
- Esto es el final… –murmuró. Sus ojos ya sólo veían las barahúndas que baría los muros de defensores. Caían por docenas. Ondeaban las enseñas del sultán y atronaban las voces de los infieles arrogándose la victoria. Todo estaba perdido.
- Sí, es el fin. Parece que Dios así lo quiere – afirmó Teófilo Paleólogo, que se había unido a su primo, a Juan Dálmata y a don Francisco de Toledo en la hora postrera.
- No quiero ser capturado vivo. No quiero darle ese placer al sultán… –aseguró el emperador, volviéndose hacia sus amigos–. ¡desenvainad y dadme muerte: una muerte rápida y honrosa!
Teófilo, Juan y don Francisco se miraron consternados.
(…)
Encaró entonces el emperador a don Francisco y le tomó la mano, llevándola hasta el pomo de su toledana y rogando que fuera él quien acabara con su vida.
- Señor, soy cristiano viejo e hidalgo castellano. Pedidme lo que queráis pero no eso… –contestó con dignidad–. Sólo hay algo en esta hora infausta que sí puedo hacer por vos. Será para mí todo un honor morir peleando a vuestro lado.
Y le dirigió una mirada noble y y llena de fiero convencimiento a la que se sumaron los otros dos con férrea determinación.
- Sea pues, caballeros… –aceptó Constantino. Y diciendo eso comenzó a desprenderse del broche de oro que engarzaba su capa y de todos los distintivos que delataban su alto rango.
El águila bicéfela cayó al suelo.
- ¿Qué hacéis, majestad? –preguntó incrédulo Teófilo.
- Ya no hay Imperio, Teófilo; tampoco emperador… –declaró resuelto– Si he de morir quiero hacerlo como un soldado más, como un romano.
El peribolus estaba infestado de turcos, la brecha ya no era defendida; sólo quedaba el cuerpo a cuerpo salvaje, mantenido por unos pocos centenares de griegos dispuestos al sacrificio.
- Cuando gustéis, caballeros… –anunció Constantino despidiéndose–. Ha sido un privilegio conoceros y lo será aún más acabar en vuestra compañía.
Desenvainaron las espadas y las dagas y se dirigieron una última mirada de amistad y profunda gratitud. Luego caminaron hacia los últimos reductos mantenidos por la defensa, seguidos de cerca por una docena de soldados.
Cargaron con incontenible furia.
Y entraron en la leyenda.”
Créditos:
Título (la ciudad está perdida), tomado del inicio de la anotación correspondiente al 29 de mayo de la novela El ángel sombrío de Mika Waltari.
Transcripción parcial (pp. 364-365) del capítulo 46 La leyenda, de la novela Las lágrimas de Karseb. Constantinopla, 1453, obra de Julio Murillo Llerda, editada por mr-ediciones (novela finalista del Premio de novela histórica Alfonso X el Sabio de 2005).
Imagen de Constantino XI Paleólogo Dragases, tomada de la Wikipedia.
Portada del número 32 de la revista Trinca, en el que se recoge la historieta La caída de Constantinopla.
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