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lunes, 30 de septiembre de 2013

Toda suerte de suertes

¡Qué afluencia en aquel gran salón de la universidad de Christiania, donde iba á efectuarse el sorteo, y hasta en los patios, puesto que el salón no podía contener á tanta gente, y hasta en las calles vecinas, puesto que los patios eran aún demasiados pequeños para contener á todo aquel populacho!
(…)
El sorteo, pues, debía comenzar á las tres en punto.
Había cien lotes, divididos en tres series: primera, noventa lotes de ciento á mil marcos, de un valor total de cuarenta y cinco mil marcos; segunda, nueve lotes de mil á nueve mil marcos, igualmente de un valor total de cuarenta y cinco mil marcos; tercer, un lote, el premio mayor, de cien mil marcos.
Al revés de lo que ordinariamente se hace en las loterías de este género, el gran efecto se había reservado para el final.
No debía adjudicarse el premio grande al primer número que saliese, sino al último, es decir, al centésimo.
De aquí una sucesión de impresiones, de emociones,de latidos de corazón, que iría siempre creciendo. No hay para qué decir que el número premiado una vez, no podía ganar una segunda, y sería anulado, por tanto, si volviese á salir de las urnas.

Á las dos y media se abrió una puerta detrás del estrado, en el fondo de la sala. El presidente del despacho apareció digno, serio, ostentando ese aire dominador, ese porte de cabeza especial á todo hombre llamado á presidir un acto cualquiera. Dos asesores, no menos graves, le seguían.
Después se vio entrar seis niñas llenas de cintas y de flores, rubias, con ojos azules, con las manos un poco rojas, en las cuales se reconocía visiblemente las manos de la inocencia, predestinadas al sorteo de las loterías.
Su entrada fue acogida por un murmullo, que atestiguaba desde luego el placer que se experimentaba al ver los directores de la lotería de Christiania, y después la impaciencia que habían provocado al no aparecer más pronto sobre el estrado.
Si había seis niñas, era porque había también  seis urnas, dispuestas sobre una mesa, y de las cuales debían salir seis números á cada extracción.
Cada una de estas urnas contenía los diez números 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 0, representando las unidades, decenas, centenas, millar, decenas de millar y centenas de millar.
Si no había una séptima urna para la columna del millón, era porque, según esta manera de sortear, se había convenido que si los seis ceros salían á la vez, representaban el número millón, lo que repartía igualmente las probabilidades entre todos los números.
Además, se había decidido que éstos serían sucesivamente extraídos de las urnas, empezando por la que estaba a la izquierda del público.
El número premiado se formaría de esta manera ante los ojos de los espectadores, primero por la cifra de la columna de las centenas de millar, después de las decenas de millar, y así sucesivamente hasta la columna de las unidades. Gracias á este convenio, júzguese con qué emoción vería cada uno aumentar sus probabilidades después de la salida de cada cifra.
Á las tres en punto, el presidente hizo un signo con la mano, y declaró abierta desde luego la sesión.

Así narra Julio Verne la emoción previa a un sorteo de lotería (y, concienzudamente, el protocolo del sorteo) que se sitúa en Christiania (para los más jóvenes, la actual Oslo en la actual Noruega), en una novela (poco conocida) de su serie de viajes (a pesar del título de la misma –aunque tal vez así quisiera insinuar que todo viaje no deja de ser una lotería–).

No sé de nadie que haya narrado la emoción del primer sorteo de lotería en España, cuya fecha, por otro lado, tampoco conozco.

Lo que sí sabemos es que el origen de la misma se sitúa, tal día como hoy, pero en 1763, es decir, hace 250 años, y, como es lógico, se celebra con un sorteo extraordinario, ilustrado, naturalmente, con una imagen que, exactamente,… tampoco sé de qué es.

Créditos:
Extractos (respetando la ortografía original) del capítulo XIX de Un billete de lotería. El número 9672, obra de Julio Verne, según traducción de D. A. de A., publicada en dos partes por Agustín Jubera, editor de Madrid, en 1886, mismo año de la publicación original en Francia (pp. 34 y 35 de la segunda parte), de la biblioteca del autor.
Ilustración de George Roux, tomada de la edición expresada, y que, entiendo, también forma parte de la primera edición francesa.
Imagen que ilustra los décimos de lotería correspondientes al sorteo extraordinario por esta efemérides.

jueves, 15 de agosto de 2013

Y entonces, ¿dónde los puse?

Hoy se cumplen 34 años de que tomé la Primera Comunión.


Además de ese primer y principal regalo, hubo otros, unos que no recuerdo, y otros que sí, más que nada por tenerlos apuntados: bastantes libros.



Lógicamente, hubo varios de tipo tebeo (sin faltar los de la famosa colección Dumbo).





También los hubo para iniciar un prometedor camino en la literatura, en la lectura, se entiende.
Tanto en formato de doble adaptación (literaria y gráfica), como sólo adaptación literaria.




Y también hubo varios libros para iniciar otro camino, como es el de la ciencia.






Bueno, y casi podría decirse que el camino de los viajes, aunque no creo que fuera ésa la intención.




No podemos olvidar aquellos libros que ayudaban a introducirse en el mundo de la tecnología, y de su historia.





Y, por supuesto, libros de Historia, y especialmente, Historia de España (en todas sus variantes).




¡Ah! La respuesta a la pregunta famosa, entonces, no presentaba problemas: en LA estantería, pues una era la que tenía en mi habitación.

Créditos:
Cubiertas de los libros en cuestión, e ilustración (sin acreditar) tomada de la adaptación de Los hijos del capitán Grant, de Julio Verne, publicada por Editorial FHER, en 1968.

