martes, 25 de marzo de 2014

… Astra.

A las 20.30 horas la cabeza de Ker-Ramsay asomó finalmente por la trampilla y anunció que el túnel estaba listo para admitir al primer grupo de fugitivos. Un escalofrío de nerviosismo se propagó por todo el barracón, pero antes de que se declarara oficialmente el comienzo de la evasión, el coronel Massey visitó el barracón y les dedicó unas palabras de aliento. Dado que Wings Day iba a participar en la evasión, Massey asumía las funciones de oficial superior británico, cargo que ya «compartían» de manera extraoficial. Massey rogó a los hombres que se abstuvieran de provocar a los alemanes si alguno era capturado y les volvió a repetir las advertencias que Day había recibido del Kommandant.
Después, empezaron a descender al túnel los primeros oficiales de un grupo de avanzada. Johnny Marshall y Johnny Bull iban a la cabeza. Les seguían Bushell y su compañero de fuga, Bernard Scheidhauer; Sydney Dowse y el capitán checo Wally Valenta, y el sudafricano apasionado de los deportes Rupert Stevens. Los encargados de abrir la trampilla reforzada de salida eran Marshall y Bull, mientras que los demás tenían que esperar abajo, en el ensanche que había a los pies del pozo de salida, con Sydney Dowse listo para tirar de la cuerda y dar la señal de que la evasión había comenzado. Mientras lo preparaban todo, los prisioneros que iban a continuación empezaron a descender por la trampilla. Enseguida se formó una cadena de hombres en fila, tumbados boca abajo sobre las vagonetas, cada uno agarrando sus bártulos por delante. Había 17 hombres en total esperando en el túnel para salir. (…)
El resto de los hombres seguía en el barracón esperando su turno, en un silencio sepulcral. No obstante, cuando llegó la hora señalada para el inicio de la evasión, nada parecía indicar que la fuga se hubiera puesto en marcha. Pronto, todos los que esperaban en la superficie, hacinados en el Barracón 104, empezaron a ponerse nerviosos. Unos cuchicheos ansiosos rompieron el silencio. Todos querían saber si algo había salido mal. (…)
La respuesta a lo que todos se preguntaban se encontraba en el otro extremo del túnel, donde Bull se enfrentaba a muchas dificultades para abrir la trampilla de salida. No podía hacer que cediera ni un centímetro. Después de una hora de forcejear con ella, agotado por el esfuerzo, Bull volvió a descender para dejar que Marshall probara suerte. Marshall se despojó de sus ropas de paisano para no mancharlas y se encaramó hasta la parte superior del pozo en ropa interior, pero la trampilla seguía inamovible. Los dos hombres se maldijeron en voz baja por haber hecho tan buen trabajo cuando la instalaron. No había quien la moviera, como si la hubieran fijado con cemento. Marshall regresó a la cámara del fondo del pozo, totalmente exasperado. Bull volvió a subir a hacer otro intento. El sudor le caía por la frente mientras el tiempo seguía pasando inexorablemente. (…)
Mientras el silencio volvía a adueñarse del recinto en la superficie, Harry Johnny Bull sintió de pronto que la trampilla cedía un poco. Siguió arañando los bordes hasta que empezó a soltarse cada vez más y cayó en sus manos, junto con una cascada de tierra. Haciendo caso omiso de la arena que le caía sobre los ojos, Bull siguió horadando los 20 cm de tierra que faltaban y que cayeron al fondo del pozo. En el punto de escala técnica que había debajo de Bull, la atmósfera había pasado de ser tensa a angustiosa. Sólo los que estaban en la cabeza del túnel sabían cuál era el problema. Fue todo un alivio cuando poco después de las 22,00 horas Ker-Ramsay sintió una suave brisa de aire fresco. Debían haber conseguido abrir la salida. Una sensación de alivio se propagó por todo el túnel y por el pozo de acceso hasta los hombres que esperaban arriba. Una oleada de silenciosa euforia lo invadió todo pero, tras la excitación inicial se vio que el tiempo seguía pasando inexorable sin que las cosas empezaran a moverse como era de esperar. Rápidamente volvió la tensión. En los ojos de todos los del 104 se podía leer la misma pregunta callada: ¿qué está pasando? (…)
Lo que estaba ocurriendo era que en la cámara que había en la base del pozo de salida se estaba manteniendo, entre susurros, una discusión urgente. Bull había asomado sus oscurecidas facciones con gran cautela fuera del hoyo para encontrarse frente a una alarmante revelación. El hoyo no desembocaba desahogadamente en la arboleda, como habían planeado los topógrafos. Muy por el contrario, se quedaba al menos 7 metros corto y se abría inmediatamente detrás de una torre de vigilancia que se encontraba a sólo 13 metros de distancia. No había ni un árbol que pudiera entorpecer el campo de visión que tenían los guardias desde la torre o desde el camino que rodeaba el recinto, que estaba incluso más cerca del orificio de salida. (…)
En la base del pozo de salida, los hombres soltaron unas cuantas maldiciones en voz baja antes de ponerse a revisar a toda prisa las opciones que tenían. No les preocupaba demasiado la garita, ya que los guardias apostados allí estarían mirando hacia el recinto. El problema eran los guardias que patrullaban el perímetro del recinto. Podían posponer la evasión y excavar los pocos metros que faltaban en unos días, pero eso significaría esperar hasta que pasara la siguiente fase de luna llena. (…) Bushell decidió, sin más dilación, que no cabía la opción de retrasarla.
