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domingo, 23 de marzo de 2014

Transformando el mundo

El pasado viernes, día 21, se cumplieron 246 años del nacimiento de Jean Baptiste Joseph de Fourier, en tanto que hoy, según algunas versiones, se cumplen los 265 años del de Pierre Simon deLaplace.

Estos dos científicos, aquel más físico, éste más astrónomo, y ambos con importantes aportes en la matemática, han dado su nombre en este campo a una herramienta que facilita el estudio de la, digamos, realidad. Esta herramienta es la Transformada.

En el campo de la matemática, la Transformada vendría a ser como si, en la realidad, nos fijáramos en ésta no sólo desde otro punto de vista, sino más bien, fijándonos en otras cosas menos evidentes… en el primer vistazo.

Así, se podría definir unos resultados (una curva en el tiempo), como la suma de una serie de causas de importancia decreciente, parándonos en el momento que los efectos ya sean inapreciables, o despreciables (siempre, claro, según lo que nos interese).

No se trata de que veamos la sociedad en la que vivimos con los cristales de un cientifismo miope, pero sí convendría saber analizar la vorágine de la sociedad como resultado de diversas causas, y ponderar bien éstas, sin prejuicios sobre éstas y sin confundir causas con efectos, ni olvidar que siempre hay situaciones intermedias en las que los efectos acaban actuando como causas de posteriores efectos.

Y que, en todo caso, lo que en ningún momento resulta despreciable, aunque la mayoría opine lo contrario, son las personas que viven en esta vorágine.

En definitiva, se trata de aplicar la Transformada debida, es decir, la de vida.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Ad calendas… gallae

Una de las cosas más o menos conocidas de la Revolución Francesa fue, no la reforma, sino la implantación de un nuevo calendario: “Éste fue introducido no para corregir alguna discrepancia astronóminca, sino para marcar una ruptura con el pasado. La Iglesia –guardián del calendario con sus fiestas y fastos y días de los Santos– era una de las fuentes de poder del odiado antiguo orden; había que acabar con ello.” Es decir, un claro propósito totalitario.

Con este planetamiento, el 6 de noviembre de 1792, aún encarcelado Luis XVI y pendiente de ver iniciarse su juicio, los diputados Louis Pierre Manuel y Antoine Joseph Garsas pidieron al Comité de Instrucción Pública la reforma del calendario. Aceptó el Comité y se creó una subcomisión al efecto. Entre los integrantes de la misma, cabe destacar a Giuseppe Lodovico Lagrangia, ya entonces famoso matemático y astrónomo, y más conocido en la actualidad como Louis Lagrange.

El resultado de los trabajos fue presentado al Comité los días 17 y 18 de septiembre de 1793, y pasaron a ser oficiales en virtud de un decreto de la Convención el 8 de octubre siguiente. Sin embargo, este decreto no supuso el inicio del calendario: como buenos revolucionarios, lo establecieron… con carácter retroactivo.

Así, la nueva era, el año I, empezó el 22 de septiembre de 1792, momento en el que se dio inicio a la República. Hecho histórico que coincidió con el astronómico del equinoccio de otoño, lo que ha permitido también “decir mucho de esto proclamándolo como el día en el que los franceses fueron iguales, y que los días y las noches eran también iguales, y todo eso”.

De este modo, quedó establecido que el año empezaría en la medianoche en que se iniciara el día en el que se observara el equinoccio de otoño… en el Observatorio de París. El año se compondría de doce meses de 30 días cada uno, completándose hasta el año común con cinco días más, al final del año, los “días complementarios”, aunque originalmente, en homenaje a los famosos “sans-culottes”, fueron llamados “sansculotides”. El fenómeno de los años bisiestos también se mantenía, mediante la adición de un sexto día complementario tras los cinco habituales; en el calendario revolucionario, aunque el año bisiesto también era cada cuatro años, el primer año de esta clase, para distinguirse, fue el año III.

Los meses se dividieron en tres semanas de diez días cada una; los días, en 10 horas; las horas en 100 minutos; y los minutos en 100 segundos. Estas decisiones han perdurado a través del tiempo, aunque sólo sea en forma de relojes con las esferas ajustadas de este modo.

En el subcomité que estudió el tema había un poeta y dramaturgo, Fabre d’Eglantine, al que encargó el Comité, no que bautizara, claro, sino que pusiera nombre a cada uno de los meses… ¡y a cada uno de los días! Bueno, pues éxito, ocurrencia o imaginación, el caso es que el 25 octubre de 1793, los 12 meses y los 366 días (también los bisiestos tenían sus derechos), estaban nombrados, siendo oficiales con otro decreto del 24 de noviembre (de antes).

Los doce meses tomaron sus nombres, venía a entenderse, del carácter propio del mes, en Francia, claro. Y así, se tuvo: vendimiario, brumario, frimario, nivoso, pluvioso, ventoso, germinal, floreal, pradial, mesidor, termidor y fructidor.

Sobre el nombre de los días, hago gracia a los lectores y no los relaciono. De hecho, “no hay constancia de que alguien tuviera éxito memorizándolos todos”. No obstante acabaron siendo llamados de un modo tan sencillo como matemático: según el orden, es decir, primedi, duodi, tridi,… y así hasta decadi.

Los que tuvieron más aceptación fueron los “días complementarios” o “sanculotides”, ya que, además de ser menos, eran fiestas oficiales. Así, tuvieron su Fiesta de la Virtud, del Genio o Talento, del Trabajo, de la Opinión y de las Recompensas; y cada cuatro años, de la Revolución.

Sin embargo, los nombres de los días corrientes tenían su aquél, pues no dejaban de ser una muestra de la vida rural de la Francia de finales del XVIII. Los nombres tenían una estructura, de modo que los quintidis eran nombres de animales; los decadis, herramientas de la granja; y el resto, plantas en general, o minerales. Hubo ardientes revolucionarios que pusieron a sus hijos el nombre del día, aunque ignoro si algún nacido el 15 de vendimiario acabó siendo llamado Asno.

No creo que fuera culpa del calendario, pero el caso es que varios de los que intervinieron en su confección, perdieron la cabeza por la doncella de hierro, aunque Lagrange consiguió salvarse.

Al final, en septiembre de 1805, con trece años de vida del calendario revolucionario, otra comisión, nombrada ésta por Napoleón, y con otro insigne científico en ella, Pierre Simon Laplace, decidió que ya estaba bien, y, primero, restableció el domingo, y luego, cuando en el resto de Europa occidental empezó el año 1806, en Francia, también.

Esta aventura totalitaria acabó, como hemos dicho, con Napoleón, quien curiosamente, fue el protagonista de la fecha más famosa de todo el calendario revolucionario: el 18 de brumario (año VIII), fecha en la que se fraguó el golpe de estado que llevó a Napoleón a la dignidad de Cónsul, y de ésta, a la Historia.

Y todo esto, simplemente, porque ese 18 de brumario, en España, era un tranquilo 9 de noviembre de 1799. Hace, pues, 212 años, y Napoleón es Historia, así como la Revolución, el Terror, el Totalitarismo,… ¿o no?

Créditos:
Extractos (traducción libre del autor) del capítulo XX The French Republican Calendar, e imagen de un reloj decimal y tradicional, tomados de la obra de E.G. Richards, Mapping Time. The Calendar and its History, según edición de 2005 de Oxford University Press.