viernes, 10 de agosto de 2012

De hormigas… y hormiguitas

Estos admirables insectos –dijo sin cuidarse de saber si le escuchaban o no– pertenecen al orden maravilloso de los neurópteros, cuyas antenas son más largas que la cabeza, las mandíbulas muy distintas y las alas inferiores, por lo general, iguales a las superiores. Cinco géneros constituyen este orden: los panopartes, los mirmileones, los hemerobinos, los termitines y los perlidas. Escusado es decir que los insectos cuya casa indebidamente quizá ocupamos, pertenecen al género de los termitines.
(…)
El primo Benedicto, una vez empeñado en su tema favorito, continuó dando rienda suelta a su saber.
- Ahora bien, estos termitines –dijo– están caracterizados por cuatro artejos en los tarsos, mandíbulas córneas y de un vigor notable. Entre ellos existe la familia mantispa, la familia rafidia, la familia termita, conocida generalmente con el nombre de hormigas blancas, la termita fatal, la termita de coselete amarillo, la termita lucífuga, la mordaz, la destructora…
- ¿Y los que han construido este hormiguero?... –preguntó Dick Sand.
- Pertenecen a la familia de las termitas belicosas –respondió el primo Benedicto, que pronunció esste nombre como hubiera pronunciado el de los macedonios o de cualquier otro pueblo antiguo valiente en la guerra–; sí, y de las belicosas de gran tamaño. Entre Hércules y un enano, la diferencia sería menor que la que hay entre el mayor de estos insectos y el más pequeño. Si hay entre ellos obreros de cinco milímetros de longitud hay soldados de diez milímetros, machos y hembras de veinte, y aun se encuentra también una especie muy curiosa llamada de los sirafúes que tienen media pulgada de longitud, tenazas por mandíbulas y una cabeza más grande que el cuerpo, como los tiburones. Son los tiburones de los insectos, y en una lucha entre los sirafúes y un tiburón, yo apostaría por los primeros.
- ¿Y dónde se observan más comúnmente esos sirafúes? –preguntó Dick Sand.
- En África –respondió el primo Benedicto–, en las provincias centrales y meridionales; porque África es por esencia el país de las hormigas. Sobre esto debe leerse lo que dice Livingstone en las últimas notas que ha traído Stanley. El doctor, más feliz que yo, pudo asistir a una batalla homérica librada entre un ejército de hormigas negras y otro de hormigas rojas. Éstas, que se llaman acometedoras y a las cuales los indígenas dan el nombre de sirafúes, fueron las victoriosas. Las otras, llamadas chungües, emprendieron la fuga llevándose sus larvas y sus hijuelos, no sin haberse defendido valerosamente. Jamás, dice Livingstone, jamás el entusiasmo de la batalla se ha llevado más lejos ni en el hombre ni en el animal. Estos sirafúes con su tenaz mandíbula, que arranca la parte donde hace presa, hacen retroceder al hombre más valiente. Los animales de mayor tamaño, leones, elefantes, huyen de estas hormigas, a las cuales nada detiene, ni los árboles por donde trepan hasta la cima, ni los ríos, pues los pasan haciendo un puente con sus propios cuerpos unidos uno a otro. En cuanto al número, otro viajero africano, Du Chaillu, ha visto desfilar por espacio de doce horas una columna de estas hormigas que caminaban con bastante celeridad. ¿Por qué admirarse de tanta multitud? La fecundidad de estos insectos es sorprendente, y hablando sólo de las termitas belicosas, se ha probado que una hembra pone hasta sesenta mil huevos por día. Así es que estos neurópteros proporcionan a los indígenas un alimento suculento. Las hormigas asadas, amigos míos, son un manjar que no lo hay mejor en el mundo.
- ¿Las ha comido usted, señor Benedicto? –preguntó Hércules.
- Nunca –respondió el sabio profesor–, pero las comeré.
- ¿Dónde?
- Aquí.
- Aquí no estamos en África –dijo vivamente Tom.
- No… no…– respondió el primo Benedicto–. Sin embargo, hasta ahora estas termitas belicosas y sus hormigueros sólo han sido observados en el continente africano. ¡Qué cosas tienen los viajeros! ¡No saben ver!

Toda esta interesante disertación, e inquietante en sus términos, se encuentra motivada por el entorno en el que se sitúa, cuya explicación se ha podido leer poco antes:
El joven grumete se adelantó inmediatamente y desapareció en medio de la oscuridad, que era profunda, cuando los relámpagos no desagarraban las nubes. Ya comenzaban a caer algunas gotas de lluvia.
- ¿Qué hay? –preguntó la señora Weldon cuando se acercó el viejo negro.
- Hemos visto un campamento, señora Weldon –respondió Tom–; un campamento… o quizá una aldea, y nuestro capitán ha querido ir a reconocerla antes de dirigirnos a ella.
La señora Weldon se contentó con esta respuesta.
Tres minutos después, Dick Sand estaba de vuelta.
- ¡Venid, venid! –gritó con voz que expresaba gran alegría.
- ¿El campamento está abandonado? –preguntó Tom.
- No es un campamento –respondió el joven grumete–; ni tampoco un pueblo. Son hormigueros.
- ¿Hormigueros? –exclamó el primo Benedicto, a quien aquella palabra hizo salir de su mutismo.
- Sí, señor Benedicto; pero hormigueros de doce pies de altura por lo menos, y en los cuales trataremos de refugiarnos.
- Pero entonces –respondió el primo Benedicto–; serán hormigueros del termita belicoso o del termita devorador. Sólo esos insectos geniales levantan monumentos semejantes que envidian los mejores arquitectos.
- Que sean termitas o no, señor Benedicto –respondió Dick Sand–, es preciso desalojarlos y ocupar su lugar.
- Nos devorarán, y estarán en su derecho.
- ¡En marcha! ¡En marcha!
- Pero aguarde usted –dijo el primo Benedicto–; yo creía que esos hormigueros no existían más que en África…
- ¡En marcha! –gritó por última vez Dick Sand con una especie de violencia, tanto temía que la señora Weldon hubiera oído las últimas palabras pronunciadas por el entomólogo.
Siguieron todos a Dick Sand con la celeridad posible. Un viento furioso se levantó entonces; gruesas gotas resonaban sobre el suelo; en pocos instantes las rachas debían ser insoportables.
Pronto llegaron a uno de aquellos conos que erizaban la llanura, y por temible que fueran las termitas no había que vacilar.
Si no era posible desalojarlos, era necesario por lo menos apoderarse de su morada y vivir con ellos.
En la base del cono, hecha con una especia de arcilla rojiza, se abría un agujero bastante estrecho, que Hércules ensanchó con su machete en pocos instantes, de modo que pudiera dar paso a un hombre como él.
Con gran sorpresa del primo Benedicto, no se dejó ver ni una sola de los millares de termitas que debían ocupar el hormiguero, el cono parecía abandonado.
Ensanchando el agujero, Dick Sand y sus compañeros entraron y Hércules el último, en el momento en que la lluvia empezaba a caer con tal furia, que parecía querer apagar los relámpagos.
Pero no había nada que temer en aquellas ráfagas de viento y lluvia. Una feliz casualidad había proporcionado a la pequeña caravana aquel abrigo sólido, mejor que una tienda y mejor también que una cabaña de indígenas.

Con estos antecedentes, aun literarios, en los que personas humanas, que diría alguien, “indebidamente” ocupan el hogar de unas hormigas termitas, ¿cómo extrañarnos de que otras hormigas, aun cuando no sean termitas, ocupen, también “indebidamente” el hogar de una persona humana, por muy trabajadora y hormiguita que sea?

Sin embargo, sí hay que dejar claro que, aun estando al sur de los Pirineos, no nos encontramos en África, por lo que, en estos asuntos, cada uno en su casa y Dios en la de todos.

