domingo, 30 de marzo de 2014

Los primeros y el último: los únicos

Como había predicho el Comité de Fugas, los que dominaban el alemán fueron los que lo tuvieron más fácil, especialmente los oriundos del continente europeo propiamente dicho.

Y además de la ‘facilidad’, la suerte también intervino.

Al contrario que la mayoría de los demás evadidos, los noruegos Per Bergsland y Jens Muller apenas se toparon con problemas. A las 02.04 horas cogieron sin complicaciones un tren expreso a Frankfurt an der Oder en la estación de Sagan, Poco después se subieron al mismo tren Gordon Brettell, René Marcinkus, Henri Picard y Tim Walenn. El tren llegó a las 06.00 horas a Frankfurt, donde se apearon Bergsland y Muller (los otros cuatro ya se habían bajado en Kustrin). En Frankfurt, los dos noruegos no despertaron sospechas y nadie les abordó mientras hacían tiempo en la ciudad hasta las 10.00 horas, hora en que cogieron el tren a Stettin [ciudad con puerto, en la ribera del Oder, casi en su desembocadura en el Báltico, entonces en Alemania, y actualmente, con el nombre de Szczecin, en el voivodato polaco de Pomerania Occidental, eso sí, junto a la frontera con Alemania]. Cuando poco después de las 13.00 horas llegaron a su destino, se encaminaron directamente a una dirección, en Kleine Oder Strasse, que Roger Bushell había proporcionado a los que planeaban huir por el Báltico. Entonces descubrieron con horror que se trataba de un burdel para marineros suecos. Los dos fugitivos no disponían de dinero suficiente como para malgastarlo en un lugar como aquél, así que se despidieron educadamente y se alejaron de allí. No obstante, un golpe de suerte permitió a los hombres entrar en contacto con un marinero que prometió ayudarles. El hombre organizó los preparativos para introducir a los fugitivos de forma clandestina en los muelles cerca de un barco que zarparía rumbo a Suecia. Según sus instrucciones, Bergsland y Muller debían esconderse detrás de un montón de cajas hasta que él les avisara de que podían salir. Por desgracia, el hombre ya no volvió a aparecer, y los dos noruegos tuvieron que ver zarpar el barco desde tierra, totalmente desolados. Sólo consiguieron salir del puerto convenciendo a los guardias de la entrada de que eran electricistas con permiso para desembarcar de otro buque sueco, cuyo nombre había memorizado Bergsland. Era una estratagema arriesgada y difícilmente les habría dado resultado de no ser porque hablaban un perfecto alemán con acento escandinavo.
Bergsland y Muller se registraron en un hotel de aspecto inofensivo para pasar la noche de la forma menos llamativa posible y se sirvieron del viejo truco de pasar el resto del día en el anonimato de una sala de cine. Al caer la noche, se dirigieron de nuevo al burdel de Bushell. Esta vez tuvieron suerte y conocieron a una pareja de marineros suecos que se ofrecieron a introducir clandestinamente a los dos noruegos en su barco aquella misma noche. De nuevo, se arriesgaban a perderlo todo. Los fugitivos no disponían de los documentos que tendrían que mostrar a los guardias alemanes que les esperarían a la entrada del puerto, pero los marineros suecos les convencieron de que los alemanes no siempre eran tan estrictos como deberían. Los cuatro hombres se acercaron al puerto fingiendo un estado de semiembriaguez tras una noche de juerga en la ciudad. Para sorpresa de los fugitivos, los dos suecos tenían razón. Los guardias alemanes ni se inmutaron al verles y aceptaron la simple excusa de que se habían olvidado los papeles a bordo antes de salir de permiso aquella noche.
Los marineros suecos les acompañaron hasta el compartimiento en el que se guardaba el ancla y en el que podrían hacerse un hueco y esconderse. Lo único malo era que faltaba un día y medio para que zarpara el buque. Al menos, los marineros suecos les fueron llevando pequeños bocados de comida de vez en cuando para ir aguantando. Los dos fugitivos no estaban nada cómodos y se sentían intranquilos cada vez que oían pasos desconocidos acercándose a su escondite. Además, sabían que los alemanes inspeccionarían el barco antes de autorizar su salida. Lo único que podían hacer era cruzar los dedos y esperar que el registro no fuera demasiado minucioso. Finalmente, el mal trago que estaban temiendo fue anunciado por el sonido de dos pares de botas recorriendo metódicamente el castillo de proa. Bergsland y Muller contuvieron la respiración mientras los dos soldados alemanes enfocaban con las linternas en torno al estrecho escondite. En un momento dado, uno de los alemanes se puso a tantear con las manos cerca de los molinetes del ancla. Cuando sondeó cuidadosamente el compartimiento, estuvo a punto de meter un dedo en el ojo de Bergsland.
Por suerte, el alemán no percibió ninguna irregularidad y los dos soldados siguieron inspeccionando otras partes del barco. Poco después, los dos noruegos oyeron con inmenso alivio el rugido y el chapoteo de los motores al arrancar. Alrededor de las 19.00 horas del 29 de marzo, el barco soltó amarras y zarpó. Cuatro horas después atracó en Göteborg (Suecia), donde ya eran de hecho hombres libres: No obstante, prefirieron pecar de precavidos y esperaron hasta el día siguiente [es decir, el 30 de marzo de 1944], cuando el barco entró en Estocolmo, para desembarcar y entregarse al Consulado Británico. Habían pasado seis días desde su huida del Stalag Luft III. Entonces no lo sabían, pero eran los primeros hombres de la Gran Evasión que habían conseguido llegar a casa felizmente. Por desgracia, formarían parte de un grupo demasiado selecto.

