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domingo, 2 de marzo de 2014

En horas temerosas y difíciles

A este  mensaje paternal queremos añadir un deseo y una invitación de paz. De aquella paz, decimos, que Nuestro predecesor, de piadosa memoria, aconsejaba con tanta insistencia a los hombres, e invocaba con tan ardientes oraciones, y por la cual, espontáneamente ofreció a Dios su vida. De aquella paz, don sublime del cielo, deseada por todas las almas bien formadas, paz que es fruto de la caridad y la justicia. Exhortamos a todos a la paz de la conciencia, tranquila en el amor de Dios; a la paz de las familias, unidas y en armonía, por amor de Cristo; a la paz entre las naciones, que une a las gentes en el auxilio mutuo y fraternal; a la restauración, en fin, de tal concordia entre las naciones, que todos los pueblos, por mutua comprensión, amistad y auxilio, contribuyan al progreso y felicidad de la gran familia humana, bajo la guarda y protección de la Divina Providencia.
En estas horas temerosas y difíciles, cuando tantas dificultades parecen levantarse contra esa paz -la aspiración más profunda de los corazones- Nos elevamos al Señor oraciones especiales por todos aquellos que presiden el gobierno de la cosa pública, y a quienes pertenece el honor y la responsabilidad gravísima de guiar a los pueblos por el camino de la prosperidad y del progreso.
He aquí, señores Cardenales muy amados, he aquí, Venerables Hermanos, he aquí, queridos Hijos, el primer voto que surge de Nuestro ánimo de padre, y que Dios suscitó en Nuestro corazón. Con Nuestros ojos, sí, observamos los gravísimos males con que luchan los hombres y que Nos, aunque inermes, tenemos que remediar, con la confianza puesta en el auxilio de Dios Todopoderoso.

Hoy se cumplen 138 años del nacimiento de Eugenio Maria Giuseppe Giovanni Pacelli, y los 75 años de su elección como Papa de la Iglesia, adoptando el nombre de Pío XII.

Y hoy, como en aquellos días de 1939, vientos de guerra soplan sobre Europa y el Mundo. Esperemos que, en esta ocasión, sí se haga buen uso de la “responsabilidad gravísima” de los dirigentes de las naciones.

Créditos:
Extracto del primer Mensaje de Paz al Mundo, pronunciado por S.S. Pío XII, en la Capilla Sextina, el 3 de marzo de 1939, según traducción de Zoé de Godoy, tomado de la recopilación de mensajes, homilías y discursos manifestados por S.S. Pío XII sobre los Problemas de la guerra y la paz, publicado por Editorial Surco, en noviembre de 1944 (pp. 3-4), de la biblioteca del autor.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Una leonina y grande Piedra