Una alegoría cósmica de la vida dixit.

Créditos:
Extractos del capítulo V Lección sobre las hormigas en un hormiguero, y del capítulo IV Los malos caminos de Angola, ambos de la Segunda Parte de la obra de Julio Verne Un capitán de quince años, según traducción sin acreditar, tomado de la edición de RBA Editores para la Colección Hetzel (pp. 255-257, y 247-249).
Ilustración de Henri Meyer relativa a la escena en cuestión, en la edición realizada por J. Hetzel et Cie., París, tomada de la edición antedicha de RBA Editores, que reproduce las ilustraciones de la edición francesa.
Fotografía de detalle de una pared pintada en el Barrio del Carmen, de Valencia, a principios de este mes, del autor.

viernes, 3 de agosto de 2012

Sumergidos, en superficie… y más allá

Una diferencia entre la llegada novelada al Polo (Sur) del submarino Nautilus, y la llegada recordada al Polo (Norte) del submarino Nautilus, es que ésta última fue en inmersión.

La primera permanencia de un submarino, en superficie, en el Polo Norte fue poco más de siete meses después, un 17 de marzo de 1959, y el submarino era el USS Skate.

No tengo documentación sobre esta hazaña. Sin embargo, sí tengo documentación valiosa sobre la hazaña del Nautilus verniano.

Ayer terminé de leer La biblioteca de los libros perdidos, de Alexander Pechmann, libro donde se recogen numerosos casos de obras literarias perdidas por diversos motivos. Lógicamente, no figuraba entre ellos el texto inicial que redactó Julio Verne (y que luego desechó) culminando la escena en la que el capitán Nemo y el profesor Aronnax, procedentes del Nautilus, coronaban el Polo Sur un 21 de marzo de 1868. Y no figura porque tengo yo el manuscrito original guardado celosamente en mi biblioteca…, en algún rincón de ella…, bueno, celosamente celosamente…, vamos, que lo de guardado, no diría yo que…, claro, que también he podido soñarlo…, creo…, o no.

El caso es que sí recuerdo claramente el texto del manuscrito cuya traducción al español vendría a ser la siguiente:
- Capitán, ¿me permite decirle que me ha emocionado?
- ¿Mi breve discurso, profesor? –Nemo no pudo dejar de esbozar una sonrisa.
- No le diré que no, pero ahora mismo no me refería a él.
- ¿Entonces…?
- Esto –y extendí los brazos casi en cruz, como queriendo abrazar todo lo que nos rodeaba–. La plenitud de la naturaleza,… y lo especial del lugar.
- Tiene razón – y el capitán inició un pausado movimiento con la cabeza, para abarcar con la mirada todo cuanto se nos ofrecía ante nosotros, las aguas delicadamente mecidas por una suave brisa, y la superficie helada con ocasionales alborotos de los copos de nieve más ligeros; por último, elevó ligeramente la cabeza, y la mantuvo así.
Yo dirigí mi mirada hacia el punto en el que él tenía fija la suya, sin apreciar nada de particular.
- ¿Capitán?
- ¿Sabe, profesor? –me respondió en un susurro, para apenas distraer la mirada– Esto es lo más impresionante de todo.
Iba a replicarle que no sabía a qué se refería, cuando yo también lo sentí. No hizo falta que se lo dijera, pues él, con esa extraña intuición de que había dado numerosas pruebas, se dio cuenta de ello, y habló por los dos.
- Sí, este inmenso azul polar.

Créditos:
Fotografía del USS Skate en el Ártico, en 1959, tomada de la Wikipedia.

lunes, 13 de febrero de 2012

Grandes… señales hay

Con objeto de ilustrar a estos mis lectores, quiero anunciar, hoy día 13, que el próximo día 1 de marzo, según figura en el folleto editado al efecto (y cuya portada, reproduciendo, supongo, la del libro, se adjunta), se pone a la venta en El Corte Inglés la segunda entrega de Episodios de una guerra interminable, cuya autora, no hace falta decirlo, es Almudena Grandes.

Avisado queda, para que luego nadie diga “de este libro no leeré”.

[Lo triste del caso es que me enteré de su existencia y de su título (El lector de Julio Verne) en vísperas de cumplirse el aniversario del nacimiento del escritor.]

lunes, 26 de diciembre de 2011

Ellos fueron los primeros

Hace tiempo, publiqué una anotación sobre las colecciones de bolsillo, donde no pude dejar de mencionar El libro de bolsillo, de Alianza Editorial. En el catálogo de 1985 que a pesar de todo aún tengo en casa, figura para dicha colección hasta el número 1102, con diez obras más en cartera, aunque es cierto que faltan algunos números de entre los primeros (por ejemplo, el segundo, que era Mozart, de Fernando Vela).

Ayer, aprovechando la falta de prisas que supone la reunión familiar con motivo de la comida de Navidad, hice una muy completa recolección de libros que tenía en casa de mis padres, principalmente, los de la colección citada, aunque por problemas de bolsas o, por mejor decir, de capacidad porteadora de mis brazos (había decidido hacer los trayectos de ida y vuelta andando), aún tuve que dejar unos pocos ejemplares como mudos testigos de los sucedido.

El objetivo es colocar, en mis famosas baldas, todos los libros de la colección juntos, sin diferenciar autores o temas, en honor a lo histórico de la misma, y también de los libros, ya que el primero de ellos lo compré hace poco más de 33 años (en concreto, el 29 de noviembre de 1978). Aunque antes, he empezado a completar los datos oportunos de las fichas correspondientes en la base de datos de libros que tengo en el ordenador.

De esta forma, me he dado cuenta de que la famosa cubierta de los libros, obra de Daniel Gil (al menos en los tropecientos últimos volúmenes), no siempre aparece acreditada, y donde lo hace no es en el interior, junto con el resto de datos de la edición, sino en la contraportada.

Y por otro lado, se me ha ocurrido comprobar el orden de compra de los libros de la colección, y una vez averiguado, he aquí el mismo, para los diez primeros, en esta anotación sobrevenida.

En caso de que alguien se dé cuenta de que sólo figuran ocho, le diré que tiene toda la razón: tengo en paradero actualmente desconocido, y por tanto, con una orden internacional de busca y captura, el ejemplar de San Manuel Bueno, Mártir, de Miguel de Unamuno, precisamente el primer libro de la colección que compré, y Los quinientos millones de La Begún, de Julio Verne, el séptimo en orden de compra.

Las elucubraciones acerca de lo que se pueda desprender de qué libros son o dejan de ser, si se tercia pertinentemente, son ya objeto de la sección de Comentarios.




