Mostrando entradas con la etiqueta Trafalgar. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Trafalgar. Mostrar todas las entradas

lunes, 21 de octubre de 2013

Deber el deber

A ball fired from her mizentop [del buque francés Redoutable], which, in the then situation of the two vessels, was not more than fifteen yards from that part of the deck where he [Almirante Horacio Nelson] was standing, struck the epaulette on his left shoulder, about a quarter after one, just in the heat of action. He fell upon his face, on the spot which was covered with his poor secretary's blood. Hardy, who was a few steps from him, turning round, saw three men raising him up.–«They have done for me at last, Hardy!» said he.–«I hope not!» cried Hardy.–«Yes!» he replied; «my back-bone is shot through.»


Presently, calling Hardy back, he said to him in a low voice, «Don’t throw me overboard:» and he desired that he might be buried by his parents, unless it should please the king to order otherwise. Then reverting to private feelings: «Take care of my dear Lady Hamilton, Hardy: take care of poor Lady Hamilton. –Kiss me, Hardy.» said he. Hardy knelt down and kissed his cheek: and Nelson said, «Now I am satisfied. Thank God, I have done my duty.» Hardy stood over him in silence for a moment or two, then knelt again, and kissed his forehead. «Who is that?» said Nelson; and being informed, he replied, «God bless you, Hardy.» And Hardy then left him–for ever.
(...) He said to the chaplain: «Doctor, I have not been a great sinner:» and after a short pause, «Remember that I leave Lady Hamilton, and my daughter Horatia, as a legacy to my country.» His articulation now became difficult; but he was distinctly heard to say, «Thank God, I have done my duty!» These words he repeatedly pronounced; and they were the last words which he uttered. He expired at thirty minutes after four,–three hours and a quarter after he had received his wound.

En los libros de historia suelen quedar reflejados los nombres, actos y palabras de pocas personas, y de menos aún, como es el caso de Nelson, se prodigan biografías. Los demás, sin los que los hechos históricos no hubieran tenido lugar, quedan, en el mejor de los casos, en los archivos, y, con más suerte aún, hasta pueden ser identificados.

Con nombre conocido o sencillamente anónimos, una gran mayoría, especialmente de éstos últimos, «cumplieron su deber».

Por eso, resulta más impresionante el balance realizado por el entonces Mayor General de la Armada don Antonio de Escaño y García de Cáceres, segundo jefe de la escuadra española en la “acción del día 21 de octubre”, de los muertos y heridos habidos en los quince buques españoles.

En tres de ellos (el San Agustín, el San Juan [Nepomuceno] y el Argonauta) el balance es, lacónicamente, un “se ignora”.

Poco más de dos siglos después, lamentablemente, también podemos decir que “se ignora” cuántos de los que pueden, de momento, figurar en futuros libros de historia, están «cumpliendo su deber».

Créditos:
Extractos del capítulo IX (que figura en el segundo volumen) de The life of Nelson, obra de Robert Southey, tomados de la segunda edición realizada en Londres, por John Murray, en 1814 (pp. 262-263, 267-269), de la biblioteca del autor.
Fotografía de Combate de Trafalgar, óleo sobre lienzo de 1870 de Rafael Monleón y Torres, en el Museo Naval, en Madrid, en octubre de 2013, del autor.
Fotografía de la Noticia en guarismo de los muertos y heridos que ha tenido cada buque en la acción del 21 de octubre, según las que se han podido adquirir, manuscrita y firmada, en Cádiz el 5 de noviembre de 1805, por don Antonio de Escaño, en el Museo Naval, en Madrid, en octubre de 2013, del autor.

martes, 1 de noviembre de 2011

Quien busca, algo encuentra

Una de las prestaciones que ofrece Blogger es cómo llega la gente a las páginas de un blog.

Hace unos días comenté entre amigos, que me había llamado la atención, sobre este particular, que en varias ocasiones el origen era la búsqueda en Google con las palabras “Santísima Trinidad”, y decía que era extraño que con tan pocas palabras alguien hubiera tenido la paciencia de buscar hasta la página tropecientos, en la que saldría la referencia a este blog.