León había nacido en Toscana, pero había venido muy pronto a la Ciudad Eterna, a la cual llamaba «mi patria». Por su ascendencia y por su educación, era un verdadero Romano, de aquella raza que había sido tan fuerte bajo la República y en el siglo de oro del Imperio. Agregado muy joven al clero romano, había alcanzado muy pronto en él una gran autoridad por sus virtudes, su inteligencia y su carácter. Cuando todavía era un simple acólito, había sido encargado por Sixto, el futuro Papa, de una misión de confianza cerca de San Agustín. (…) Como consejero de Celestino II y de Sixto III fue luego encargado en varias ocasiones de misiones diplomáticas y religiosas. Cumplía una, muy delicada, en las Galias, cuando murió el Papa. El prestigio de León era tan grande que los fieles romanos lo eligieron, ausente. Fue consagrado a su regreso, el 29 de septiembre de 440. Tenía entonces entre cuarenta y cincuenta años.
La situación, de todos modos, era grave. En Occidente, Valentiniano III, menguado adolescente de veinte años, sólo tenía fuerzas para sus placeres, (…). En Oriente, Teodosio II el Calígrafo, bajo la influencia del gran chambelán Crisaro, se había convertido en protector de los herejes. ¡Qué vigorosa aparecía la figura de León ante aquellos turbios personajes! Tenía una idea elevadísima de la misión que le incumbía en adelante. «¡El bienaventurado Pedro, exclamaba, persevera en la solidez de piedra que recibió; y no abandonará nunca el gobierno de esa Iglesia que se puso en su mano!» Tenía conciencia de que proseguía la obra del Príncipe de los Apóstoles: y no había de fracasar en ella.
San León se nos aparece, pues, bajo el aspecto de un jefe. Claro, preciso, metódico, fue uno de esos cerebros que ordenan, instintivamente, las gestiones más complejas y hallan su solución práctica. Su carácter era sólido, inquebrantable. Los acontecimientos hostiles no hacían mella en él; cuando todo caminaba hacia el desastre, se mantenía firme y su maravillosa serenidad apaciguaba las inquietudes que le rodeaban. Fue también un alma generosa, siempre abierta, impregnada de la caridad de Cristo; y aunque dominó las desdichas de su época, no se le debe creer insensible a ellas. Y todos aquellos méritos, de los cuales tuvo una exacta conciencia, porque sabía a qué alto designio los consagraba, reposaron sobre un fondo de humildad, aumentado por la conciencia que tenía de su misión. «¡No juzguéis de la herencia por la indignidad del heredero!», murmuraba, y esa frase lo resume. Es la fe, la conducta de un verdadero cristiano.
Un hombre semejante estaba predestinado para consolidar la Iglesia en aquella época crítica. (…) Frente al Imperio en trance de disgregación, opuso «Roma, Sede Sagrada del bienaventurado Pedro, merced al cual ha llegado a convertise en la Reina del Universo». (…)
Su papel en la Iglesia fue inmenso. Quiso que no se le escapase nada de cuanto se refería a los sagrados intereses que tenía a su cargo. En Roma, era muy accesible y se le veía salir a menudo de su palacio de Letrán para ocuparse de las calamidades públicas, hacer reedificar las ruinas, emprender excavaciones en las Catacumbas y distribuir trigo en las horas de hambre. En Italia (lo demuestra su correspondencia), se ocupó de mil cosas: de las condiciones que había que exigir a los candidatos al Episcopado, de la administración de los bienes eclesiásticos, de la fecha del Bautismo, de las relaciones con los Bárbaros. Hizo sentir su influencia incluso en las provincias lejanas, y no toleró que se transigiera con la tradición, con los principios o con su autoridad. (…) Luchó infatigablemente contra los herejes de toda índole: el Pelagianismo, el Maniqueísmo y el Priscilianismo le hallaron igualmente firme e igualmente decidido «a sacar a las almas del abismo del error». No hubo ninguna cuestión, grave o mínima, que interesase a la Igleisa, que él no examinase, y a la cual no tratase de imponer una solución. Con esa acción incesante y universal, San León aseguró para siempre la idea del primado de la Sede Apostólica y fue, según Batiffol, el organizador del Papado histórico. «Roma –leemos en carta dirigida por él en 10 de agosto de 496 [se trata de una errata, tal vez 456] a unos Obispos de África–, Roma da soluciones a los casos que se le someten; estas soluciones son sentencias y Roma, para el porvenir, establece sanciones». ¡Qué lenguaje! Era la primera vez que se oía tan alto en la Historia cristina.
(…) Más doctor que teólogo, San León contribuyó a ensanchar en muchas direcciones el campo del pensamiento Cristiano. Todavía se releen hoy con gusto, al menos en parte, sus sermones, tan dignos y de un nivel muy accesible. (…) Su obra escrita, aunque carece de bases filosóficas e incluso de cultura –no sabía el griego–, impresiona por el gusto que revela de las fórmulas netas y precisas, tan alejado como sea posible estarlo de las disertaciones «bizantinas».(…)
Así fue aquel hombre, aquel hombre de Dios. Por su sola presencia, por la confianza absoluta que manifestaba toda su vida en la perennidad de la Iglesia y su acción salvadora, fue verdaderamente la encarnación de la esperanza en una época en que toda ilusión desfallecía. Aunque la antigua Roma tuviera que desaparecer (¿lo sospechó acaso Saan León?), la Roma de los Apóstoles y de los Mártires estaba construida sobre una piedra que nada haría vacilar jamás. Esta convicción fue la que le dio el valor necesario para ir él, inerme sacerdote, a afrontar a Atila, y el prestigio suficiente para obtener de él la retirada de sus tropas. (…)
El 10 de noviembre de 461, murió aquel gran Papa. Se le depositó en el atrio de la basílica de San Pedro desde donde había de continuar, como dijo el epitafio redactado en 688 por el Papa Sergio I, «velando para que el lobo, siempre al acecho, no saquee el rebaño». Se ha dicho de él que fue el Papa del Viejo Mundo, y ello es cierto en el sentido de que fue el testigo más lúcido del drama en el que se desplomaba aquella sociedad. Pero, sobre todo, fue el Papa de la salvaguardia, cuya energía y cuya fe salvaron lo que podía ser salvado y prepararon a la Iglesia para el esfuerzo del mañana.