Créditos:
Portada del catálogo de colecciones de Alianza Editorial, del año 1985.
Portadas de los libros en cuestión (salvo los dos mencionados).

lunes, 5 de septiembre de 2011

Poniendo los puntos sobre… los cardinales

Héctor Servadac aproximóse el reloj al oído, y dijo:
- Está andando.
- Y el sol también –replicó el ordenanza.
- Efectivamente, a juzgar por su altura sobre el horizonte… ¡Ah! ¡Por todas las viñas de Medoc!
- ¿Qué tiene usted, mi capitán?
- ¿Serán las ocho de la tarde?
- ¿De la tarde?
- Sí. El sol está al Oeste e indudablemente se va a poner.
- No, mi capitán –respondió Ben-Zuf–. El sol se levanta con puntualidad, como un recluta al toque de diana. Véalo usted. Desde que empezamos a hablar hasta ahora ha subido ya bastante hasta sobre el horizonte.
- ¡Se levantará ahora el sol al Occidente! –murmuró el capitán Servadac–. Esto no es posible.
Sin embargo, el hecho no admitía duda. El astro radiante mostrábase sobre las aguas del Cheliff y recorría el horizonte occidental, sobre el que había trazado hasta aquel momento la segunda mitad de su arco diurno.


Es sabido que, hasta lo narrado por Julio Verne, el Sol sale por el Este y se pone por el Oeste. Estas acciones del Sol han conducido a que el Oeste sea también conocido como Poniente, y el Este, como Levante.

También es sabido que en Valencia se lleva mal que se refieran a la región como ‘Levante’ ya que eso supone una cierta dependencia, aunque sea geográfica, de, al menos, Madrid. De hecho, cuando por fin se terminó la famosa A-3, durante un tiempo, se llamó Autovía de Levante, hasta que se consiguió que se quedara, el tramo exclusivo para Valencia, como Autovía de Valencia.

Naturalmente, en cuanto nos quedamos dentro de casa, la cosa cambia, y la carretera que desde Valencia va hacia el sur (la CV-400) se llama, lógicamente, Avinguda del Sud.

Y el que no esté de acuerdo, que se lea Héctor Servadac.

Créditos:
Extracto del capítulo V de Héctor Servadac, de Julio Verne, según traducción sin acreditar, en edición de 1971 de Ediciones Nauta.
Fotografía de un panel de la carretera CV-400, junto a la pedanía de La Torre, de Valencia, en mayo de 2011, del autor.

viernes, 26 de agosto de 2011

Cuatro por cuatro, apenas nada

A las doce y cuarenta y siete, el caballero se levantó de la mesa y se dirigió hacia el gran salón, una pieza suntuosa ornamentada con cuadros lujosamente enmarcados. Allí un criado le entregó el Times sin cortar, y Phileas Fogg se entregó a un laborioso despliegue con una destreza que denotaba una gran experiencia en la difícil operación. La lectura de aquel periódico entretuvo a Phileas Fogg justo hasta las tres y cuarenta y cinco, y la del Standard -que le sucedió- duró hasta la cena. Esta comida se efectuó en las mismas condiciones que el almuerzo, salvo la adición de una royal british sauce. A las seis menos veinte el caballero reapareció en el gran salón y se absorbió en la lectura del Morning Chronicle.

Mi amigo, que es del PP, está sonriente, relajado y feliz. Así que antes de que se vaya le he disparado la pregunta a bote pronto.
- Oya, ¿tú sabes algo de Rajoy?
- No. O sea, sí: está de vacaciones, como casi todo el mundo. En su tierra, creo. ¿Va a ir a Navarra, no?
- Sí, y ha hecho una aparición fugaz, como forzosa, en Pontevedra. ¿Pero tú crees que un candidato puede andar de vacaciones, tal como anda el patio?
- ¿Y por qué no? Total, algunos piensan que estamos todo el año de holganza, y hemos ganado las municipales. Además, ya está el Gobierno para buscarse solo los problemas. (…) ¿No se nos ataca por crispar? Pues a ver si este verano estamos crispando algo; lo que queda claro es que no somos nosotros los crrispadores. (…)
- Hombre, pero una cosa es no crispar y otra desaparecer del mapa.
- (…) Si te mueves lo justo, si no apareces más que los estrictamente necesario, la incompetencia del que manda resalta más y a ti no te salpica. (…) El problema de Mariano es que hay mucha gente que se ha dejado convencer por la intoxicación de que es un negativista…
- Pero yo lo que percibo en la derecha social es cierta perplejidad por su absentismo.
- Ahora es prioritario no quemarse. Que se quemen ellos, que son los que tienen la responsabilidad de gobernar, y no pueden con ella.
- Eso equivale casi a renunciar las elecciones y esperar que Zapatero las pierda…
- Es que puede suceder. De hecho, es lo más probable, y en esa tesitura conviene no cometer errores. Ni ahora, ni a partir de septiembre. El principal sería movilizar a la izquierda.
- O sea que vais de perfil bajo.
- De perfil, diría yo. Ya sabes que Mariano tiene esa forma peculiar de entender el liderazgo…


Movido por este tentador propósito, [Sam] empezó a dirigirse a la cantina, donde obtuvo su cerveza y se hizo, además, con un periódico de cuatro fechas atrás, luego se llegó al patio, escogió un banco soleado y tranquilo, y se dispuso a disfrutar de aquellos pequeños y tan apreciables tesoros.
Bebió ante todo un refrescante trago de cerveza, cayendo sus ojos, al levantar el vaso, sobre la figura de una joven que estaba pelando patatas apoyada en el alféizar de una ventana; consideró descortés dejar de guiñarle amistosamente un ojo, tras lo cual dispuso el plegado del periódico de forma que le quedara bien a la vista la sección política, operación que se reveló un tanto complicada con el viento contrario que le embestía. El esfuerzo requirió otro trago de cerveza, motivo de un nuevo guiño a la laboriosa moza.


Phileas Fogg dedicaba cerca de tres horas (y eso que sabía inglés) a la lectura, completa, se supone, del Times, del día, “sin cortar”; mientras, Sam consigue un ejemplar de un periódico cuyo nombre no nos ha trascendido, aunque con un retraso de cuatro días, dedicando su atención a la sección de política. En ambos caso, resulta trabajoso conseguir desplegar adecuadamente el periódico para poder leerlo.

Como puede verse, Sam considera de mayor importancia conocer, aun cuando sea con un retraso de cuatro días, las noticias de política en la Inglaterra del primer tercio del siglo XIX.

El párrafo transcrito en medio, es un extracto de la columna de Ignacio Camacho publicada en ABC el pasado 16 de agosto… de 2007.

Como también puede verse, salvo pequeños detalles circunstanciales, la diferencia entre leer un periódico español de hace cuatro días, o de hace cuatro años, tampoco son tantas.