Y por poco, el grupo selecto queda reducido sólo a los noruegos.

Aparte de ellos dos, Bob van der Stok sería el único evadido que llegaría a territorio aliado. También en su caso fueron sus dotes lingüísticas y su conocimiento de la Europa ocupada lo que le permitió conquistar la libertad. No obstante, pasó muchas más semanas a la fuga que los dos noruegos. Van der Stok había tomado la decisión de escapar solo, considerando que un compañero probablemente sería más un lastre que una ayuda. Tras sus alarmantes encuentros con el guardia alemán en el bosque cercano al Stalag Luft III y con la muchacha del andén que dijo que buscaba a oficiales evadidos, el holandés ya no tuvo más percances desagradables. Viajó sin contratiempos en el mismo tren a Breslau [es decir, Breslavia, y  en polaco, Wrocław, actualmente en el voivodato polaco de Baja Silesia - por tanto, huyó hacia el sur-sudeste, en dirección contraria a la de los noruegos] que Gouws, Kidder, Kirby-Green y Stevens y, al llegar allí compró un billete a Allanaar (Holanda). El viaje requeriría tres cambios de tren.
Van der Stok llegó a Dresde a las 10.00 horas del mismo día. Allí, viendo que tendría que esperar unas 12 horas, dio un paseo por la ciudad medieval, una de las más hermosas de Europa, antes de refugiarse en una sala de cine [igual que los noruegos]. A las 20.00 horas cogió un tren a Hannover, donde todavía le quedaba una hora más de viaje antes de entrar en Holanda, para lo cual tenía que pasar la frontera en Oldenzaal. Aquélla sería la parte más peliaguda de su fuga. Van der Stok era consciente de que los controles de frontera serían exhaustivos y, como se temía, el tren se detuvo en Oldenzaal, justo antes de la frontera, y los pasajeros recibieron la orden de salir. Todos tuvieron que ponerse en fila frente a una mesa en la que un agente de la Gestapo inspeccionaba la documentación de cada uno. La agradable sensación de libertad y anonimato que el fugitivo había experimentado en Dresde empezaba a desvanecerse rápidamente. La cola avanzaba paso a paso y Van der Stok se sentía cada vez más inseguro. Era inconcebible que a aquellas alturas todavía no se hubiera descubierto el túnel, y él era consciente de que su fotografía habría estado circulando por todas las oficinas de la Gestapo del país. La espera se estaba convirtiendo en un tormento y, consciente de que se le aceleraba el pulso, Van der Stok sólo esperaba que su desasosiego no le hiciera empezar a sudar a chorros.
Finalmente, le llegó el turno de enfrentarse al inspector. «Papiere», pidió el hombre de la Gestapo. Van der Stok le mostró los billetes de tren y los documentos falsos. El agente jugueteó con el Ausweis con los dedos. «Wohin?» («¿a dónde?»), le preguntó. «Alkmaar», contestó Van der Stok. Sin vacilar ni por un momento, el alemán estampó sus iniciales en el documento y se lo devolvió al fugitivo de la RAF, que volvió a su vagón y se dejó caer sobre el asiento hecho un manojo de nervios, como recordaría posteriormente en su libro de memorias de 1987 War Pilot Orange.
