“La noticia de los sangrientos acontecimientos del memorable dia dos de Mayo, que ha dejado tan profundos recuerdos en el corazon de la generacion actual, llegó oportunamente á Valencia, para reanimar la revolucion, que se presentaba moribunda, antes de nacer (…) Mientras los gefes, empero, preparaban el movimiento, dando á sus formas el carácter que en sus planes trataban de imprimir, y celebrando frecuentes reuniones ora en la celda del P. Rabanals, de la órden de Ntra. Sra. de la Merced, ora en la casa de Bertran, cuyas discusiones terminaron en otra, que se celebró numerosa y definitiva en Monte-Olivete, estalló inesperadamente la revolucion por accion espontánea del pueblo.
Era costumbre en aquella época acudir á la plaza de las Pasas los entusiastas defensores de la independencia española y los mas pronunciados enemigos de la invasion, con el objeto de leer todos los dias de correo las noticias que abundantemente les ofrecia la gaceta, satisfaciendo dos cuartos al encargado de sostener la suscricion. Como era costumbre en aquella clase de reuniones, donde los artesanos y los labradores formaban la parte más numerosa, no faltaban algunos que ó mas elocuentes ó mas audaces, comentaban las noticias, hacian cundir otras, y esponian sus opiniones con calor, con franqueza y con entusiasmo tambien. Entre estos se hicieron notables el P. Fr. Juan Marti, de la órden de S. Francisco y un paisano llamado Francisco Amorós y Roig, que con la lealtad española que caracteriza aquella revolucion, manifestaban sus principios, que en general no tenian otra tendencia que la de salvar al rey, y rechazar de nuestro territorio á los franceses. Sin miras personales, sin ambicion mezquina el pueblo valenciano se lanzó en la revolucion con una fe política, que apenas concebimos en nuestros dias, y los actos de sus primeros empujes llevan el sello de la union, de la sinceridad y del mas acrisolado patriotismo. (…)
Valencia, no obstante, sin preveer ni la venganza ni los crímenes, esperaba con impaciencia el correo del veintitres de Mayo, que debía confirmar las funestas noticias que circulaban de continuo, cada vez mas alarmantes, mas ansiadas cada vez, desde las sangrientas escenas del dia dos del mismo mes. Ya desde el amanecer del dia veintitres se hallaba la plaza de las Pasas obstruida por una multitud de paisanos de todas clases, cuyas fisonomías espresaban la grave agitacion con que aguardaban ansiosos la llegada del correo, y con él los papeles oficiales del gobierno. Repartióse por fin la correspondencia, y empezóse la lectura de la gaceta, que contenia entre otros documentos la abdicacion de la corona á favor del emperador de los franceses. Apenas se habia concluido la lectura, cuando el sordo rumor del descontento interrumpió el profundo silencio que se observaba en torno del lector, y al escuchar la órden terminante en que se mandaba reconocer por rey de España á José Bonaparte, resonó el grito de aquella multitud repitiendo desesperadamente las voces de «¡viva Fernando VII! ¡mueran los franceses!» Durante el tumulto que produjo la nueva inesperada, se oyó la voz del P. Juan Martí por una parte, y por otra la de Francisco Amorós, que con diferente lenguage cada uno escitaron, aumentaron y enardecieron aquellas masas exaltadas ya, que por uno de esos movimientos inspirados por las circunstancias y que se hallan siempre fuera del alcance de los planes mas bien combinados, se dirigieron á la ciudadela, conservando aun la antigua costumbre que los valencianos habian tenido de acudir á aquella fortaleza, donde se hallaban las armas en depósito, y de que se hacian uso en casos de importantes conflictos para la capital.
(…)
No es sin embargo el pueblo de Valencia el mas dispuesto á contar en la inaccion las largas horas que suelen invertirse en los debates, y apremiado por su genio ardiente, principió de nuevo á gritar. En esta confusion se acercó uno al P. Martí y le dijo con denuedo: «Padre, suba V. y diga á esos señores, que resuelvan pronto porque se nos apura la paciencia.»