Hoy he visto que nuevamente ha sido visitado este diario con el mismo motivo, aunque la búsqueda era más precisa: “Santísima Trinidad navío” (aunque sin tildes).

Y, comprobándolo, he visto que el resultado obtenido podría haber sido la imagen de la bandera de España que ondeaba en el navío Santísima Trinidad durante el combate de Trafalgar, imagen que forma parte de la anotación No es cuestión de trapos, de hace dos años.


Esta referencia aparecía en la quinta página de resultados, es decir, aún puede encontrarse… que es lo que parece haber sucedido.

Pues nada. Espero que, a quien fuera, le resultara interesante y útil.

Créditos:
Imagen de la maqueta del navío Santísima Trinidad, mandada realizar por el Marqués de la Ensenada en el siglo XVIII, tomada del primer fascículo de una colección de kiosco de hace cuatro años.

viernes, 21 de octubre de 2011

206 años después… seguimos igual

No es justo cargar sólo a temas económicos y políticos todos los males acaecidos a la Armada española desde la llegada al Trono de la Casa de Borbón. Los desastres navales que se prodigan a partir de 1700 no fueron producto del azar. (…)
Y es que existen unos factores que han jugado un papel fundamental en este asunto, y que nos han llevado a adoptar posturas defensivas chocantes con las actitudes anteriores al advenimiento a la Casa de Borbón, que siempre fueron de total agresividad.
(…)
Las primeras Ordenanzas borbónicas que tuvo la Real Armada fueron las tan celebradas de Patiño. El gran Intendente las firmó en Cádiz en junio de 1717. (…)
Patiño, indudablemente, nos legó un código militar con la perdurabilidad de principios que debe caracterizarlo, pero sin el espíritu agresivo que tenían, por ejemplo, las Ordenanzas del Almirante de Aragón, Cabrera, que después de regresar de vencer a todo el Mediterráneo del siglo XIV –y traducida al inglés– fue adoptada en la Marina de Jacobo II cuatro siglos más tarde.
Decía Cabrera: que un "Capitán de Galera aragonesa atacará a dos enemigos; dos a tres; tres a cinco…" Aquí hay más que un artículo de una Ordenanza; hay un espíritu agresivo que hemos perdido en nuestra Marina. De este espíritu no hay nada en Patiño, sólo organización rudimentaria copiada de Colbert. El nuevo credo de Patiño fue un virus afrancesado que se introdujo en las sucesivas Ordenanzas. (…)
Y esta falta de actividad ofensiva fue creadora de un mal ambiente, nacido de la postración y poco adiestramiento por carencia de navegar. Decía Escaño: "práctica y más práctica de mar es lo que necesita el oficial de Marina"; pero en la Marina española del siglo XVIII se navegaba muy poco. Esta falta de estar en la mar y normalmente en época de guerra sufriendo bloqueos, provocó en multitud de ocasiones falta de instrucción y adiestramiento tanto de los oficiales como de las tripulaciones de nuestros buques de guerra, que es como decir que iban sin tener preparación para combatir.
Muchas más cosas se derivaron de esta falta de agresividad, de la que sobresale la poca moral y falta de confianza de los mandos y dotaciones, al saberse vencidos de antemano. (…)
Estas situaciones concretas están previstas en sendos artículos de nuestras Ordenanzas, que como otros muchos, fomentaron y crearon una mentalidad defensiva, que fue lo mismo que no llevar la iniciativa.
Lo grave ha sido que ese espíritu defensivo ha perdurado hasta nuestros días, salvo en contadas ocasiones en que resurgió la agresividad. Ejemplos claros los tenemos con las actitudes ofensivas llevadas a cabo por la Escuadra del Pacífico (1862-1866) y, recientemente entre 1936-39 por la Flota Nacional, donde ambas Flotas llevaron la iniciativa y, por tanto tuvieron todas las ventajas tácticas y estratégicas que se derivan de ella.
Hay que reconocer, por tanto, que desde el momento en que se inicia la Campaña naval de 1805, la Armada española juega con desventaja manifiesta respecto a los enemigos, al adoptar actitudes defensivas que indefectiblemente conducen al fracaso en bastantes coyunturas y, al final en Trafalgar ocurrió lo previsto.