Bull le indicó que la valla de «hurones» que había en el linde del bosque les podía proporcionar cierto grado de protección frente a la mirada indiscreta de la patrulla de ronda. Podrían apostar allí a un oficial con una cuerda que llegara hasta el fondo del pozo. Él se encargaría de vigilar la garita y a los guardias que patrullaban el exterior del recinto. Si daba un tirón a la cuerda significaría que el siguiente hombre ya podía salir sin peligro por el orificio de salida. Los hombres correrían primero hasta la valla y después otros 70 metros por el bosque, guiados por otra cuerda, hasta otro punto de encuentro. El plan tenía sus riesgos, pero a nadie se le ocurría otra alternativa posible. Estaba claro que con el retraso que ya llevaban encima y existiendo la posibilidad de que se produjeran aún más retrasos no iban a conseguir que salieran los 200 ni mucho menos, pero si querían que escapara un número importante de hombres tenían que empezar a darse prisa. Los oficiales que había en la cámara de la base del pozo asintieron, no sin cierta reticencia. Sacarían a cuantos hombres pudieran. (…) Poco después, la noticia se propagó entre susurros hasta el otro extremo del túnel, junto con la petición de que enviaran una cuerda al pozo de salida.
La cuerda se fue pasando arrebatadamente de un hombre a otro, hasta llegar por fin a la base del pozo de salida. Bull se la echó alrededor de los brazos y volvió a trepar por la escalera una vez más, con Marshall siguiéndole de cerca. Uno tras otro, los dos hombres asomaron la cabeza por el túnel al frío aire de Silesia. Tras echar un vistazo a la garita y a la cerca, se encaramaron para salir del agujero y echaron a correr hacia el bosque. Eran las 22.30 horas. La Gran Evasión había comenzado. Era la culminación de 12 meses de duro esfuerzo, meticulosa planificación e ingenioso trabajo. Mientras los evadidos corrían el sprint final hacia la libertad, llevaban consigo los sueños y esperanzas de los cientos de otros hombres que habían dejado al otro lado de la alambrada. (…) Sin embargo, la meticulosidad con que se habían llevado a cabo todos los preparativos se echó a perder antes incluso de que comenzara la evasión. Casi todos habían perdido el tren que pensaban coger y ahora se encontraban ante la preocupante perspectiva de tener que subir todos en el mismo tren. Tras un rápido intercambio de ideas en las profundidades del bosque decidieron que una manera de mitigar el problema sería tratar, al menos, de no llegar a la estación todos a la vez. Decidieron que irían saliendo del bosque de dos en dos, a intervalos de cinco minutos.
La sensación de movimiento empezó a dejarse notar en el túnel. Ker-Ramsay, que estaba en la base del pozo de entrada, sintió por fin el tan esperado tirón de la cuerda. Soltó un suspiro de alivio y susurró las buenas noticias a los hombres que esperaban en la superficie. De nuevo, una sensación de alivio se difundió por el Barracón 104.
(…)
La fuga estaba en marcha, pero con una hora de retraso. Un poco más despacio y un poco menos confiados de lo que habían esperado, los fugitivos fueron abriéndose paso poco a poco a través del túnel.
