domingo, 10 de noviembre de 2013

Una leonina y grande Piedra

León había nacido en Toscana, pero había venido muy pronto a la Ciudad Eterna, a la cual llamaba «mi patria». Por su ascendencia y por su educación, era un verdadero Romano, de aquella raza que había sido tan fuerte bajo la República y en el siglo de oro del Imperio. Agregado muy joven al clero romano, había alcanzado muy pronto en él una gran autoridad por sus virtudes, su inteligencia y su carácter. Cuando todavía era un simple acólito, había sido encargado por Sixto, el futuro Papa, de una misión de confianza cerca de San Agustín. (…) Como consejero de Celestino II y de Sixto III fue luego encargado en varias ocasiones de misiones diplomáticas y religiosas. Cumplía una, muy delicada, en las Galias, cuando murió el Papa. El prestigio de León era tan grande que los fieles romanos lo eligieron, ausente. Fue consagrado a su regreso, el 29 de septiembre de 440. Tenía entonces entre cuarenta y cincuenta años.
La situación, de todos modos, era grave. En Occidente, Valentiniano III, menguado adolescente de veinte años, sólo tenía fuerzas para sus placeres, (…). En Oriente, Teodosio II el Calígrafo, bajo la influencia del gran chambelán Crisaro, se había convertido en protector de los herejes. ¡Qué vigorosa aparecía la figura de León ante aquellos turbios personajes! Tenía una idea elevadísima de la misión que le incumbía en adelante. «¡El bienaventurado Pedro, exclamaba, persevera en la solidez de piedra que recibió; y no abandonará nunca el gobierno de esa Iglesia que se puso en su mano!» Tenía conciencia de que proseguía la obra del Príncipe de los Apóstoles: y no había de fracasar en ella.
San León se nos aparece, pues, bajo el aspecto de un jefe. Claro, preciso, metódico, fue uno de esos cerebros que ordenan, instintivamente, las gestiones más complejas y hallan su solución práctica. Su carácter era sólido, inquebrantable. Los acontecimientos hostiles no hacían mella en él; cuando todo caminaba hacia el desastre, se mantenía firme y su maravillosa serenidad apaciguaba las inquietudes que le rodeaban. Fue también un alma generosa, siempre abierta, impregnada de la caridad de Cristo; y aunque dominó las desdichas de su época, no se le debe creer insensible a ellas. Y todos aquellos méritos, de los cuales tuvo una exacta conciencia, porque sabía a qué alto designio los consagraba, reposaron sobre un fondo de humildad, aumentado por la conciencia que tenía de su misión. «¡No juzguéis de la herencia por la indignidad del heredero!», murmuraba, y esa frase lo resume. Es la fe, la conducta de un verdadero cristiano.
Un hombre semejante estaba predestinado para consolidar la Iglesia en aquella época crítica. (…) Frente al Imperio en trance de disgregación, opuso «Roma, Sede Sagrada del bienaventurado Pedro, merced al cual ha llegado a convertise en la Reina del Universo». (…)
Su papel en la Iglesia fue inmenso. Quiso que no se le escapase nada de cuanto se refería a los sagrados intereses que tenía a su cargo. En Roma, era muy accesible y se le veía salir a menudo de su palacio de Letrán para ocuparse de las calamidades públicas, hacer reedificar las ruinas, emprender excavaciones en las Catacumbas y distribuir trigo en las horas de hambre. En Italia (lo demuestra su correspondencia), se ocupó de mil cosas: de las condiciones que había que exigir a los candidatos al Episcopado, de la administración de los bienes eclesiásticos, de la fecha del Bautismo, de las relaciones con los Bárbaros. Hizo sentir su influencia incluso en las provincias lejanas, y no toleró que se transigiera con la tradición, con los principios o con su autoridad. (…) Luchó infatigablemente contra los herejes de toda índole: el Pelagianismo, el Maniqueísmo y el Priscilianismo le hallaron igualmente firme e igualmente decidido «a sacar a las almas del abismo del error». No hubo ninguna cuestión, grave o mínima, que interesase a la Igleisa, que él no examinase, y a la cual no tratase de imponer una solución. Con esa acción incesante y universal, San León aseguró para siempre la idea del primado de la Sede Apostólica y fue, según Batiffol, el organizador del Papado histórico. «Roma –leemos en carta dirigida por él en 10 de agosto de 496 [se trata de una errata, tal vez 456] a unos Obispos de África–, Roma da soluciones a los casos que se le someten; estas soluciones son sentencias y Roma, para el porvenir, establece sanciones». ¡Qué lenguaje! Era la primera vez que se oía tan alto en la Historia cristina.
(…) Más doctor que teólogo, San León contribuyó a ensanchar en muchas direcciones el campo del pensamiento Cristiano. Todavía se releen hoy con gusto, al menos en parte, sus sermones, tan dignos y de un nivel muy accesible. (…) Su obra escrita, aunque carece de bases filosóficas e incluso de cultura –no sabía el griego–, impresiona por el gusto que revela de las fórmulas netas y precisas, tan alejado como sea posible estarlo de las disertaciones «bizantinas».(…)
Así fue aquel hombre, aquel hombre de Dios. Por su sola presencia, por la confianza absoluta que manifestaba toda su vida en la perennidad de la Iglesia y su acción salvadora, fue verdaderamente la encarnación de la esperanza en una época en que toda ilusión desfallecía. Aunque la antigua Roma tuviera que desaparecer (¿lo sospechó acaso Saan León?), la Roma de los Apóstoles y de los Mártires estaba construida sobre una piedra que nada haría vacilar jamás. Esta convicción fue la que le dio el valor necesario para ir él, inerme sacerdote, a afrontar a Atila, y el prestigio suficiente para obtener de él la retirada de sus tropas. (…)
El 10 de noviembre de 461, murió aquel gran Papa. Se le depositó en el atrio de la basílica de San Pedro desde donde había de continuar, como dijo el epitafio redactado en 688 por el Papa Sergio I, «velando para que el lobo, siempre al acecho, no saquee el rebaño». Se ha dicho de él que fue el Papa del Viejo Mundo, y ello es cierto en el sentido de que fue el testigo más lúcido del drama en el que se desplomaba aquella sociedad. Pero, sobre todo, fue el Papa de la salvaguardia, cuya energía y cuya fe salvaron lo que podía ser salvado y prepararon a la Iglesia para el esfuerzo del mañana.