No deja de llamar la atención que el aniversario del combate de Trafalgar, y esta visión sobre él, destacando el ambiente general de falta de agresividad ante el enemigo, y un mal ambiente y “poca moral y falta de confianza de mandos y dotaciones” en quienes tiene que combatirlo, derivado todo ello de decisiones políticas de Gobierno, coincida en esta ocasión con un ‘más de lo mismo’ en relación con la ETA.

Es decir, se “juega con desventaja manifiesta respecto a los enemigos, al adoptar actitudes defensivas que indefectiblemente conducen al fracaso”.

Créditos:
Extracto del Capítulo I Consideraciones preliminares, de la obra La razón de Trafalgar. La campaña naval de 1805. Un análisis crítico, de Hermenegildo Franco Castañón, Capitán de Navío, publicada por AF Editores en 2005 (pp. 26-31
Imagen del Combate de Trafalgar. Vista de la acción entre el «Santa Ana» y el «Royal Sovereign», óleo de Ángel Cortellini Sánchez existente en el Museo Naval de Madrid, tomada de la referida obra.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

No es cuestión de trapos

El oficial no responde. Sigue atento al palo, como echando allí algo de menos.
–La bandera –dice de pronto.
Marrajo mira hacia arriba igual que los otros, desconcertado, hasta que comprende. La andanada casacona ha cortado la driza de la bandera, izada en el palo mayor al caer el de mesana. Ahora el trapo rojigualda cuelga sobre los destrozados cabilleros del propao, en cubierta.
–Un cuarto de hora más –murmura el oficial, como para sí mismo.
El alférez de navío Grandall duda un instante y quiere decir algo, pero lo piensa mejor. Saluda y desaparece bajo la toldilla, de vuelta a su batería. Don Ricardo Maqua se vuelve a mirar fijamente al guardiamarina Falcó, y Marrajo observa cómo el muchacho, que se había puesto pálido bajo la mugre de la cara, enrojece de pronto mientras afirma con la cabeza. No puede ser, piensa el barbateño. No me creo que, por quince cochinos minutos y un pedazo de tela, don Ricardo mande a este chinorri a jugársela de esa manera. Si tantas ganas tiene, que vaya él. O ese otro de una sola charretera. Ellos y todos los que nos metieron aquí. Y además lo manda sin decírselo, espilfarrándose varios pueblos, como si se lavara los dátiles en plan Pilatos. Mala congestión le dé. Que este chico tendrá madre, digo yo. (…)
El caso es que Marrajo todavía está pensando todo eso, a medio camino entre la indignación y el desconcierto, cuando ve al guardiamarina santiguarse y luego apretar los dientes, agachar la cabeza y salir disparado por la cubierta, saltando por encima de los escombros y los destrozos, en dirección al palo mayor. Con más agallas que una tintorera. Y lo que son las cosas chungas de la vida. Acto seguido, sin tiempo a reflexionar, empujado por un impulso extraño que lo estremece de la cabeza a los pies, el propio Marrajo levanta el rostro al cielo y se caga en don Ricardo Maqua y en Dios, por ese orden, en voz alta y clara, y luego sale despendolado detrás del chico, a toda leche, sin saber muy bien por qué. Tal vez porque le conmueve verlo allí solo, corriendo por la cubierta devastada, hacia la puta bandera de colores. (…)
Y así, agazapado al pie del palo, oyendo volar hierro por todas partes, de rodillas sobre la tablazón rota de la cubierta que se estremece a cada nuevo impacto (me van a poner de plomo como al lagarto de Jaén, se dice), Nicolás Marrajo ayuda con dedos nerviosos al joven Falcó en su intento por ayustar la driza. La bandera, observa (nunca había visto una tan de cerca), tiene una corona, un castillo a la izquierda, y a la derecha un león de pie y con un palmo de lengua fuera, el hijoputa. Tan asfixiao como ellos. (…) Antes de que pueda articular una sílaba, el guardiamarina agarra la bandera, se la ata a la cintura, se pone en pie y sube de un salto a la mesa de guarnición, por fuera de la borda destrozada. El