La duda es cuántas diferencias habrá entre los periódicos de marzo de 2008 y los de noviembre de 2011. Y eso, confiando en que las haya. Y que aún nos resulte posible leer los periódicos.

Créditos
Extracto del Capítulo III de La vuelta al mundo en ochenta días, de Julio Verne, según traducción de Javier Torrente Malvido, en edición de Anaya de octubre de 2005 (pp. 20-22).
Extracto del capítulo XLV, de la obra de Charles Dickens Los papeles póstumos del Club Pickwick, según traducción de A. Ferrer, en edición de diciembre de 1973 de Editorial Bruguera, como número 119 de su colección Libro Clásico (pp. 710-711).

viernes, 19 de agosto de 2011

80 días (pero no de vaca-ciones)

- Hay que reconocer, señor Ralph, que ha encontrado una forma muy curiosa de afirmar que la Tierra ha disminuido de tamaño. Así, porque ahora se puede dar la vuelta al mundo en tres meses…
- En ochenta días solo -intervino Phileas Fogg.
- En efecto, señores – añadió John Sullivan-, en ochenta días desde que se ha abierto la sección del Great Indian Peninsular Railway, entre Rothal y Allahabad; y he aquí el cálculo establecido por el
Morning Chronicle:
(…)
De Bombay a Calcuta, por ferrocarril …………. 3 días.
(…) Total ……………………………………….. 80 días.


Esta ocurrencia del periódico desencadenó, como sabemos, un viaje realmente increíble, por momentos, flemático, en ocasiones, frenético, a veces, traumático, nunca, apático.

Veintitrés días después, ni la niebla londinense pudo impedir que el tal Fogg se encontrara ya en Calcuta, procedente de Benarés:
A partir de Benarés, la vía férrea sigue, en parte, el valle del Ganges. A través de las ventanillas del vagón, y con un tiempo bastante claro, se contemplaba el variado paisaje del Behar, después las montañas cubiertas de verdor, los campos de cebada, maíz y trigo, ríos y estanques poblados de caimanes verdosos, pueblos bien cuidados y bosques todavía verdes. Algunos elefantes y cebúes de gruesa giba iban a bañarse a las aguas del río sagrado, y también, pese a lo avanzado de la estación y a la fría temperatura, bandadas de hindúes de ambos sexos, que cumplían piadosamente sus santas abluciones.

Sí, la India ya no era lo que era:
Actualmente, la Compañía [de Indias] ya no existe, y las posesiones inglesas de la India dependen directamente de la Corona.
Por eso, el aspecto, las costumbres y las divisiones etnográficas de la península tienen que modificarse. Antaño, se viajaba por medio de todos los antiguos sistemas de transporte, a pie, a caballo, en carro, en carretilla, en palanquín, montado sobre otra persona, en
coach [diligencia], etc. Actualmente, los steamboats [barcos de vapor] recorren el Indo y el Ganges a grandes velocidades, y un ferrocarril, que atraviesa la India en toda su anchura y ramificándose durante su recorrido, pone Bombay a tan solo tres días de distancia de Calcuta.
El trazado del ferrocarril no sigue una línea recta a través de la India. La distancia, a vuelo de pájaro, no es más que de mil a mil cien millas, y los trenes, con que estuviesen animados únicamente de una velocidad media, no tardarían tres días en recorrerla; pero esa distancia se ve aumentada, por lo menos en un tercio, a causa de la curva que describe el ferrocarril al subir haasta Allahabad, en el norte de la península.
He aquí, a grandes rasgos, el trazado del Great Indian Peninsular Raiway: partiendo de la isla de Bombay, atraviesa Salcette, salta al continente frente a Tannah, franquea la cadena de los Ghates Occidentales, corre por el Noroeste hasta Burhampur, atraviesa el territorio casi independiente del Bundelkund, sube hasta Allahabad, se desvía hacia el Este, encuentra el Ganges en Benarés, se desvía ligeramente y, descendiendo hacia el Sudeste por Burdivan y la ciudad francesa de Chandernagor, acaba su recorrido en Calcuta.


Estas loas al ferrocarril británico en la India no es patrimonio exclusivo de Julio Verne, pues, por ejemplo, con fecha del pasado día 17, en su columna en La Razón también hacía César Vidal alabanza del ferrocarril, las carreteras, la educación, y todo lo británicamente buena que es la India.

A las ocho de la mañana, y quince millas antes de la estación de Rothal, el tren se paró en medio de un amplio calvero rodeado de algunos bungalós y de cabañas de obreros. El revisor del tren pasó por delante de la fila de vagones anunciando:
- Los viajeros se apean aquí.
Phíleas Fogg miró a Sir Francis Cromarty, quien pareció no entender nada de lo que ocurría con aquella parada en medio de tamarindos.
Passepartout, no menos sorprendido, bajó a la vía y regresó, casi al instante, gritando:
- ¡Señor! ¡Se acabó la vía férrea!
- ¿Qué quiere usted decir? -preguntó sir Francis Cromarty.
- Quiero decir que el tren no continúa.
El brigadier se apeó inmediantamente del vagón. Phileas Fogg lo siguió sin apresurarse. Ambos se dirigieron al revisor.
- ¿Dónde estamos? -preguntó sir Francis Cromarty.
- En la aldea de Kholby –respondió el revisor.
- ¿Nos paramos aquí?
- Sin duda. La vía está sin acabar.
- ¿Cómo? ¿Qué no está acabada?
- No. Queda por establecer el tendido en un recorrido de unas cincuenta millas, entre este punto y Allahabad, donde continúa la vía.
- Sin embargo, los periódicos han anunciado la total apertura del ferrocarril.
- ¿Qué quiere, mi oficial? Los periódicos se han equivocado.


En resumen, Julio Verne (aunque no hace mención literalmente, a “las vacas sagradas en la India”), también nos prevenía: no hay que creerse todo lo que uno lee en los periódicos.

Créditos:
Fotografía mostrando el índice de ocupación de un tren en la India, tomada de internet.
Extractos de La vuelta al mundo en ochenta días, de Julio Verne, según traducción de Javier Torrente Malvido, en edición de Anaya de octubre de 2005.
Ilustración de Pablo Torrecilla, sobre el episodio de la continuación del “viaje en ferrocarril”, aunque a lomos de elefante, tomada de la antedicha edición de la novela.

lunes, 11 de julio de 2011

Fantasías y ¿fantasiosos?