No obstante, el peligro no había pasado, y él lo sabía. A los alemanes no se les escaparía que, a primera hora de la mañana del día siguiente a la evasión, un holandés había comprado un billete de Breslau a Alkmaar. Era bastante posible que la Gestapo le esperara en la estación cuando se apeara, así que, cuando el tren llegó a Utrecht, la estación anterior a Alkmaar, Van der Stok decidió bajarse.
Aunque el oficial de la RAF había pasado parte de su vida estudiantil en Utrecht, no se sentía a gusto allí porque la ocupación nazi había dejado irreconocible la ciudad. Van der Stok se dirigió al domicilio de uno de sus antiguos profesores, una de las pocas personas en quien sabía que podía confiar. El profesor se mostró encantado de verle e invitó a su casa a otro profesor que conocía a Van der Stok. Los tres hombres se pasaron horas rememorando los viejos tiempos. Los profesores describieron el avance de la ocupación alemana a su antiguo alumno, y éste les habló de sus tiempos como piloto de la RAF en Inglaterra y de cómo terminó encerrado en el Stalag Luft III. Finalmente, consiguieron encontrar un piso franco para él en Amersfoort.
(…)
Mientras tanto, el último de los hombres de la Gran Evasión seguía a la fuga. Bob van der Stok llevaba casi un mes en Amersfoort. Allí había descubierto que el movimiento de resistencia era incapaz de ayudarle (…). Finalmente, el fugitivo decidió apañárselas solo e intentar repetir la ruta que había seguido para huir a Gran Bretaña en 1940. La Resistencia (…) le ayudó a atravesar de forma clandestina el río Mosa para entrar en Bélgica. Allí, Van der Stok se encontró solo y sin dinero. Desesperado, entró en un Banco y afirmó que había perdido la cartera. Estaba seguro de que, si le permitían llamar a su tío de Amberes, éste le mandaría algo de dinero. La jugada le salió bien. Su tia le mandó un giro y le dio la dirección de un amigo rico que le podía alojar. Van der Stok pasó las siguientes semanas rodeado relativamente de lujos en el barrio de Uccle, a las afueras de Bruselas. El amigo de su tía era director de una compañía de seguros y vivía en una casa que tenía incluso pista de tenis, que Van der Stok fue invitado a utilizar siempre que quisiera. Por desgracia, la Resistencia de Bruselas también se mostró reticente a prestarle ayuda. (…). Van der Stok volvía a estar solo.
Por muy contento que estuviera de haber encontrado un lujoso remanso de paz después de tantos años de privaciones, Van der Stok se sentía impaciente por volver a Gran Bretaña y reanudar la lucha contra la Alemania nazi. Su anfitrión le organizó un viaje a París con todos los permisos necesarios. Desde allí, Van der Stok se dirigió a Toulouse, al sur, y seguidamente a la pequeña localidad de St. Gaudens [en el Alto Garona, cerca de la frontera con España, en concreto, con el Valle de Arán], donde podía localizar un contacto cuyo nombre le había dado el movimiento clandestino belga. Van der Stok tenía que dirigirse a una cafetería, pero se había olvidado del nombre del establecimiento. El contacto le había dicho que, al ser holandés, no podría de ningún modo olvidar aquel nombre. Sin embargo, el oficial de la RAF acabó pasándose horas dando vueltas por St. Gaudens