jodío. Sin darse cuenta de lo que él mismo hace, Marrajo se incorpora tras el joven para sujetarlo por el faldón de la casaca e impedirle seguir, y en ese momento, descubiertos ambos como liebres en un prado, los tiradores de las cofas del tres puentes inglés, situado a pocas brazas por el través de estribor, se frotan las manos, claro, y empiezan a dispararles mosquetería, crac, crac, pam, pam, pam, y los abejorros de plomo silban por todas partes, chascando contra la regala, en los tablones rotos. Chac, hacen. Chac, chac, chac. Sin achantarse, emperrado en lo suyo, el joven intenta liberar el faldón de la casaca, pone un pie en los flechantes y luego el otro, trepa un poco, y en ésas llega una bala cabrona y le pega en una pierna con un crujido al romper el hueso, crac, hace (Marrajo lo oye partirse como si fuera una rama), y el guardiamarina emite un quejido ahogado antes de soltarse y caer de espaldas mientras Marrajo tira de él desesperadamente, ven aquí, joder, y sólo gracias a tenerlo cogido por el faldón logra atraerlo hasta la cubierta, evitando que se vaya al mar.
Entonces (cosas de la vida) el barbateño se vuelve loco. Pero loco de atar, o sea. Absolutamente majareta. Mientras el chico se arrastra por la cubierta dejando un reguero de sangre y rompiendo como puede tiras de su camisa para hacerse un torniquete en el muslo, Marrajo se inclina sobre él, le quita en dos manotazos la bandera de la cintura, se pone en pie, y encaramándose por los tablones rotos de la regala a la mesa de guarnición, importándole ya todo un huevo, agita el paño a gualdrapazos en dirección al tres puentes inglés. Perroshijosdelagrandísimaputa, aúlla hasta que parece a punto de rompérsele la garganta. Mecagoenvuestrosmuertoscabronesyenlaputaqueosechóalmundo, joder todo ya. Por mis dos huevos. Por tós mis muertos. Por Cristo y la Virgen que lo parió.
–¿Y sabéis lo que os digo?…¿Sabéis lo que os digo, casaconesjodíosporculo?... ¿Queréis saberlo?... ¡¡¡Puesquemevaisachuparelcipoteeeeee!!!
Y luego, ronco de gritar, sordo de sus propias voces, oyendo como un rumor confuso, lejano, los estampidos de los disparos, los cañonazos, el ziaaang, ziaaang de las balas que buscan su cuerpo, Nicolás Marrajo Sánchez, natural de la ensenada de Barbate, provincia de Cádiz, hijo de madre poco clara, sin trabajo ni profesión conocida salvo la de pícaro, contrabandista, rufián y buscavidas, escoria de las Españas, reclutado forzoso por un piquete de leva en la taberna La Gallinita de Cai, se envuelve la bandera roja y amarilla en torno a la cintura, remetiéndosela por la faja, y se pone a trepar como puede por los obenques, tropezando, resbalando en los balanceos y sujetándose de milagro, mientras todos los ingleses del mundo y la perra que los trajo apuntan con sus mosquetes y le disparan, pam, pam, pam , y él sigue trepando y trepando ajeno a todo, entre docenas de plomazos que pasan zumbando, ziaaang, ziaaang, y él sube y sube y requetesube, una mano, un pie, otra mano, otro pie, entecortado el aliento , los pulmones en carne viva, y los ojos desorbitados por el esfuerzo, blasfemando y jiñándose a gritos en cuanto albergan el cielo y la tierra, cagoendiezycagoentodo, sin mirar abajo, ni al mar, ni al paisaje desolador de la batalla, ni al tres puentes inglés cuyos tiradores, poco a poco, sorprendidos sin duda por esa solitaria figura que trepa al palo del barco moribundo con una bandera sujeta a la cintura, van dejando de disparar, y lo observan y hasta algunos empiezan a animarlo con gritos burlones al principio y admirados luego, hasta que el fuego de mosquetería cesa por completo,. Y cuando por fin Marrajo llega a la boca de lobo de la cofa, y allí, las manos temblando, con uñas y dientes, como puede, anuda la bandera y ésta se despliega en la brisa (el puto león con la lengua fuera), desde el navío inglés llega el clamor de los enemigos que lo vitorean.


