“Con viva preocupación y con asombro creciente venimos observando, hace
ya largo tiempo, la vía dolorosa de la Iglesia y la opresión progresivamente
agudizada contra los fieles, de uno u otro sexo, que le han permanecido devotos
en el espíritu y en las obras.”
“La experiencia de los años transcurridos hace patentes las
responsabilidades y descubre las maquinaciones que, ya desde el principio, no
se propusieron otro fin que una lucha hasta el aniquilamiento. En los surcos
donde nos habíamos esforzado por echar la simiente de la verdadera paz, otros
esparcieron —como el inimicus homo de
la Sagrada Escritura (Mt 13, 25)— la
cizaña de la desconfianza, del descontento, de la discordia, del odio, de la
difamación, de la hostilidad profunda, oculta o manifiesta, contra Cristo y su
Iglesia, desencadenando una lucha que se alimentó en mil fuentes diversas y se
sirvió de todos los medios. Sobre ellos, y solamente sobre ellos y sobre sus
protectores, ocultos o manifiestos, recae la responsabilidad de que en el
horizonte de Alemania no aparezca el arco iris de la paz, sino el nubarrón que
presagia luchas religiosas desgarradoras.”
“Venerables hermanos, Nos no nos hemos cansado de hacer ver a los
dirigentes, responsables de la suerte de vuestra nación, las consecuencias que
se derivan necesariamente de la tolerancia, o peor aún, del favor prestado a
aquellas corrientes.”
“Sin embargo, el fin de la presente carta, venerables hermanos, es otro.
Como vosotros nos visitasteis amablemente durante nuestra enfermedad, así ahora
nos dirigimos a vosotros, y por vuestro conducto, a los fieles católicos de
Alemania, los cuales, como todos los hijos que sufren y son perseguidos, están
muy cerca del corazón del Padre común. En esta hora en que su fe está siendo
probada, como oro de ley, en el fuego de la tribulación y de la persecución, insidiosa
o manifiesta, y en que están rodeados por mil formas de una opresión organizada
de la libertad religiosa, viviendo angustiados por la imposibilidad de tener
noticias fidedignas y de poder defenderse con medios normales, tienen un doble
derecho a una palabra de verdad y de estímulo moral por parte de Aquel a cuyo
primer predecesor dirigió el Salvador aquella palabra llena de significado: Yo
he rogado por ti para que no desfallezca tu fe, y tú, una vez convertido,
confirma a tus hermanos (Lc 22,32).”
“Quien, con una confusión panteísta, identifica a Dios con el universo,
materializando a Dios en el mundo o deificando al mundo en Dios, no pertenece a
los verdaderos creyentes.”
“En vuestras regiones, venerables hermanos, se alzan voces, en coro cada
vez más fuerte, que incitan a salir de la Iglesia; y entre los voceadores hay
algunos que, por su posición oficial, intentan producir la impresión de que tal
alejamiento de la Iglesia, y consiguientemente la infidelidad a Cristo Rey, es
testimonio particularmente convincente y meritorio de su fidelidad al actual
régimen. Con presiones ocultas y manifiestas, con intimidaciones, con
perspectivas de ventajas económicas, profesionales, cívicas o de otro género,
la adhesión de los católicos a su fe —y singularmente la de algunas clases de funcionarios
católicos— se halla sometida a una violencia tan ilegal como inhumana. Nos, con
paterna emoción, sentimos y sufrimos profundamente con los que han pagado a tan
caro precio su adhesión a Cristo y a la Iglesia; pero se ha llegado ya a tal
punto, que está en juego el último fin y el más alto, la salvación, o la
condenación; y en este caso, como único camino de salvación para el creyente,
queda la senda de un generoso heroísmo. Cuando el tentador o el opresor se le
acerque con las traidoras insinuaciones de que salga de la Iglesia, entonces no
habrá más remedio que oponerle, aun a precio de los más graves sacrificios
terrenos, la palabra del Salvador: Apártate de mí, Satanás, porque está
escrito: al Señor tu Dios adorarás y a El sólo darás culto (Mt 4,10; Lc 4,8). A la Iglesia, por el contrario,
deberá dirigirle estas palabras: ¡Oh tú, que eres mi madre desde los días de mi
infancia primera, mi fortaleza en la vida, mi abogada en la muerte, que la
lengua se me pegue al paladar si yo, cediendo a terrenas lisonjas o amenazas,
llegase a traicionar las promesas de mi bautismo! Finalmente, aquellos que se
hicieron la ilusión de poder conciliar con el abandono exterior de la Iglesia
la fidelidad interior a ella, adviertan la severa palabra del Señor: El que
me negare delante de los hombres, será negado ante los ángeles de Dios (Lc
12,9).”