En 1856, con motivo de la boda de un amigo, se traslada a la ciudad de Amiens, donde conoce a Honorine, una viuda con dos hijas de corta edad. Planea fríamente su matrimonio con Honorine y decide casarse a principios de 1857. A través de su cuñado consigue entrar en el mundo de la Bolsa, haciéndose agente. Al mismo tiempo, una vez instalados en París, sigue trabajando en sus «bagatelas teatrales» y en la cimentación de su gran proyecto: la «novela de la ciencia». Pero su matrimonio resultaría un fracaso. Honorine está más pendiente de las fiestas y reuniones sociales que del «sueño» de Verne. Ese «sueño» consiste en llevar el prodigioso mundo de los descubrimientos técnico-científicos, a los que asiste el escritor en ciernes, a la literatura. Toda una aproximación del hombre a la naturaleza, y viceversa, de la mano de la ciencia. Y a los treinta y cuatro años, al fin, escribe su primera gran novela –Cinco semanas en globo–, contagiado de la fuerte polémica existente entonces en Francia alrededor de la aeerostática. Pero el fracaso sigue tras él, implacable. Verne recorre quince editoriales. «Quince necios», según sus propias palabras. Al fin, merced a su bien amigo Nadar, un fanático de los globos, Julio Verne entra en contacto con Julio Hetzel, editor, que lee el manuscrito, recomendándole que lo corrija y «que haga de aquello una auténtica novela». «¿Sabe que tiene usted talento, joven?», le dijo Hetzel al despedirse. A principios de 1863, a punto de cumplir los treinta y cinco años, Verne conoce el triunfo. La publicación de Cinco semanas en globo es un éxito. Y Verne, eufórico, firma un contrato con Hetzel por veinte años, a razón de tres libros por año. Algún tiempo después, esas tiránicas exigencias del editor son aliviadas y convertidas en dos novelas anuales. El creador del capitán Nemo, de Hatteras y de los hijos del capitán Grant deja su trabajo en la Bolsa y se dedica de lleno a la literatura. En sus cuarenta y dos años de vida literaria, Verne escribiría 65 grandes novelas, bajo el título genérico de Viajes extraordinarios y un sinfín de obras menores. Sus ganancias totales han sido calculadas en unos 60 millones de pesetas. (El editor se embolsaría alrededor de 280 millones…)

Hace mes y medio, Caragüevo nos avisó de una nueva promoción en El Mundo de obras de Julio Verne, lo que permitió a varios de sus lectores (de Caragüevo, digo), engancharse a la misma.

El momento me pilló reubicando la biblioteca, tarea gracias a la cual me encontré con el libro Mis enigmas favoritos, de J.J. Benítez, en edición de Círculo de Lectores de 1994. Y hojeándolo, me encontré con que tenía un capítulo titulado El secreto de Verne, por lo que leí el capítulo.

Las posibles explicaciones a esa genial «intuición», «visión de futuro», «iluminismo» o «anticipación» (podemos etiquetarlo como queramos), sólo podrían ser dos. Primera: en base a su erudición y enciclopédicos conocimientos científicos, Julio Verne llegó a «presentir» el ulterior desarrollo de aquellas máquinas, apenas intuido por la sociedad del siglo XIX. Segunda: además de lo anterior, Verne pudo tener acceso a unas «fuentes» del conocimiento, mucho más depuradas y secretas. Son numerosos los biógrafos y «vernianos» que han empezado a descubrir una lectura iniciática en la obra de Verne. El viaje al centro de la Tierra, El castillo de los Cárpatos, el propio capitán Nemo, etc., contienen –para quien pueda y sepa leerlo– todas las claves de los viajes iniciáticos, de la simbología alquímica, de la trascendencia, en el más puro sentido de la expresión. (…)
Estoy absolutamente convencido. Después de conocer su vida, sus numerosas cartas, su obra y, en especial, después de haber estudiado su magnífica tumba en Amiens, sólo puedo desembocar en una conclusión: Julio Verne fue un iniciado y un iniciador. (…) Es casi seguro que Verne conocía las ocultas doctrinas de los masones, rosacruces, alquimistas y que, incluso, hubiera podido pertenecer a hermandades tan secretas y esotéricas como los «Iluminados de Baviera» o la «Sociedad angélica» (…)
Y volviendo a las explicaciones a su genial «iluminismo», yo me pregunto: si Julio Verne supo o perteneció a los «Iluminados de Baviera», a la «Golden Dawn» (la élite de los rosacruces de aquel momento) o a los «Hermanos del alba dorada», ¿por qué rechazar la hipótesis de un Verne en «contacto» con «entidades espirituales o celestes» y, obviamente, con los altos secretos de tales sectas? Según Samuel Lidell Mathers, la «Golden Dawn» estaba organizada en torno a once grados iniciáticos, bajo la protección y dirección de los llamados «Superiores desconocidos». ¿Quiénes eran esos «Superiores desconocidos»? Aquellos que han investigado o se han interesado por este mundo mágico en el que trabajo desde 1972 saben muy bien la respuesta… Ello sí explicaría satisfactoriamente las asombrosas «anticipaciones» en el tiempo, su secreta lectura y el elevado nivel evolutivo de los pensamientos vernianos. No tengo el menor pudor en afirmar que Julio Gabriel Verne Allotte – aunque, lógicamente, carezco de las pruebas definitivas – pudo haber estado en «contacto» o «comunicación» con seres, fuerzas o entidades extrahumanas, que abrieron su mente a un mundo ajeno a la civilización de entonces. En el mítico y misterioso Verne cabe eso y mucho más… (…)
Verne, defensor de la Tierra hueca, pionero de los ovnis y uno de los primeros ecologistas conocidos, ha sido víctima de la superficialidad de una crítica que no ha sabido leer en profundidad.


Hoy he encargado en el quiosco el volumen (supuestamente repartido para hoy), de De la Tierra a la Luna, y el domingo que viene tendré que hacer lo mismo con Viaje alrededor de la Luna. Cuando los pueda leer, podré opinar con más fundamento, pero ya adelanto que no me parece serio ir a la Luna sólo para encontrarnos con un Transformer alienígena.

Aunque lo insinúe el señor Benítez.

