viernes, 8 de febrero de 2013

Como gustéis... espero

En el drama griego, a la fosca tragedia, lentamente desenvuelta, sucede siempre una breve y descarada pieza satírica; un epílogo de tal especie no falta tampoco en el drama de María Estuardo. En la mañana del 8 de febrero [de 1587] rodó su cabeza; a la mañana siguiente, ya todo Londres tiene conocimiento de la ejecución. Una alegría ilimitada acoge la noticia en la ciudad y en todo el país. Y si el oído de la soberana, en general tan fino, no se hubiera embotado y ensordecido súbitamente, tendría ahora, en realidad, Isabel que informarse acerca de qué festividad fuera del calendario celebran sus súbditos de modo tan estrepitoso. Pero sabiamente se guarda muy bien de preguntar; en forma cada vez más densa, se envuelve en el encantado manto de su falta de barruntos. Oficialmente quiere ser informada, o más bien «sorprendida», con la noticia de la decapitación de su rival.
El turbio encargo de notificar la ejecución de su dear sister, de su querida hermana, a la en apariencia desconocedora de ello correspóndele a Cecil. No lo realiza con alegre ánimo. Desde hace veinte años han caído sobre el experto consejero diferentes tormentas en ocasiones análogas, en las cuales era auténtica una moderada cólera y ficción política lo demás; también esta vez, aquel hombre tranquilo y serio se pertrecha internamente de una especial resignación antes de penetrar en la sala de recibo de su soberana para darle a conocer oficialmente la consumada ejecución. Pero la impetuosa escena que ahora se produce carece de precedentes. ¿Cómo? ¿Se han atrevido, sin saberlo ella, sin su expresa orden, a decapitar a María Estuardo? ¡Imposible! Jamás habría llegado ella a adoptar una medida tan cruel mientras un enemigo extranjero no hubiera pisado el suelo de Inglaterra. Sus consejeros le han engañado, le han traicionado, han procedido con ella como belitres. (…)
Ahora bien, ni un solo momento habían dudado Cecil y sus amigos de que Isabel se desembarazaría públicamente de la illegal action de Estado calificándola de un «error de autoridades subalternas». En la conciencia de su deseada desobediencia se habían asociado para apartar a la reina el «peso» de la responsabilidad, tomándola sobre sí conjuntamente. Pero habían pensado que Isabel sólo ante el mundo se serviría de este efugio y que, sub rosa, en la sala de las audiencias privadas, hasta les daría gracias por la pronta remoción de su rival. No obstante, hasta tal punto había preparado íntimamente Isabel su fingida cólera, que, sin su voluntad, o por lo menos más allá de su voluntad, se convirtió en auténtica. (…) Sobre el desgraciado Davison, derrámase, abrasadora, toda la copa del furor regio. Es destinado a ser el chivo expiatorio, el objeto que demuestre la inocencia de Isabel. (…) Naturalmente los mismos consejeros de Estado que se habían juramentado para compartir fraternamente entre sí la responsabilidad dejaron bochornosamente abandonado a su camarada; únicamente corrieron para salvar de esta tormenta regia sus propios puestos de ministros y sus prebendas. Davison , que no tiene otro testigo del encargo de Isabel que las mudas paredes, es condenado a una multa de diez mil libras, suma que jamás podrá pagar, y es metido en la cárcel; cierto que más tarde le arrojan en secreto el dinero de una pensión; pero nunca más le es permitido volver a aparecer en la Corte en vida de Isabel; su carrera está destrozada; su vida, definitivamente, vacía. Siempre es peligroso para los cortesanos el no comprender los secretos deseos de sus amos. Pero a veces aún llega a ser más fatal el haberlos comprendido demasiado bien.

Créditos:
Extracto del capítulo Sainete (1587-1603) de la obra María Estuardo, de Stefan Zweig, según traducción de Ramón Mª Tenreiro, tomado de la séptima edición, de 2008, realizada por Editorial Juventud en su colección Libros de Bolsillo Z (pp. 344-346).

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