“La inmortalidad, en sentido cristiano, es la sobrevivencia del hombre
después de la muerte terrena, como individuo personal, para la eterna
recompensa o para el eterno castigo. Quien con la palabra inmortalidad no quiere expresar más que una
supervivencia colectiva en la continuidad del propio pueblo, para un porvenir
de indeterminada duración en este mundo, pervierte y falsifica una de las
verdades fundamentales de la fe cristiana y conmueve los cimientos de cualquier
concepción religiosa, la cual requiere un ordenamiento moral universal. Quien
no quiere ser cristiano debería al menos renunciar a enriquecer el léxico de su
incredulidad con el patrimonio lingüístico cristiano.”
“La cruz de Cristo, aunque que su solo nombre haya llegado a ser para
muchos locura y escándalo (cf 1Cor
1,23), sigue siendo para el cristiano la señal sacrosanta de la redención, la bandera
de la grandeza y de la fuerza moral. A su sombra vivimos, besándola morimos; sobre
nuestro sepulcro estará como pregonera de nuestra fe, testigo de nuestra
esperanza, aspiración hacia la vida eterna.”
“Sobre la fe en Dios, genuina y pura, se funda la moralidad del género
humano. Todos los intentos de separar la doctrina del orden moral de la base
granítica de la fe, para reconstruirla sobre la arena movediza de normas
humanas, conducen, pronto o tarde, a los individuos y a las naciones a la
decadencia moral. El necio que dice en su corazón: No hay Dios, se encamina a la corrupción moral (Sal 13[14],1). Y estos necios, que presumen
separar la moral de la religión, constituyen hoy legión. No se percatan, o no
quieren percatarse, de que, el desterrar de las escuelas y de la educación la
enseñanza confesional, o sea, la noción clara y precisa del cristianismo,
impidiéndola contribuir a la formación de la sociedad y de la vida pública, es
caminar al empobrecimiento y decadencia moral. Ningún poder coercitivo del Estado,
ningún ideal puramente terreno, por grande y noble que en sí sea, podrá
sustituir por mucho tiempo a los estímulos tan profundos y decisivos que
provienen de la fe en Dios y en Jesucristo. Si al que es llamado a las empresas
más arduas, al sacrificio de su pequeño yo en bien de la comunidad, se le quita
el apoyo moral que le viene de lo eterno y de lo divino, de la fe ennoblecedora
y consoladora en Aquel que premia todo bien y castiga todo mal, el resultado
final para innumerables hombres no será ya la adhesión al deber, sino más bien
la deserción. La observancia concienzuda de los diez mandamientos de la ley de
Dios y de los preceptos de la Iglesia —estos últimos, en definitiva, no son
sino disposiciones derivadas de las normas del Evangelio—, es para todo
individuo una incomparable escuela de disciplina orgánica, de vigorización
moral y de formación del carácter. Es una escuela que exige mucho, pero no más
de lo que podemos. Dios misericordioso, cuando ordena como legislador: «Tú
debes», da con su gracia la posibilidad de ejecutar su mandato. El dejar, por consiguiente,
inutilizadas las energías morales de tan poderosa eficacia o el obstruirles a sabiendas
el camino en el campo de la instrucción popular, es obra de irresponsables, que
tiende a producir una depauperación religiosa en el pueblo. El solidarizar la
doctrina moral con opiniones humanas, subjetivas y mudables en el tiempo, en
lugar de cimentarla en la santa voluntad de Dios eterno y en sus mandamientos,
equivale a abrir de par en par las puertas a las fuerzas disolventes. Por lo
tanto, fomentar el abandono de las normas eternas de una doctrina moral
objetiva, para la formación de las conciencias y para el ennoblecimiento de la
vida en todos sus planos y ordenamientos, es un atentado criminal contra el
porvenir del pueblo, cuyos tristes frutos serán muy amargos para las
generaciones futuras.”
“Es una nefasta característica del tiempo presente querer desgajar no
solamente la doctrina moral, sino los mismos fundamentos del derecho y de su
aplicación, de la verdadera fe en Dios y de las normas de la relación divina.
Fíjase aquí nuestro pensamiento en lo que se suele llamar derecho natural,
impreso por el dedo mismo del Creador en las tablas del corazón humano (cf.
