“En
el drama griego, a la fosca tragedia, lentamente desenvuelta, sucede siempre
una breve y descarada pieza satírica; un epílogo de tal especie no falta
tampoco en el drama de María Estuardo. En la mañana del 8 de febrero [de
1587] rodó su cabeza; a la mañana
siguiente, ya todo Londres tiene conocimiento de la ejecución. Una alegría
ilimitada acoge la noticia en la ciudad y en todo el país. Y si el oído de la
soberana, en general tan fino, no se hubiera embotado y ensordecido
súbitamente, tendría ahora, en realidad, Isabel que informarse acerca de qué
festividad fuera del calendario celebran sus súbditos de modo tan estrepitoso. Pero
sabiamente se guarda muy bien de preguntar; en forma cada vez más densa, se
envuelve en el encantado manto de su falta de barruntos. Oficialmente quiere
ser informada, o más bien «sorprendida», con la noticia de la decapitación de
su rival.
El
turbio encargo de notificar la ejecución de su dear
sister, de su querida hermana, a la en
apariencia desconocedora de ello correspóndele a Cecil. No lo realiza con
alegre ánimo. Desde hace veinte años han caído sobre el experto consejero
diferentes tormentas en ocasiones análogas, en las cuales era auténtica una
moderada cólera y ficción política lo demás; también esta vez, aquel hombre
tranquilo y serio se pertrecha internamente de una especial resignación antes
de penetrar en la sala de recibo de su soberana para darle a conocer oficialmente
la consumada ejecución. Pero la impetuosa escena que ahora se produce carece de
precedentes. ¿Cómo? ¿Se han atrevido, sin saberlo ella, sin su expresa orden, a
decapitar a María Estuardo? ¡Imposible! Jamás habría llegado ella a adoptar una
medida tan cruel mientras un enemigo extranjero no hubiera pisado el suelo de
Inglaterra. Sus consejeros le han engañado, le han traicionado, han procedido
con ella como belitres. (…)
Ahora
bien, ni un solo momento habían dudado Cecil y sus amigos de que Isabel se
desembarazaría públicamente de la illegal action de Estado calificándola de un «error de
autoridades subalternas». En la conciencia de su deseada desobediencia se habían
asociado para apartar a la reina el «peso» de la responsabilidad, tomándola
sobre sí conjuntamente. Pero habían pensado que Isabel sólo ante el mundo se
serviría de este efugio y que, sub rosa,
en la sala de las audiencias privadas, hasta les daría gracias por la pronta
remoción de su rival. No obstante, hasta tal punto había preparado íntimamente
Isabel su fingida cólera, que, sin su voluntad, o por lo menos más allá de su
voluntad, se convirtió en auténtica. (…) Sobre el desgraciado Davison,
derrámase, abrasadora, toda la copa del furor regio. Es destinado a ser el
chivo expiatorio, el objeto que demuestre la inocencia de Isabel. (…)
Naturalmente los mismos consejeros de Estado que se habían juramentado para
compartir fraternamente entre sí la responsabilidad dejaron bochornosamente
abandonado a su camarada; únicamente corrieron para salvar de esta tormenta
regia sus propios puestos de ministros y sus prebendas. Davison , que no tiene
otro testigo del encargo de Isabel que las mudas paredes, es condenado a una
multa de diez mil libras, suma que jamás podrá pagar, y es metido en la cárcel;
cierto que más tarde le arrojan en secreto el dinero de una pensión; pero nunca
más le es permitido volver a aparecer en la Corte en vida de Isabel; su carrera
está destrozada; su vida, definitivamente, vacía. Siempre es peligroso para los
cortesanos el no comprender los secretos deseos de sus amos. Pero a veces aún
llega a ser más fatal el haberlos comprendido demasiado bien.”
Créditos:
Extracto del capítulo Sainete (1587-1603) de la obra María Estuardo, de Stefan Zweig, según
traducción de Ramón Mª Tenreiro, tomado de la séptima edición, de 2008,
realizada por Editorial Juventud en su colección Libros de Bolsillo Z (pp. 344-346).
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