Créditos:
Extractos del capítulo El secreto de Verne, en Mis enigmas favoritos, de J.J. Benítez, y portada del libro, en edición de Círculo de Lectores.
Portada de Cinco semanas en globo, edición de RBA de 2008, ahora distribuida como Colección Julio Verne por El Mundo.
Fotografía de Julio Verne, realizada por su amigo y fotógrafo Nadar (Gaspard-Félix Tournachon), tomada del folleto de la colección de El Mundo.

domingo, 3 de abril de 2011

Sí, quien busca, encuentra… tal vez

Allí, a mi vista, en ruinas, abismada, aparecía una ciudad destruida, con sus techos hundidos, sus templos derruidos, sus arcos dislocados, sus columnas derribadas en el suelo, en cuyas ruinas se advertían aún las sólidas proporciones de una especie de arquitectura toscaza; más allá, los restos de un formidable acueducto; aquí, la bóveda ensamblada de una acrópolis, con las formas flotantes de un Parthenon; acullá, vestigios de muelle, cual si algún antiguo puerto hubiese abrigado en otras épocas, en las riberas de un mar desaparecido, a los barcos mercantes y a los trirremes bélicos. Más lejos todavía, largas hileras de murallas derruidas, amplias calles desiertas, toda una Pompeya sepultada bajo las aguas.
¿Dónde me hallaba en aquel supremo momento de mi vida? Experimenté un vivo deseo de saberlo a todo trance, sentí enormes deseos de hablar e incluso, en el colmo de mu curiosidad, traté de desprenderme de la escafandra metálica protectora que aprisionaba mi cabeza.
Pero el capitán Nemo vino hacia mí, deteniéndome ccon un gesto. Al cabo de un rato, recogiendo del suelo un trozo de piedra caliza, se adelantó hacia una roca de basalto negra y trazó sobre ella, con pulso seguro y firme, esta sola palabra:
‘ATLÁNTIDA’
¡Qué rayo de luz iluminó mi mente! ¡Aquellas ruinas expuestas a mi contemplación y que conservaban todavía los testimonios palpitantes de su tragedia eran las d ela Atlántida!
La antigua Merópide de Teopompo, la Atlántida de Platón, ese continente negado por Orígenes, Porfirio, Jambique, que cargaban su desaparición a la cuenta de los legendarios relatos… ¡Era aquella sumergida región que existía separada de Europa, de Asia, de Libia, más allá de las columnas de Hércules, donde vivía el poderoso pueblo de los atlantes, contra el que se sostuvieron las primeras guerras de la antigua y remota Grecia!
El historiador que ha consignado en sus escritos las hazañas de aquellos tiempos heroicos ha sido Platón. Su diálogo de Timeo y Critias fue, por decirlo así, trazado bajo la inmediata inspiración de Solón, poeta y legislador.
Tales fueron los recuerdos históricos que la inscripción del capitán Nemo hizo acudir a mi memoria. ¡Mi planta, conducida por el más extraño de los destinos, hollaba ahora una de las montañas de aquel desaparecido continente, tocaba con la mano aquellas ruinas mil veces seculares y contemporáneas de las épocas geológicas, marchaba por donde habían marchado los coetáneos del primer hombre, aplastaba bajo mis pesadas suelos los esqueletos de animales de los tiempos fabulosos, a los que aquellos árboles, ahora mineralizados, habían guarecido antiguamente bajo su sombra!
Mientras yo soñaba despierto, en tanto procuraba guardar en mi memoria todos los detalles de aquel grandioso paisaje, el capitán Nemo, acodado sobre una repisa de musgo, permanecía inmóvil, extasiado. ¿Pensaría en las generaciones desaparecidas? ¿Sería aquel el lugar a que acudía el extraño personaje para refrescar sus recuerdos históricos?


Como ya he adelantado, hace mes y medio aproximadamente leí en ABC la noticia de que unas investigaciones, realizadas con el respaldo de la Nacional Geographic Society, apuntaban a que la ciudad de la Atlántida se encuentra bajo las aguas de Doñana.

El equipo de Richard Freund parece que tiene previsto acercarse un día de éstos para seguir con nuevas investigaciones sobre el terreno. Hasta entonces (y más allá, supongo), la discusión sobre si nos encontramos en un nuevo caso de literatura complementada con más o menos detalles científicos, seguirá abierta.

Raúl Pra y Julio Verne nos han llevado hasta las Azores; ahora parece que debemos quedarnos junto a la antigua Tartesos. No, si al final, tendrán razón los que dicen que para qué salir al extranjero teniendo España.

Créditos:
Final del capítulo 32 Un continente desaparecido, de Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne, según traducción de Heliodoro Lillo Lutteroth, e ilustración de Ballestar, en edición de Círculo de Lectores, de julio de 1969 (pp.163-166).
Recreaciones de la Atlántida, de Nacional Geographic, tomadas de ABC.

lunes, 21 de marzo de 2011

La imaginación ganó por 43 años

A las cinco de la mañana del 21 de marzo, me encontraba ya en cubierta. El capitán Nemo, que se había anticipado, me dijo que el tiempo tendía a despejar y que luego de almorzar nos trasladaríamos a tierra.
En efecto. En la canoa embarcamos el capitán Nemo, dos marineros y yo. Llevábamos con nosotros los instrumentos necesarios, o sea un cronómetro, un anteojo y un barómetro.
Hacia las nueve atracamos en tierra. El cielo había aclarado, las nubes huían en dirección sur y las brumas se levantaban de la helada superficie de las aguas. El capitán se dirigió al picacho, en el cual seguramente quería establecer su observatorio. La ascensión fue penosa, pues hubimos de hacerla sobre lavas cristalizadas y piedra pómez, y entre una atmósfera saturada a menudo por las emanaciones sulfurosas de las fumarolas.
Dos horas invertimos en alcanzar la cima de aquel pico, mezcla de pórfido y basalto.
El capitán Nemo, al llegar a la cúspide del picacho, calculó con toda minuciosidad su altura, valiéndose del barómetro. Poco después, provisto de un anteojo de retículas, que con el auxilio de un espejo corregía la refracción, observó el astro diurno, que trasponía poco a poco el horizonte siguiendo una diagonal muy pronunciada. Yo tenía el cronómetro. El corazón me latía aceleradamente. Si la desaparición del disco solar coincidía con las doce del cronómetro, nos encontrábamos en el mismo polo.
- ¡Las doce! –exclamé.
- El polo sur –respondió el capitán con solemne acento, dándome el anteojo, a través del cual pude ver el sol cortado en dos mitades exactamente idénticas por el horizonte.
El capitán Nemo apoyó su mano en mi hombro y me dijo:
- Nadie hasta ahora ha llegado al grado noventa y nueve, o sea al polo sur. Pues bien, hoy, 21 de marzo de 1868, tomo posesión de esta parte del globo, equivalente a la sexta parte de los continentes conocidos.
- ¿En nombre de quién, capitán?
- En el mío, profesor.
Y al decirlo, desplegó una bandera negra con una “N” bordada en oro en su centro. Después, volviéndose hacia el astro del día, cuyos últimos resplandores lamían el horizonte del mar, exclamó:
- ¡Adiós, sol! ¡Desaparece, refulgente astro! ¡Dejo envuelto en la sombra de una noche de seis meses mi nuevo dominio…!


Así pues, justo hoy hace 143 años que el Polo Sur fue visitado… más o menos.

Dentro de nueve meses (menos una semana) se cumplirán los 100 años de otra forma de llegar al Polo Sur, más heroica y no menos novelable,… que conmemoraremos en su momento.