Rom 2,14-15), y que la sana razón humana
no obscurecida por pecados y pasiones es capaz de descubrir. A la luz de las
normas de este derecho natural puede ser valorado todo derecho positivo,
cualquiera que sea el legislador, en su contenido ético y, consiguientemente,
en la legitimidad del mandato y en la obligación que implica de cumplirlo. Las
leyes humanas, que están en oposición insoluble con el derecho natural, adolecen
de un vicio original, que no puede subsanarse ni con las opresiones ni con el aparato
de la fuerza externa. Según este criterio, se ha de juzgar el principio:
«Derecho es lo que es útil a la nación». Cierto que a este principio se le
puede dar un sentido justo si se entiende que lo moralmente ilícito no puede
ser jamás verdaderamente ventajoso al pueblo. Hasta el antiguo paganismo
reconoció que, para ser justa, esta frase debía ser cambiada y decir: «Nada hay
que sea ventajoso si no es al mismo tiempo moralmente bueno; y no por ser ventajoso
es moralmente bueno, sino que por ser moralmente bueno es también ventajoso [Cicerón,
De officiis III, 30). Este principio,
desvinculado de la ley ética, equivaldría, por lo que respecta a la vida
internacional, a un eterno estado de guerra entre las naciones; además, en la
vida nacional, pasa por alto, al confundir el interés y el derecho, el hecho
fundamental de que el hombre como persona tiene derechos recibidos de Dios, que
han de ser defendidos contra cualquier atentado de la comunidad que pretendiese
negarlos, abolirlos o impedir su ejercicio. Despreciando esta verdad se pierde
de vista que, en último término, el verdadero bien común se determina y se
conoce mediante la naturaleza del hombre con su armónico equilibrio entre
derecho personal y vínculo social, como también por el fin de la sociedad, determinado
por la misma naturaleza humana. El Creador quiere la sociedad como medio para
el pleno desenvolvimiento de las facultades individuales y sociales, del cual
medio tiene que valerse el hombre, ora dando, ora recibiendo, para el bien
propio y el de los demás. Hasta aquellos valores más universales y más altos
que solamente pueden ser realizados por la sociedad, no por el individuo,
tienen, por voluntad del Creador, como fin último el hombre, así como su
desarrollo y perfección natural y sobrenatural. El que se aparte de este orden
conmueve los pilares en que se asienta la sociedad y pone en peligro la
tranquilidad, la seguridad y la existencia de la misma.”
“El creyente tiene un derecho inalienable a profesar su fe y a
practicarla en la forma más conveniente a aquélla. Las leyes que suprimen o
dificultan la profesión y la práctica de esta fe están en oposición con el
derecho natural.”
“Los padres, conscientes y conocedores de su misión educadora, tienen,
antes que nadie, derecho esencial a la educación de los hijos, que Dios les ha
dado, según el espíritu de la verdadera fe y en consecuencia con sus principios
y sus prescripciones. Las leyes y demás disposiciones semejantes que no tengan
en cuenta la voluntad de los padres en la cuestión escolar, o la hagan ineficaz
con amenazas o con la violencia, están en contradicción con el derecho natural
y son íntima y esencialmente inmorales.”
“Por mil voces [a los jóvenes]
se os repite al oído un Evangelio que no ha sido revelado por el Padre celestial;
miles de plumas escriben al servicio de una sombra de cristianismo, que no es
el cristianismo de Cristo. La prensa y la radio os inundan a diario con
producciones de contenido opuesto a la fe y a la Iglesia y, sin consideración y
respeto alguno, atacan lo que para vosotros debe ser sagrado y santo.”
“Por esto, Nos decimos a esta juventud: Cantad vuestros himnos de
libertad, mas no olvidéis que la verdadera libertad es la libertad de los hijos
de Dios. No permitáis que la nobleza de esta insustituible libertad desaparezca
en los grilletes serviles del pecado y de la concupiscencia. No es lícito a
quien canta el himno de la fidelidad a la patria terrena convertirse en
tránsfuga y traidor con la infidelidad a su Dios, a su Iglesia y a su patria
eterna. Os hablan mucho de grandeza heroica, contraponiéndola osada y
falsamente a la humildad y a la paciencia evangélica, pero ¿por qué os ocultan
que se da también un heroísmo en la lucha moral, y que la conservación de la
pureza bautismal representa una acción heroica, que debería ser apreciada como
merece, tanto en el campo religioso como en el natural? (…)
Con una indiferencia rayana en el desprecio, se
despoja al día del Señor de su carácter sagrado y de su recogimiento que
corresponde a la mejor tradición alemana.”
“Un saludo particularmente cordial va también a los padres católicos.
Sus derechos y sus deberes en la educación de los hijos que Dios les ha dado
están en el punto agudo de una lucha tal que no se puede imaginar otra mayor.