mientras buscaba una cafetería cuyo nombre le sonara de algo. Al fin, acabó dando con ella: «Café L'Orangerie». ¿Cómo pudo haberlo olvidado? Tras presentarse a la dueña de la cafetería, Van der Stok tuvo ocasión de cambiarse de ropa. Después, le condujeron a una casa de campo situada a varios kilómetros de distancia. El holandés se encontraba ahora en manos de los maquis, la Resistencia francesa. Su nuevo hogar era el refugio de varios fugitivos, entre ellos un estadounidense, un canadiense y 13 judíos alemanes.
Al día siguiente, Van der Stok escuchó con el resto del grupo las instrucciones de los maquis sobre cómo iban a escapar. Caminarían de noche hacia los Pirineos, atravesando un desfiladero de las montañas en fila de a uno. Si alguien echaba a correr o se separaba de la fila recibiría un tiro en el acto. La fuga estaría financiada por el dinero que pondrían entre todos. Los fugitivos se vaciaron los bolsillos y entregaron todo el dinero que llevaban. Aquella misma noche se pusieron en marcha. El camino era extremadamente tortuoso y hacía un frío glacial. Cuanto más ascendía el grupo de hombres y mujeres, más helado era el viento. Finalmente llegaron a una casa de campo en las estribaciones de las montañas donde podrían descansar aquella noche. Estaban exhaustos y hambrientos. El día siguiente, se produjo un grave contratiempo. Van der Stok se ofreció a acompañar a uno de los maquis y al estadounidense a la cafetería de un pueblo para avituallarse. Al llegar allí se encontraron con que los alemanes habían descubierto el establecimiento clandestino. Soldados armados se bajaron de varios automóviles para asaltar la cafetería, con las ametralladoras escupiendo fuego. Los tres hombres lograron escapar ilesos pero se ordenó al grupo que se trasladara rápidamente a un castillo en ruinas, donde estarían más a salvo. A la mañana siguiente, el contingente fue guiado a través del desfiladero. La marcha resultó ser extenuante una vez más. Después de cruzarlo, el maquis señaló a lo lejos, hacia un verde collado.
«Al otro lado del collado está España -dijo el guía-. A partir de aquí tendrán que seguir por su cuenta.» Acto seguido, el maquis se marchó. El grupo decidió separarse: los judíos alemanes se quedarían juntos y los militares seguirían una ruta distinta. Horas más tarde, Van der Stok estaba en España y viajando a la Embajada Británica de Madrid. Volvió a Inglaterra a través de Gibraltar y en dos meses ya estaba liderando el Escuadrón 322 (Holandés) de aviones Spitfire en misiones sobre Holanda.

Como vemos, de los setenta y seis evadidos, sólo tres consiguieron regresar a Inglaterra.

Curiosamente, aunque todos de la R.A.F., ninguno de los que alcanzaron la libertad eran británicos, ni siquiera de la Commonwealth, sino aliados del continente: dos noruegos y un holandés.

Créditos:
Extractos de La gran evasión, de Tim Carroll, según traducción de Daniel Cortés Corona y Soledad Alférez Ródenas, tomados de la edición en rústica realizada en abril de 2007 por Inédita Editores (pp. 282, 283-285 y 285-296), de la biblioteca del autor.

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