lunes, 18 de febrero de 2013

No juzguéis…

ÁNGEL: Tú, Pedro de Morone, fuiste el solo Vicario de Cristo que renunció a su elevado y santo oficio. Dijeron, algunos, que por vileza; otros, que por el peso de la mucha vejez; hasta se dijo que habías traicionado al Espíritu Santo y a todos aquellos que te habían saludado como al esperado «papa angélico». Habla, pues, y haz enmudecer a tus acusadores.
CELESTINO V: Puesto que Nuestro Señor me concede la gracia admirable de hablar por última vez de nuestras vicisitudes terrenas, después de tantos siglos de silencio, diré para comenzar que ningún mortal ha comprendido o adivinado las verdaderas razones de mi renuncia al pontificado Y por esto perdoné de corazón desde aquellos días, a todos mis denigradores, porque en verdad, quisieron juzgar antes de oír y oír no podían, ignorando el secreto que no quise confiar a ningún viviente.
No renuncié a la tiara por vileza. Cuando fui elegido a la cátedra de San Pedro contaba más de ochenta años y no podía temer ni la prisión ni la muerte. La prisión no, porque estaba avezado a la vida cenobítica y a la eremítica, que son poco distintas de la cárcel, y a entrambas las amaba. La muerte tampoco, porque estaba ya próxima, o más bien, inminente, por el término natural asignado al hombre y habiendo vivido siempre alejado del pecado, y en presencia de Dios, no sólo no me inspiraba terror, sino que era deseado por mí como liberación y premio.
Por otra parte, la vejez, aunque grave, no me hubiera quitado de cumplir mi oficio si, como pensaba, hubiera sido entera y solamente espiritual.
Dios envía las fuerzas necesarias a los que escoge y protege. Y es necio el que habla de una traición al Espíritu Santo, que me había designado como Vicario del Redentor. Porque renuncié precisamente para permanecer fiel al Espíritu Santo y a mi íntima vocación.
Había vivido casi siempre en soledad, desde la adolescencia, entre la altura de las montañas y el pensamiento, la mirada, la presencia de Dios. Cuando fui arrancado de mi eremitorio para convertirme en Papa creí sinceramente que mi misión  sería la misma que Cristo había enseñado a sus Apóstoles, la de convertir, enseñar y consolar a las almas. No fue pequeño mi estupor cuando me encontré con el laberinto y la hediondez de la Curia pontificia.
Cristo había dicho a Pedro: Apacienta a mis corderos. Yo me encontré, por el contrario, en medio de una turba de lobos rapaces, de zorros maliciosos, de leones amenazadores, de ovejas enfierecidas, de urracas mentirosas y vanas. Comprendí, al instante, que un Papa tenía por fuerza que obrar con destreza entre las fuerzas de los poderosos, la estulticia de los pueblos, la discordia de los próximos y la astucia de los consejeros y ejecutores.
(…)
Se dirá que hubiera debido reformar todo, cambiar todo, volver todo a la pobreza evangélica anhelada por los Espirituales. Esto también podía pensarlo yo mientras fui Pedro Morone, pero ya no lo pensé cuando fui Celestino V. La multiplicación de los cristianos en todas las tierras del mundo ha hecho que la Iglesia se convirtiese en una inmensa sociedad humana obligada a vivir y a moverse en medio de aquellas sociedades humanas que son los partidos, las ciudades, las repúblicas, los imperios. Esta sociedad, como todas las demás, es gobernada, y quien dice gobierno dice ley, disciplina, administración, dinero, cargos, oficios., nombramientos, relaciones con otros Gobiernos y, por consecuencia, rivalidades, concesiones, choques, guerras de palabras o de hierro, intereses creados, tentaciones y corrupciones. Son males, pero necesariamente ligados a la existencia de toda reunión de hombres, de toda iglesia, aunque sea la Iglesia fundada por Cristo. Abolir la gran máquina que mueve y rige la actividad temporal de la Iglesia no podía ni quería, pues hubiese sido daño gravísimo para todos los fieles y para sus pastores. El alma de la Iglesia es el Espíritu Santo, pero su cuerpo está formado de hombres y los hombres tienen necesidad de ser administrados y gobernados. Por otra parte, yo era un hombre de oración y no de gobierno, era un meditador y no un legista, un contemplativo y no un soberano. No era justo ni posible destruir la Curia, pero no era honesto ni posible, por mi parte, continuar siendo cabeza de ella.
No renuncié, pues, al Pontificado por las intromisiones del rey Carlos o por las malas artes del cardenal Caetani, sino por mi clara voluntad, inspirada por motivos puramente espirituales. Admiro y compadezco a los que por amor a la Iglesia se encargan de gobernar en medio de tantos obstáculos, sacrificios y compromisos, pero no podía traicionar mi pasado y mi sueño. Yo, asceta, orante y predicador, no podía hacerme, no quería hacerme el príncipe de una gran empresa política. Renunciar después de sólo cinco meses, al elevadísimo honor del Papado, el más glorioso que pudiera darse, entonces, a un hijo de mujer, no fue, en verdad, vileza, sino valor; no señal de temor, sino de honrada fortaleza. Si el Altísimo en su sabiduría inescrutable me juzgase culpable, desde ahora apelo a su justicia y a su misericordia.

Hace una semana empezó a hablarse de nuevo de Celestino V (San Pedro Celestino), a quien teníamos todos muy olvidado, por no decir, completamente ignorado.

Quien quiera, puede establecer paralelismos, pero conviene que sepa que, siguiendo a Euclides, no conseguirá llegar a ningún punto concreto (bueno, allá en el infinito, es decir, nunca); y siendo no euclidiano, el que no se llegue a ningún punto, tampoco quiere decir que haya paralelismos.

Créditos:
Extracto del momento dedicado a Celestino V, tomado de la obra Juicio Universal, de Giovanni Papini, según traducción de Isidoro Martín, en la primera edición, de junio de 1981, realizada por Plaza&Janés en su colección Varia (pp.209-212).

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