Nota: lo que entiendo que se trata de una errata, es la latitud que menciona el capitán Nemo. No tengo una edición en francés de esta novela, por lo que ahora no puedo confirmarlo. Pero todo se andará.

Créditos:
Final del capítulo 37 El Polo Sur, de Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne, según traducción de Heliodoro Lillo Lutteroth, en edición de Círculo de Lectores de julio de 1969 (pp. 187-188).
Ilustración de Ballestar, en dicha edición (pág. 189).

viernes, 30 de abril de 2010

Luengas leguas

Hacía poco que estaba en Nueva York cuando varias personas me dispensaron el honor de consultarme acerca del fenómeno marino. En Francia había publicado yo una obra en dos volúmenes titulada «Misterio en las profundidades submarinas», lo que hizo que se me considerase como un especialista de esta parte de la Historia Natural. Mientras pude negué la realidad del hecho pero asediado por todas partes hube de explicarme categóricamente. Y ved cómo el ‘honorable Pedro Aronnax, profesor del Museo de París’, se halló apremiado por el New York Herald para exponer su opinición. Me decidí, pues. Discutí la cuestión desde todos los puntos de vista en un artículo aparecido el 30 de abril [de 1867].
«Si damos por supuesto que todas las especies vivientes nos son conocidas, es necesario que busquemos al animal en cuestión entre los seres marinos catalogados. En tal caso, debemos creer en la existencia de un narval gigantesco.
(…)
Creo que se trata de un unicornio marino, armado de un verdadero espolón. De esta forma podría explicarse el rarísimo fenómeno, a menos que todo haya sido ilusión, a pesar de lo dicho y lo visto. ¡Podría ser así!»
Confieso que las últimas frases eran una cobardía; mas no quería exponerme a las burlas de los americanos. En el fondo admitía la existencia del monstruo.


Ahora todos sabemos que el eminente profesor no estuvo esa vez en lo cierto. Y desde luego, él nunca hubiera imaginado que casi un año después:
El 20 de abril [de 1868], la tierra que teníamos más cerca era el archipiélago de las Lucayas, diseminadas como montones de piedras por la superficie del mar. Elevábanse allí enormes acantilados submarinos, murallones verticales de pedruscos superpuestos, formando anchas hileras, entre las que se abrían oscuras cuevas cuyo fondo no alcanzaban a iluminar los rayos de nuestro reflector eléctrico.
(…)
Serían aproximadamente las once cuando el candiense me hizo reparar en un formidable hormigueo entre la exhuberante vegetación.
Ned Land corrió hacia la claraboya.
- ¡Qué animal tan espantoso! –exclamó.
Miré a mi vez y no pude reprimir un movimiento de repulsión. Ante mis ojos se agitaba un monstruo digno de figurar en las leyendas teratológicas.
Era un calamar de unos ochos metros de longitud y marchaba reculando con extraordinaria velocidad en dirección al buque, clavando en él sus grandes ojos de tinte verdoso. Sus ocho brazos, o mejor dicho, sus ochos pies, implantados en la cabeza, que han valido a estos animales el calificativo de cefalópodos, tenían un desarrollo doble de su cuerpo y se retorcían como la cabellera de las Furias. Veíanse distintamente las doscientas cincuenta ventosas distribuidas en la cara interna de los tentáculos en forma de cápsulas esféricas. A veces, dichas ventosas se aplicaban al cristal de la claraboya, produciendo el vacío. (…) Su inconstante color variaba con extraordinaria rapidez, según el estado de irritación del molusco, pasando sucesivamente del gris al pardo rojizo.
¿Qué exasperaría al animal? Probablemente, la presencia del submarino, más formidable que él y en el que no podían succionar sus brazos ni hacer presa sus mandíbulas. Sin embargo, ¡qué vitalidad ha dado el Creador a esos monstruosos pulpos, qué vigor en sus movimientos, ya que poseen tres corazones!
Me sobrepuse al horror que me inspiraba su aspecto y, tomando un lápiz, empecé a diseñarlo.
Poco después aparecieron otros pulpos a la banda de estribor. Pude contar hasta siete. Todos escoltaban al ‘Nautilus’, oyéndose rechinar sus picos al resbalar sobre el blindaje de acero.
De pronto se detuvo el submarino. Un fuerte topetazo hizo trepidar su trabazón.
(…)
Yo me adelanté al capitán.
- Curiosa colección de pulpos –le dije.
- En efecto, señor profesor. Y vamos a combatirlos cuerpo a cuerpo.
Miré al capitán, creyendo no haberle comprendido.
(…)
Su intención era remontarse a la superficie y exterminarlos. Ahora bien, como las balas eléctricas resultarían ineficaces contra aquellas carnes fofas, serían atacados a hachazos, y también a arponazos, para lo cual se ofreció el canadiense, siendo aceptada su ayuda.


Más de 140 años después, las aventuras, novelas y películas también están al alcance de la gente.

Este pasado fin de semana atracó en el puerto de Valencia el submarino de la Armada española Tramontana (S-74), habiéndose organizado un periodo de visitas, como se anunciaba, por ejemplo en la página del Ayuntamiento de Valencia.

En ella, se podía leer que el acceso sería por la puerta de Nazaret, ante lo cual me dije que si la entrada tradicional al puerto se encuentra en el Grao, la de Nazaret debe ser la otra, que además no resulta alejada de dicho barrio. Bien, pues no: la de Nazaret es la del Grao, vamos, la de siempre.

Tras perder en ello más de media hora, conseguimos llegar al punto donde la Policía Local ponía orden y control, por lo que me detuve junto a un agente.
“Póngase aquí al lado –se dirigió al vehículo que venía detrás de mí– y así sólo lo cuento una vez –en un ejemplar acto de ahorro de energía, hermanando la salida de la crisis con la ecología– Miren, la visita al submarino la pueden hacer unas cincuenta personas por hora, tengo ahí –haciendo un gesto con el que nos indicó algo así como ‘ahí’– unas cuatrocientas personas,… y queda una hora y diez minutos para que finalicen las visitas. Fotos del exterior no se pueden hacer por motivos de seguridad. Si quieren pueden ir a la Marina Real, o …”

En resumen, que finalmente llegamos a buen puerto: a casa.

Nota: Al día siguiente, salió una noticia en prensa, ante cuyo titular no pude dejar de pensar la suerte que había tenido al no coincidir dentro de un submarino con visitantes con esta capacidad de síntesis.

Créditos:
Portada y transcripción, según traducción de Heliodoro Lillo Lutteroth, de Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne, en edición de Círculo de Lectores de julio de 1969, con ilustraciones de portada e interiores de Ballestar (pp. 8-9 y 203-205).