Extracto de Cabo Trafalgar, novela de Arturo Pérez-Reverte, cuya primera edición, hecha por Alfaguara, es de octubre de 2004.

El navío Santísima Trinidad, un cuatro puentes que armaba 136 cañones, y con ello resultaba ser el mayor buque de línea en mucho tiempo sobre los mares, fue desarbolado, apresado y hundido en el curso de la batalla de Trafalgar. Enarbolaba, naturalmente, la bandera de España, la cual ahora figura como trofeo de la Royal Navy, restaurada en su momento para la conmemoración del segundo centenario de la batalla (según foto tomada del suplemento cultural del diario ABC).

A finales de junio de 2007 fondeó en Valencia el buque-escuela de la Armada Española Juan Sebastián de Elcano, por lo que pudimos visitarlo. Lamento no recordar ahora el motivo por el que la bandera ondeaba a media asta.






Ahora, estos días, no hay duda. Aunque no lo haga,… y en ciertos buques, ni exista.

miércoles, 21 de octubre de 2009

La del 21

Ajeno yo de toda zozobra, iba paseándome por el lindo campo de Chiclana hacia el mediodía del 20 de octubre, cuando un hombre del pueblo, encontrándome, y saludándome con la cortesía entonces usada fuera de poblado, y queriendo entrar conmigo en conversación, cosa no rara en la franqueza española, me preguntó si no iba al altillo de Santa Ana a ver salir la escuadra. Sorprendióme la noticia y puse en duda su certeza, pero se ratificó en su dicho quien me la había dado, afirmando que decía lo que había visto. Corrí entonces, desalado, a la altura y vi el espectáculo bello para considerado en otras circunstancias, pero en aquéllas dolorosísimo para mí y aun para personas menos interesadas en la suerte de aquellos marinos: el mar, poblado de numerosos buques de gran porte, navegando a todo vela, ciñendo el viento, largas las banderas y en ademán de ir a provocar al enemigo.
Volví apresurado a mi casa, di la fatal noticia. Dispuso mi madre que mi tía y yo fuésemos a Cádiz al día siguiente, y así lo ejecutamos. Era el día 21 de octubre de 1805, funesto para España, y para mí en grado sumo.
Emprendí, pues, mi viaje, que fue por tierra, en un calesín a uso de aquel tiempo. Al atravesar el arrecife que va de la isla de León (hoy San Fernando) a Cádiz, descubríamos desde allí la extensión del mar por la parte del Sur, abarcando la vista allí hasta el Estrecho de Gibraltar, y las aguas vecinas del cabo de Trafalgar, que es uno de los extremos en la tierra que le forma, lugar donde entonces mismo estaba dándose la acción de recordación tan funesta, aunque a la par gloriosa. Divisábamos a lo lejos, bien que algo envueltos en nieblas, buques de la armada. La tarde estaba serena, pero no despejado el horizonte; la mar, sin gran movimiento, y el sol, ya declinado, pero todavía distante del ocaso, ni brillaba con toda su luz, ni estaba oculto por nubes. Nos pareció que había humo cerca de los buques; pero a tanta distancia era imposible distinguir qué era humo y qué era niebla.
Llegamos por fin a Cádiz; era por la tarde. Pasé a casa de un amigo, y no bien había entrado, cuando viniendo otro que lo era de ambos, sin reparar en mi presencia, gritó: «Subamos a la torre, porque la de vigía ha hecho señal de
combate a la vista». Inútil era el disimulo, porque yo había oído el terrible anuncio; y así, corrimos todos a la torre, siendo la de la casa en que estábamos una de las más altas y espaciosas entre las muchas que tienen las casas particulares de aquella ciudad, a la cual sirven de especial adorno vista desde lejos.
Las numerosas torres de Cádiz, y hasta las azoteas, desde las cuales algo del mar puede descubrirse, estaban atestadas de gente, de ésta gran parte armada de anteojos de larga vista, instrumento muy común en los gaditanos, para quienes es registrar el mar y las naves que le surcan agradable y constante recreo. Seguía sereno el tiempo, si bien con algunas, pero no claras, señales de cercana borrasca. De las escuadra se veía poco, porque la envolvía, hasta ocultarlas, una espesa nube de humo. Pero en las claras hubo de aparecer algún navío desarbolado, dando indicio de hacer sido recio el combate, pues el viento, hasta entonces manso, y la mar poco o nada picada, no podían haber causado tales averías. De súbito, una vivísima llamarada iluminó el mar próximo al horizonte; vióse entre la luz como la figura de un navío, y desapareciendo al momento la espantosa claridad, un tremendo estampido vino muy en breve a anunciar que un navío se había volado. Aun en los indiferentes, si alguno lo era del todo, hizo grande efecto tal espectáculo, mayor que en los demás en mí, como era natural; y con ello, y con ir oscureciendo, bajamos inquietos o afligidos de la torre.
Cerró la noche, que lo fue de horrosa incertidumbre, y no sólo para los inmediatamente interesados en la suerte de los que iban en la escuadra, sino aun para lo general de las gentes, a quienes movía toda clase de buenos y nobles afectos, entrando en éstos el del patriotismo.