(…)
No tardó mucho en circular por la multitud esta determinacion prudente asaz para servir de discusion en un gabinete, pero poco eficáz para acallar la exaltacion de un pueblo como el de Valencia, puesto en movimiento, y arrebatado por el primer impulso de su revolucion. Acaso el descontento que se observó al rededor de la audiencia se transmitió por conducto de los grupos que circulaban por toda la ciudad hasta la plaza de las Pasas, donde al mismo tiempo sucedia otra escena de no menor importancia que la que vamos describiendo. Hallábase en aquella plaza reunida mucha gente que ansiosa de saber el resultado de las providencias que esperaban del acuerdo, veia pasar el tiempo con una lentitud que solo en los momentos de crisis y de grandes calamidades parece eterno y pesado. Harto ya, pues, sin duda de esperar un tal Vicente Domenech (conocido por el Palleter, porque vendia pajuelas) se desciñó la faja encarnada que llevaba, y rompiéndola en varios girones los repartió entre algunos de sus compañeros, y reservándose el mas grande, la ató en la punta de una caña, junto con dos estampas representando la una la imágen de la Virgen de los Desamparados, que llevaba consigo, y la otra el retrato del rey, que recogió de las que Vicente Beneito arrojó con profusion desde una de las ventanas de su casa. Practicado esto, enarboló Domenech su improvisada bandera en medio de las repetidas aclamaciones y vítores de la multitud y seguido por numerosos grupos se dirigió á la contigua plaza del Mercado. De este modo llegaron á la puerta de una casa, donde se espendia papel sellado, y pidieron que se les entregase todo inmediatamente. Imposible fuera al espendedor resistir á aquella fuerza amenazante y entusiasta, y así no opuso dificultad á la entrega del papel. Apenas llegó uno de los pliegos á las manos de Domenech, se encaramó en una silla, lo rasgó á la vista de todos, y dijo en nuestro idioma: «Un pòbre palleter li declara la guèrra á Napoleon: ¡viva Fernando VII y muiguen els traidors!». [muiguen=mueran] Un prolongado grito de aprobacion contestó á esta corta arenga, tan original como sencilla, y tan enérgica como atrevida. Algo de grande ofrecia aquel hombre oscuro con su bandera de caña, y su rostro polvoroso, desafiando el poder colosal del gigante de la Europa desde un rincon de Valencia, á la vista del pueblo inmenso que llenaba confusamente la estensa plaza del Mercado y á la sombra del colosal edificio de la lonja de la seda.”
Una bandera de caña. No más necesitaba una sociedad civil.
Ahora, más bien parece que las únicas cañas que se reclaman, son las de cerveza.
Créditos:
Portada de la edición de 1981, facsimilar de la de 1845, del Tomo I de la obra Historia de la Ciudad y Reino de Valencia, de Vicente Boix y transcripción de los textos, tomada del Tomo II, Libro X, pp- 133-139.
Fotos, del autor, de:
Placa en recuerdo de los héroes del 2 de mayo, en la Puerta del Sol de Madrid, de agosto de 2007.
Detalle del monumento en memoria del capitán Pedro Velarde, junto al Alcázar de Segovia, de julio de 2008.
Estatua en recuerdo de Vicente Doménech, el Palleter, juntos a las Torres de Quart, en Valencia, de mayo de 2007.
Placa en recuerdo del Grito del Palleter, en la fachada de la Lonja de Valencia recayente a la actual Plaza de la Compañía, de noviembre de 2007.
Era costumbre en aquella época acudir á la plaza de las Pasas los entusiastas defensores de la independencia española y los mas pronunciados enemigos de la invasion, con el objeto de leer todos los dias de correo las noticias que abundantemente les ofrecia la gaceta, satisfaciendo dos cuartos al encargado de sostener la suscricion. Como era costumbre en aquella clase de reuniones, donde los artesanos y los labradores formaban la parte más numerosa, no faltaban algunos que ó mas elocuentes ó mas audaces, comentaban las noticias, hacian cundir otras, y esponian sus opiniones con calor, con franqueza y con entusiasmo tambien. Entre estos se hicieron notables el P. Fr. Juan Marti, de la órden de S. Francisco y un paisano llamado Francisco Amorós y Roig, que con la lealtad española que caracteriza aquella revolucion, manifestaban sus principios, que en general no tenian otra tendencia que la de salvar al rey, y rechazar de nuestro territorio á los franceses. Sin miras personales, sin ambicion mezquina el pueblo valenciano se lanzó en la revolucion con una fe política, que apenas concebimos en nuestros dias, y los actos de sus primeros empujes llevan el sello de la union, de la sinceridad y del mas acrisolado patriotismo. (…)
Valencia, no obstante, sin preveer ni la venganza ni los crímenes, esperaba con impaciencia el correo del veintitres de Mayo, que debía confirmar las funestas noticias que circulaban de continuo, cada vez mas alarmantes, mas ansiadas cada vez, desde las sangrientas escenas del dia dos del mismo mes. Ya desde el amanecer del dia veintitres se hallaba la plaza de las Pasas obstruida por una multitud de paisanos de todas clases, cuyas fisonomías espresaban la grave agitacion con que aguardaban ansiosos la llegada del correo, y con él los papeles oficiales del gobierno. Repartióse por fin la correspondencia, y empezóse la lectura de la gaceta, que contenia entre otros documentos la abdicacion de la corona á favor del emperador de los franceses. Apenas se habia concluido la lectura, cuando el sordo rumor del descontento interrumpió el profundo silencio que se observaba en torno del lector, y al escuchar la órden terminante en que se mandaba reconocer por rey de España á José Bonaparte, resonó el grito de aquella multitud repitiendo desesperadamente las voces de «¡viva Fernando VII! ¡mueran los franceses!» Durante el tumulto que produjo la nueva inesperada, se oyó la voz del P. Juan Martí por una parte, y por otra la de Francisco Amorós, que con diferente lenguage cada uno escitaron, aumentaron y enardecieron aquellas masas exaltadas ya, que por uno de esos movimientos inspirados por las circunstancias y que se hallan siempre fuera del alcance de los planes mas bien combinados, se dirigieron á la ciudadela, conservando aun la antigua costumbre que los valencianos habian tenido de acudir á aquella fortaleza, donde se hallaban las armas en depósito, y de que se hacian uso en casos de importantes conflictos para la capital.