Tal como había predicho el Comité de Fugas, no todo salió a pedir de boca. (…)
Las maletas se quedaban estancadas en el túnel o se caían de las vagonetas, bloqueando el paso. A veces los fugitivos tuvieron que dar marcha atrás por todo el túnel y empezar de nuevo. Todos se daban cuenta de que las cosas iban excesivamente despacio. Lejos de salir a un ritmo de un hombre cada dos o tres minutos, en algunos casos llegaban a tardar hasta 12 minutos. Todos empezaban a ponerse nerviosos y muchos perdieron la calma. Los ánimos se enardecieron y Ker-Ramsay empezó a perder la paciencia con los oficiales que aparecían con un equipaje demasiado voluminoso. En un momento dado, la cuerda con la que tiraban de las vagonetas se rompió, y perdieron varios minutos indispensables en repararla.(…)
Eran aproximadamente las 23.45 horas cuando los prisioneros oyeron de repente el conocido ulular de las sirenas de aviso de ataque aéreo. Aunque Berlín se encontraba a más de 160 km de distancia, se apagaban todas las luces de cualquier ciudad que pudiera servir de señal luminosa para los bombarderos, y Sagan no era una excepción. En cuestión de segundos, las luces del túnel se apagaron con un parpadeo y los fugitivos que estaban en las vagonetas experimentaron la más angustiosa de las situaciones: la oscuridad total. El Comité de Fugas había previsto el problema, por lo que había lámparas de aceite a mano. Pero se tardó un tiempo en encenderlas todas y entre algunos prisioneros cundió el pánico. Wings Day era el número 20 y estaba esperando en el Barracón 104. Estaba a punto de bajar por el pozo de acceso cuando se apagaron las luces. Pasaron otros 35 minutos antes de que el controlador del tráfico le diera luz verde. (…) Al menos, la cadena de fuga empezaba a moverse de nuevo, por despacio que fuera.
El apagón eléctrico tenía al menos una buena consecuencia. También había eliminado la iluminación del perímetro exterior del recinto y los reflectores de la superficie. Aquello no era del todo positivo porque en esta eventualidad los alemanes redoblaban la guardia y enviaban a sus hombres con perros de presa a patrullar los recintos. Sin embargo, en esta precisa ocasión los vigías aliados que estaban apostados en las ventanas de los barracones por todo el Recinto Norte no percibieron que se intensificara la actividad de los guardias. Quizá los alemanes habían llegado a la misma conclusión que el compañero de habitación de Jimmy James, que no valía la pena salir en aquella noche de perros. Durante unos valiosísimos minutos los hombres pudieron empezar a salir del túnel a un ritmo mucho más rápido, que se paralizó de pronto cuando ocurrió lo que todos se temían. La maleta de Tom Kirby-Green se enganchó en uno de los puntales de madera. La vagoneta se paró con una sacudida. Por un momento, un silencio nervioso se apoderó de todos y de pronto, el techo se derrumbó sobre Kirby-Green.
Tardaron una hora de frenética actividad en sacar al oficial de la RAF y en reparar los daños, y un minuto después de que acabaran de arreglarlo todo volvió la electricidad y se iluminó el túnel. Se había desaprovechado cualquier ventaja que pudieran haber sacado de la obligada oscuridad en que quedó sumido el campo por el ataque aéreo. El último de los 30 viajeros «prioritarios» no salió hasta la 01.00 horas de la madrugada. Si la evasión hubiera salido según los planes más optimistas, estos 30 portadores de maletines debían haber estado ya de camino hacia la estación de Sagan hacia las 22.30 horas y a estas alturas habría unos 105 hombres en el bosque.
El infatigable Jimmy James, el número 39, seguía esperando en la entrada del túnel, haciendo acopio de toda la paciencia que podía (…) Cuando por fin el controlador del tráfico le dijo que ya podía salir, James se puso contentísimo. Llevaba cuatro años encerrado y se había dejado la piel en preparar ésta y otras muchas intentonas de fuga.
James saltó con impaciencia hacia el pozo de acceso y bajó la escalerilla a toda prisa. Se acomodó en la vagoneta y se lanzó hacia el siguiente punto de maniobra tan contento como cualquier usuario habitual del metro de Londres camino de la auténtica parada de Piccadilly Circus. El avance de James por el túnel fue uno de los más fluidos. Después de cambiar velozmente de tren en Piccadilly Circus, a los pocos minutos ya estaba en camino de Leicester Square para hacer otro transbordo. Al igual que un tren de verdad que se aproximara al final del trayecto, la vagoneta empezó a aminorar. Cuando llegó a la improvisada «cortina silenciadora» que había al final del túnel, James la apartó a un lado y se encontró en la cámara de salida. Al llegar al final de la escalera, la visión de las estrellas encima suyo tenía un significado añadido para James, «Per Ardua ad Astra», se dijo a para sí, recitando el lema de la RAE «Había salido en medio de toda aquella blancura helada -recuerda James-, la torre de los "animales" estaba justo encima de mí y podía ver a un centinela por el camino que rodeaba el recinto.» No había tiempo que perder y James salió corriendo hacia los árboles con la sensación de que cada movimiento suyo sonaba como el estallido de un disparo de pistola. James recordaría más tarde que su paso a través del túnel había sido increíblemente rápido. «Era una forma bastante fácil de escapar, en realidad.»