La tarde había sido serena, pero el horizonte estaba cargado de negras nubes y con señales de borrasca. Rompió ésta con furioso ímpetu en el discurso de la noche, bramando a la vez el viento y el mar alterado. Nada podía saberse, pero todo parecía triste y funesto. Fue corto e interrumpido mi sueño, y poco después de amanecer estaba ya levantado. Vestíme y salí a la calle. Era el temporal de los más recios, zumbando el viento con ráfagas terribles y cayendo copiosa lluvia. Al asomar las gentes a ver la furia de la tempestad, descubría la vista cinco navíos de línea españoles, fondeados en lugar muy inseguro por no haberles permitido el temporal tomar bien el puerto, desmantelados en gran parte; en suma, mostrando señales de la dura pelea que en el día inmediatamente anterior habían sustentado. También aparecía uno u otro navío francés. A más distancia, cuando rompía a trechos y por cortos instantes la espesura de las nubes el furioso viento, se divisaban aquí y allí más navíos, de ellos algunos desarbolados, sin vérseles la bandera, luchando con las olas, y no pudiendo saberse ni quiénes eran, ni cuál sería su suerte. No obstante ser peligrosa y aun difícil la comunicación por medio de embarcaciones pequeñas en tan recia marejada, pudo al fin irse a los navíos anclados. Entonces empezaron a divulgarse los pasados sucesos. El combate había sido terrible, tremendo, y grande el destrozo de nuestra escuadra y de la francesa, si bien se afirmaba con poca verdad haber sido mayor el de los ingleses. Aún corría la voz de haber sido nuestra la victoria. Nombrábanse los navíos presentes a la vista, entre los cuales no estaba el
Bahama, ni por lo que pude averiguar, se tenía noticia de su suerte.
Llegónos al cabo la hora de cambiar nuestra incertidumbre por la seguridad de nuestra desventura. Hubo de ser el 30 ó 31 de octubre, esto es, nueve o diez días después del combate, cuando mi hermana de poca edad, que asistía a una academia de niñas, al volver a casa nos dijo que, teniendo por costumbre la directora del establecimiento preguntar a las niñas que tenían parientes cercanos en la escuadra, si de ellos habían recibido noticias, al hacer la pregunta a las hijas del teniente de navío don Roque Buruceta, había recibido por respuesta haberse sabido aquel mismo día de su padre; y como también averiguase en qué navío iba éste embarcado, respondieron que en el
Bahama. No perdimos en enviar a casa del citado oficial a un criado, el cual volvió muy pronto con las fatales nuevas que debían presumirse. La muerte de mi padre, hoy olvidada ¡porque todo se olvida en España!, y también porque los gravísimos sucesos de que poco después fue, ha sido y sigue siendo teatro esta infeliz nación, llamaron y llaman la atención pública a otras hazañas y desventuras, en aquellos días dió motivo a hablarse mucho en su alabanza. Contábase su resolución de perecer, como si estuviese seguro de su tragedia. En efecto, tocando a nuestro pariente el guardia marina don Alonso Butrón estar en la bandera al hacer un ligero almuerzo, cercano ya el enemigo y próximo el combate, mi padre le había dicho con disculpable arrogancia: Cuida de no arriarla aunque te lo manden, porque ningún Galiano se rinde, y ningún Butrón debe hacerlo. Encargo cumplido en todo, pues herido el joven, tuvo que retirarse, y tocó a otro guardia marina hacer la dolorosa señal que ponía al navío en manos del enemigo victorioso. Sabíase que antes de la herida mortal había recibido mi padre dos, y que siendo una de un astillazo en la cara, corrió de ella tanta sangre, que se le aconsejó y aun encargó como necesario pasar abajo para restañarla por algunos instantes, a lo cual se negó él con obstinación, no queriendo desalentar a la tripulación con su ausencia.
Otra circunstancia, si no realzaba su valor, daba a su trágico fin cierto color dramático y tierno. Sabíase que, estando con el anteojo en la mano, el viento, fuertemente movido por una bala, se lo derribó sobre cubierta; que había acudido a recogerlo y dárselo el patrón de su bote, muy querido de él, como lo había sido de mi tío Juan María, cuya falúa había gobernado algunos años; que un instante después una bala había partido por medio a este infeliz patrón, salpicando con su sangre y despojos a su comandante, y que muy en breve otra bala había acertado a éste en al cabeza, llevándole la parte superior y dejándole muerto en el acto, con lo cual, cayendo de nuevo el anteojo, dijeron los circunstantes, con el humor festivo que aún en tales trances de peligro y amargura no falta a los militares, que no convenía cogerlo, por ser de mal agüero tenerlo en la mano. Recogióse el cadáver de mi padre y llevóselo abajo, cubierto, para ocultar su muerte a los que la ignoraban, temiendo que con saberla entrase el desaliento. Pero todo fue inútil, pues herido el segundo comandante y recayendo el mando en el citado Buruceta, tuvo éste que dar la orden de arriar la bandera, porque en el estado del navío persistir en la defensa era inútil y casi imposible. ¡Tal fue el trágico fin de don Dionisio Alcalá Galiano, cuyas prendas y heroicidad no parecerá mal que recuerde y encarezca un hijo ufano de serlo! Del concepto en que era tenido da testimonio más de un recuerdo de aquellos días, citándose, al tratar de la aciaga jornada de Trafalgar, su pérdida y la de Churruca, como de las mayores desgracias de aquella grande y común desventura.