Y es que, en efecto, menos de quince años después, era derrocado Rómulo Augústulo, último emperador romano de Occidente, con el resultado, claramente visible en pocos años de que “ya no había Occidente, ni Europa, ni unidad romana, y un mosaico de Estados Bárbaros había sucedido al Imperium.
Sin embargo, persistió un principio de unidad, que fue siempre el mismo: la Iglesia, el Cristianismo, al cual se le veía trabajar por todas partes, resistir a los Visigodos [entonces arrianos] con el Obispo Sidonio Apolinar, arrostrar a los feroces Vándalos en África, y continuar la conquista de las almas, la formación de los hombres, la dirección y la administración; la Iglesia que, encarnada en sus Papas, continuaba la obra de León el Grande.

Créditos:
Extractos de los apartados San León el Grande y el Papado y El fin del Occidente Romano, del capítulo II El huracán de los Bárbaros y los diques de la Iglesia, en el Tomo III La Iglesia de los tiempos bárbaros, de la obra de Daniel Rops, Historia de la Iglesia de Cristo, tomado de la edición especial realizada para Círculo de Amigos de la Historia, en 1970 (pp. 75-78 y 79), de la biblioteca del padre del autor.
Fotografía de la estatua de San Pedro sedente (atribuida a Arnolfo di Cambio), en el interior de la Basílica de San Pedro, en el Vaticano, de septiembre de 2011, del autor.

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