(…)
No es sin embargo el pueblo de Valencia el mas dispuesto á contar en la inaccion las largas horas que suelen invertirse en los debates, y apremiado por su genio ardiente, principió de nuevo á gritar. En esta confusion se acercó uno al P. Martí y le dijo con denuedo: «Padre, suba V. y diga á esos señores, que resuelvan pronto porque se nos apura la paciencia.»
(…)
No tardó mucho en circular por la multitud esta determinacion prudente asaz para servir de discusion en un gabinete, pero poco eficáz para acallar la exaltacion de un pueblo como el de Valencia, puesto en movimiento, y arrebatado por el primer impulso de su revolucion. Acaso el descontento que se observó al rededor de la audiencia se transmitió por conducto de los grupos que circulaban por toda la ciudad hasta la plaza de las Pasas, donde al mismo tiempo sucedia otra escena de no menor importancia que la que vamos describiendo. Hallábase en aquella plaza reunida mucha gente que ansiosa de saber el resultado de las providencias que esperaban del acuerdo, veia pasar el tiempo con una lentitud que solo en los momentos de crisis y de grandes calamidades parece eterno y pesado. Harto ya, pues, sin duda de esperar un tal Vicente Domenech (conocido por el Palleter, porque vendia pajuelas) se desciñó la faja encarnada que llevaba, y rompiéndola en varios girones los repartió entre algunos de sus compañeros, y reservándose el mas grande, la ató en la punta de una caña, junto con dos estampas representando la una la imágen de la Virgen de los Desamparados, que llevaba consigo, y la otra el retrato del rey, que recogió de las que Vicente Beneito arrojó con profusion desde una de las ventanas de su casa. Practicado esto, enarboló Domenech su improvisada bandera en medio de las repetidas aclamaciones y vítores de la multitud y seguido por numerosos grupos se dirigió á la contigua plaza del Mercado. De este modo llegaron á la puerta de una casa, donde se espendia papel sellado, y pidieron que se les entregase todo inmediatamente. Imposible fuera al espendedor resistir á aquella fuerza amenazante y entusiasta, y así no opuso dificultad á la entrega del papel. Apenas llegó uno de los pliegos á las manos de Domenech, se encaramó en una silla, lo rasgó á la vista de todos, y dijo en nuestro idioma: «Un pòbre palleter li declara la guèrra á Napoleon: ¡viva Fernando VII y muiguen els traidors!». [muiguen=mueran] Un prolongado grito de aprobacion contestó á esta corta arenga, tan original como sencilla, y tan enérgica como atrevida. Algo de grande ofrecia aquel hombre oscuro con su bandera de caña, y su rostro polvoroso, desafiando el poder colosal del gigante de la Europa desde un rincon de Valencia, á la vista del pueblo inmenso que llenaba confusamente la estensa plaza del Mercado y á la sombra del colosal edificio de la lonja de la seda.”
Una bandera de caña. No más necesitaba una sociedad civil.
Ahora, más bien parece que las únicas cañas que se reclaman, son las de cerveza.
Créditos:
Portada de la edición de 1981, facsimilar de la de 1845, del Tomo I de la obra Historia de la Ciudad y Reino de Valencia, de Vicente Boix y transcripción de los textos, tomada del Tomo II, Libro X, pp- 133-139.
Fotos, del autor, de:
Placa en recuerdo de los héroes del 2 de mayo, en la Puerta del Sol de Madrid, de agosto de 2007.
Detalle del monumento en memoria del capitán Pedro Velarde, junto al Alcázar de Segovia, de julio de 2008.
Estatua en recuerdo de Vicente Doménech, el Palleter, juntos a las Torres de Quart, en Valencia, de mayo de 2007.
Placa en recuerdo del Grito del Palleter, en la fachada de la Lonja de Valencia recayente a la actual Plaza de la Compañía, de noviembre de 2007.
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