Y es que, en efecto, menos de quince años después, era derrocado Rómulo Augústulo, último emperador romano de Occidente, con el resultado, claramente visible en pocos años de que “ya no había Occidente, ni Europa, ni unidad romana, y un mosaico de Estados Bárbaros había sucedido al Imperium.
Sin embargo, persistió un principio de unidad, que fue siempre el mismo: la Iglesia, el Cristianismo, al cual se le veía trabajar por todas partes, resistir a los Visigodos [entonces arrianos] con el Obispo Sidonio Apolinar, arrostrar a los feroces Vándalos en África, y continuar la conquista de las almas, la formación de los hombres, la dirección y la administración; la Iglesia que, encarnada en sus Papas, continuaba la obra de León el Grande.

Créditos:
Extractos de los apartados San León el Grande y el Papado y El fin del Occidente Romano, del capítulo II El huracán de los Bárbaros y los diques de la Iglesia, en el Tomo III La Iglesia de los tiempos bárbaros, de la obra de Daniel Rops, Historia de la Iglesia de Cristo, tomado de la edición especial realizada para Círculo de Amigos de la Historia, en 1970 (pp. 75-78 y 79), de la biblioteca del padre del autor.
Fotografía de la estatua de San Pedro sedente (atribuida a Arnolfo di Cambio), en el interior de la Basílica de San Pedro, en el Vaticano, de septiembre de 2011, del autor.

sábado, 29 de junio de 2013

Et ceciderunt catenae

Cuando ya Herodes le iba a presentar, aquella misma noche estaba Pedro durmiendo entre dos soldados, atado con dos cadenas; también unos centinelas ante la puerta custodiaban la cárcel. De pronto se presentó el ángel del Señor y la celda se llenó de luz. El ángel golpeó a Pedro en el costado, le despertó y le dijo: «Levántate aprisa.» Y cayeron las cadenas de sus manos. Le dijo el ángel: «Cíñete y cálzate las sandalias.» Así lo hizo. Añadió: «Ponte el manto y sígueme.» Salió y se disponía a seguirle. No acababa de darse cuenta de que era real cuanto hacía el ángel, sino que se figuraba ver una visión. Habiendo atravesado la primera y la segunda guardia, llegaron a la puerta y hierro que daba a la ciudad. Ésta se les abrió por sí misma. Salieron y recorrieron una calle. Y de pronto el ángel se apartó de él. Pedro volvió en sí y dijo: «Ahora me doy cuenta realmente de que el Señor ha enviado su ángel y me ha librado de las manos de Herodes y de todo lo que esperaba el pueblo de los judíos.»

Una lectura que se puede hacer de este episodio es que, como San Pedro, sus sucesores, es decir, los Papas, no pueden permanecer encadenados, sino en libertad para proclamar la Palabra de Dios.