La Iglesia de Cristo no puede comenzar a gemir y a lamentarse solamente cuando
se destruyen los altares y manos sacrílegas incendian los santuarios. Cuando se
intenta profanar, con una educación anticristiana, el tabernáculo del alma del
niño, santificada por el bautismo; cuando se arranca de este templo vivo de
Dios la antorcha de la fe y en su lugar se coloca la falsa luz de un
sustitutivo de la fe, que no tiene nada que ver con la fe de la cruz, entonces
ya está inminente la profanación espiritual del templo, y es deber de todo creyente
separar claramente su responsabilidad de la parte contraria, y su conciencia de
toda pecaminosa colaboración en tan nefasta destrucción. Y cuanto más se
esfuercen los enemigos en negar o disimular sus turbios designios, tanto más necesaria
es una avisada desconfianza y una vigilancia precavida, estimulada por una
amarga experiencia. La conservación meramente formularia de una instrucción
religiosa —por otra parte controlada y sojuzgada por gente incompetente— en el
ambiente de una escuela que en otros ramos de la instrucción trabaja
sistemática y rencorosamente contra la misma religión, no puede nunca ser
título justificativo para que un cristiano consienta libremente en tal clase de
escuela, destructora para la religión. Sabemos, queridos padres católicos, que
no es el caso de hablar, con respecto a vosotros, de un semejante
consentimiento, y sabemos que una votación libre y secreta entre vosotros
equivaldría a un aplastante plebiscito en favor de la escuela confesional. Y
por esto no nos cansaremos tampoco en lo futuro de echar en cara francamente a
las autoridades responsables la ilegalidad de las medidas violentas que hasta ahora
se han tomado, y el deber que tienen de permitir la libre manifestación de la
voluntad. Entretanto, no os olvidéis de esto: ningún poder terreno puede
eximiros del vínculo de responsabilidad, impuesto por Dios, que os une con
vuestros hijos. Ninguno de los que hoy oprimen vuestro derecho a la educación y
pretenden sustituiros en vuestros deberes de educadores podrá responder por
vosotros al Juez eterno, cuando le dirija la pregunta: ¿Dónde están los que yo
te di? Que cada uno de vosotros pueda responder: No he perdido a ninguno de
los que me diste (Jn 18,9).”
“Como otras épocas de la Iglesia, también ésta será precursora de nuevos
progresos y de purificación interior, cuando la fortaleza en la profesión de la
fe y la prontitud en afrontar los sacrificios por parte de los fieles de Cristo
sean lo bastante grandes para contraponer a la fuerza material de los opresores
de la Iglesia la adhesión incondicional a la fe, la inquebrantable esperanza,
anclada en lo eterno, la fuerza arrolladora de una caridad activa. El sagrado
tiempo a la Cuaresma y de Pascua, que invita al recogimiento y a la penitencia
y hace al cristiano volver los ojos más que nunca a la cruz, así como también
al esplendor del Resucitado, sea para todos y para cada uno de vosotros una
ocasión, que acogeréis con gozo y aprovecharéis con ardor, para llenar toda el
alma con el espíritu heroico, paciente y victorioso que irradia de la cruz de
Cristo. Entonces los enemigos de Cristo —estamos seguros de ello—, que en vano
sueñan con la desaparición de la Iglesia, reconocerán que se han alegrado
demasiado pronto y que han querido sepultarla demasiado deprisa.”
Tal día como hoy, hace 77
años, el Papa Pío XI firmaba la encíclica Mit
brennender Sorge, la cual es conocida por su crítica al desarrollo que
entonces (1937) ya mostraba el régimen nacional-socialista a todo aquel que, desde
fuera de Alemania, quisiera verlo, como sí hizo Chesterton (fallecido en 1936),…
y como no hicieron los dirigentes políticos de Occidente (ni en 1937, ni en
1938, ni avanzado 1939).
Sin embargo, como puede
verse, la encíclica recoge párrafos que, si no fuera por algunas escasas
menciones expresas a Alemania, son plenamente de actualidad.
Lo que introduce la
consideración de que, o bien las referencias al régimen nacional-socialista
eran más bien coyunturales propias del momento, o bien la filosofía totalitaria
del régimen nacional-socialista sigue, aun camuflada, vigente.
Esta anotación, hay que
reconocerlo, ha resultado muuuy larga,… pero es que la cosa viene de muuuuy lejos.
Créditos:
Extractos de la encíclica
Mit brennender Sorge (de los puntos 1,
5, 6, 8, 10, 24, 29, 31, 34, 35, 36, 37, 40, 43, 48 y 51), tomados de la página
del Vaticano para dicha encíclica.
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