Relato confeccionado con párrafos de Recuerdos de un anciano y Memorias, de Antonio Alcalá Galiano [hijo de Dionisio Alcalá Galiano, brigadier de la Real Armada, al mando del navío Bahama, de 74 cañones], obras incluidas en Obras escogidas. Volumen I. Según edición de Jorge Campos. Tomo octogésimotercero de la Biblioteca de Autores Españoles desde la formación del lenguaje hasta nuestros días. Editorial Atlas (Madrid-1955)

jueves, 1 de octubre de 2009

Olvido histórico

En su momento, comenté que había iniciado la lectura de la novela Oscar Wilde y una muerte sin importancia. Hace casi tres meses de su lectura, y aún tengo pendiente una reseña al respecto.

No obstante, ello no me ha impedido hacer uso de diversas escenas de la novela, y hoy sigo con ello.

En la página 95, podemos leer el siguiente inicio de un párrafo:

Su padre, nacido el año de la batalla de Trafalgar,…

Y ya está.

Podría decirse que esas referencias no sólo históricas, sino profundamente inculcadas en el conocimiento popular, eran las propias del momento en que se desarrolla la novela (es decir, a finales del XIX, con la Reina Victoria). Me permito dudarlo, porque no sé hasta qué punto esa cultura popular puede estar documentada suficientemente para su uso por un escritor un siglo después. Más bien creo que esas referencias son propias del escritor, quien además, “sabe” que no desentonaban en esa época victoriana.

Y seamos sinceros, con el inri de que Trafalgar es un cabo de la costa española, no inglesa, cerca de Cádiz, y no de Dover, por ejemplo; de memoria, sin consultarlo, ¿cuál fue el año de la batalla de Trafalgar?

Todos a la vez, no, por favor.

Lo que me trae a la memoria que este mes de octubre se cumplen, al menos, dos grandes sucesos históricos.

Aunque no se recuerden.