La otra lectura, conociendo la Historia, es que ello no quita que el Papa sufra (como hizo San Pedro) martirio por ello, y por Ella llegue a morir.

Créditos:
Fotografía de San Pedro liberado por un ángel, óleo sobre lienzo, obra de Vicente Inglés, en la Catedral de Valencia, en octubre de 2012, del autor.
Extracto de los Hechos de los Apóstoles (12, 6-11), tomado de la Nueva Biblia de Jerusalén, revisada y aumentada, editada en 1998 por Desclée De Brouwer.
El título de la anotación es un fragmento del versículo 7, del mismo capítulo 12 Actus Apostolorum, tomado de la Biblia Vulgata, en edición de Colunga-Turrado, publicada por Biblioteca de Autores Cristianos (duodécima edición, de 2005).

domingo, 23 de junio de 2013

103… días

Hoy se cumplen, según la forma tradicional de contar de la Biblia, 103 días del Papa Francisco.

Una de las cosas que más me ha llamado la atención en estos días, es ver cómo se insiste en ciertos ambientes en que se trata de un Papa, al contrario que los anteriores (en concreto, que los dos inmediatos anteriores), cercano a la gente y alejado del dogma (“actitudes de pastor más que de definidor dogmático”, en La revolución de la bondad, de Pedro Miguel Lamet).


Y es que parece que hay quien entiende la Doctrina desde una cosmovisión marxista (la de los hermanos, aunque también la otra), y se resuelven las cosas cortando lo que resulta molesto.

«Those are my principles, and if you don't like them... well, I have others.»

La ironía del asunto es que esta frase… no es marxista.

Créditos:
Fotograma de la película Una noche en la ópera, dirigida por Sam Wood e interpretada por los Hermanos Marx; en concreto, de la famosa escena de las partes contratantes entre Fiorello (a la izquierda) y Otis B. Driftwood (a la derecha), tomada de la videoteca del autor, y ligeramente retocada por mi hija.

lunes, 18 de febrero de 2013

No juzguéis…

ÁNGEL: Tú, Pedro de Morone, fuiste el solo Vicario de Cristo que renunció a su elevado y santo oficio. Dijeron, algunos, que por vileza; otros, que por el peso de la mucha vejez; hasta se dijo que habías traicionado al Espíritu Santo y a todos aquellos que te habían saludado como al esperado «papa angélico». Habla, pues, y haz enmudecer a tus acusadores.
CELESTINO V: Puesto que Nuestro Señor me concede la gracia admirable de hablar por última vez de nuestras vicisitudes terrenas, después de tantos siglos de silencio, diré para comenzar que ningún mortal ha comprendido o adivinado las verdaderas razones de mi renuncia al pontificado Y por esto perdoné de corazón desde aquellos días, a todos mis denigradores, porque en verdad, quisieron juzgar antes de oír y oír no podían, ignorando el secreto que no quise confiar a ningún viviente.
No renuncié a la tiara por vileza. Cuando fui elegido a la cátedra de San Pedro contaba más de ochenta años y no podía temer ni la prisión ni la muerte. La prisión no, porque estaba avezado a la vida cenobítica y a la eremítica, que son poco distintas de la cárcel, y a entrambas las amaba. La muerte tampoco, porque estaba ya próxima, o más bien, inminente, por el término natural asignado al hombre y habiendo vivido siempre alejado del pecado, y en presencia de Dios, no sólo no me inspiraba terror, sino que era deseado por mí como liberación y premio.
Por otra parte, la vejez, aunque grave, no me hubiera quitado de cumplir mi oficio si, como pensaba, hubiera sido entera y solamente espiritual.
Dios envía las fuerzas necesarias a los que escoge y protege. Y es necio el que habla de una traición al Espíritu Santo, que me había designado como Vicario del Redentor. Porque renuncié precisamente para permanecer fiel al Espíritu Santo y a mi íntima vocación.
Había vivido casi siempre en soledad, desde la adolescencia, entre la altura de las montañas y el pensamiento, la mirada, la presencia de Dios. Cuando fui arrancado de mi eremitorio para convertirme en Papa creí sinceramente que mi misión  sería la misma que Cristo había enseñado a sus Apóstoles, la de convertir, enseñar y consolar a las almas. No fue pequeño mi estupor cuando me encontré con el laberinto y la hediondez de la Curia pontificia.
Cristo había dicho a Pedro: Apacienta a mis corderos. Yo me encontré, por el contrario, en medio de una turba de lobos rapaces, de zorros maliciosos, de leones amenazadores, de ovejas enfierecidas, de urracas mentirosas y vanas. Comprendí, al instante, que un Papa tenía por fuerza que obrar con destreza entre las fuerzas de los poderosos, la estulticia de los pueblos, la discordia de los próximos y la astucia de los consejeros y ejecutores.
(…)
Se dirá que hubiera debido reformar todo, cambiar todo, volver todo a la pobreza evangélica anhelada por los Espirituales. Esto también podía pensarlo yo mientras fui Pedro Morone, pero ya no lo pensé cuando fui Celestino V. La multiplicación de los cristianos en todas las tierras del mundo ha hecho que la Iglesia se convirtiese en una inmensa sociedad humana obligada a vivir y a moverse en medio de aquellas sociedades humanas que son los partidos, las ciudades, las repúblicas, los imperios. Esta sociedad, como todas las demás, es gobernada, y quien dice gobierno dice ley, disciplina, administración, dinero, cargos, oficios., nombramientos, relaciones con otros Gobiernos y, por consecuencia, rivalidades, concesiones, choques, guerras de palabras o de hierro, intereses creados, tentaciones y corrupciones. Son males, pero necesariamente ligados a la existencia de toda reunión de hombres, de toda iglesia, aunque sea la Iglesia fundada por Cristo. Abolir la gran máquina que mueve y rige la actividad temporal de la Iglesia no podía ni quería, pues hubiese sido daño gravísimo para todos los fieles y para sus pastores. El alma de la Iglesia es el Espíritu Santo, pero su cuerpo está formado de hombres y los hombres tienen necesidad de ser administrados y gobernados. Por otra parte, yo era un hombre de oración y no de gobierno, era un meditador y no un legista, un contemplativo y no un soberano. No era justo ni posible destruir la Curia, pero no era honesto ni posible, por mi parte, continuar siendo cabeza de ella.
No renuncié, pues, al Pontificado por las intromisiones del rey Carlos o por las malas artes del cardenal Caetani, sino por mi clara voluntad, inspirada por motivos puramente espirituales. Admiro y compadezco a los que por amor a la Iglesia se encargan de gobernar en medio de tantos obstáculos, sacrificios y compromisos, pero no podía traicionar mi pasado y mi sueño. Yo, asceta, orante y predicador, no podía hacerme, no quería hacerme el príncipe de una gran empresa política. Renunciar después de sólo cinco meses, al elevadísimo honor del Papado, el más glorioso que pudiera darse, entonces, a un hijo de mujer, no fue, en verdad, vileza, sino valor; no señal de temor, sino de honrada fortaleza. Si el Altísimo en su sabiduría inescrutable me juzgase culpable, desde ahora apelo a su justicia y a su misericordia.

Hace una semana empezó a hablarse de nuevo de Celestino V (San Pedro Celestino), a quien teníamos todos muy olvidado, por no decir, completamente ignorado.

Quien quiera, puede establecer paralelismos, pero conviene que sepa que, siguiendo a Euclides, no conseguirá llegar a ningún punto concreto (bueno, allá en el infinito, es decir, nunca); y siendo no euclidiano, el que no se llegue a ningún punto, tampoco quiere decir que haya paralelismos.

Créditos:
Extracto del momento dedicado a Celestino V, tomado de la obra Juicio Universal, de Giovanni Papini, según traducción de Isidoro Martín, en la primera edición, de junio de 1981, realizada por Plaza&Janés en su colección Varia (pp.209-212).