Por desgracia, James fue una excepción a la regla. El progreso general era muy pesado y lento, no sólo porque se hubiera producido un pequeño desprendimiento del túnel unos minutos después de que él saliera. Uno de los que se llevaban mantas había ocasionado que se partieran dos puntales. Tardaron 30 minutos en reparar los daños pero, al cabo de poco tiempo, se produjo otra fractura por la misma razón, y las reparaciones provocaron un retraso de otra media hora más. Además, no cesaban de aparecer hombres con equipamiento inadecuado. (…)
(…) La evasión siguió plagada de pequeños derrumbes del túnel y roturas de las cuerdas, dado que los hombres estaban hechos un manojo de nervios y cometían errores elementales. No obstante, los fardos de mantas que algunos llevaban enrollados al cuello siguieron siendo el principal problema. Se enganchaban continuamente en los puntales de madera. El ritmo había descendido de un hombre cada 12 minutos a uno cada 14. Al final, a Ker-Ramsay no le quedó más remedio que prohibir las mantas, lo que significaba que los que iban a huir a pie quedarían a merced de temperaturas exteriores de hasta 30 grados bajo cero con poco más que sus harapientos gabanes y teniendo que sobrevivir a base de raciones que apenas darían para nutrir a un hombre sedentario. Una prueba de la profesionalidad de los hombres es que aceptaron la orden sin la más mínima queja. Les Brodrick, junto con sus compañeros de fuga, un joven aviador canadiense, Hank Birkland, y un hombre de la RAF, Denys Street, salieron en mitad de la gélida noche con ropas que casi ni servirían de abrigo en una noche fresca de verano, no digamos en el invierno más frío de Alemania en 30 años.
La única compensación a cambio fue que el ritmo de salidas se elevó a un hombre cada 10 minutos. Todos iban con retraso. A las 02.30 horas habían escapado menos de 50 hombres. Estaba muy claro que muchos de los que esperaban en el Barracón 104 no iban a tener la oportunidad de salir. Muy a su pesar, Ker-Ramsay ordenó a los 100 últimos que se fueran a la cama. Durante el resto de la noche, los desafortunados se tumbarían a soñar con lo que hubiera podido ser. (…) El amanecer estaba cada vez más cerca y sólo habían salido unos 60 o 70 hombres.
En el Barracón 104 todavía quedaba por tomar otra dura decisión. Dijeron a Tim Newman, el número 87 de la lista, que él sería el último hombre que podría bajar al túnel. Red Noble y Ken Shag Rees, que se encontraban ya dentro ocupándose de las maniobras, tendrían que retirarse en cuanto Newman se hubiera ido. El Comité de Fugas se aferraba a la remota posibilidad de poder tapar la salida del túnel y que siguiera sin ser descubierta para volver a utilizada en el futuro. No sospechaban que la salida se había transformado en un enorme boquete negro con un reguero de nieve y barro que conducía directamente hasta el bosque, totalmente a la vista de las torres de vigilancia, formado por las pisadas de los hombres que al correr habían ido derritiendo la nieve de alrededor.
(…)George McGill estaba haciendo su turno de controlador del tráfico apostado tras la valla de «hurones» del bosque y Roy Langlois vino a relevarle. El nativo de las islas del Canal estaba a punto de dar un tirón a la cuerda cuando vio una silueta oscura bajando los escalones de la torre de vigilancia. Eran cerca de las 04.30 horas, y no era la hora del cambio de guardia. Langlois observó atentamente a la figura. Con creciente alarma vio cómo el guardia se encaminaba directamente hacia el agujero de la salida. El alemán se detuvo a escasos metros, se abrió el gabán, y se puso en cuclillas para hacer sus necesidades. El oscuro orificio estaba justo frente a él. Langlois contuvo el aliento. El guardia pareció tardar una eternidad hasta que por fin se incorporó, dio media vuelta y se dirigió de nuevo hacia su puesto. Langlois esperó a que estuviera de nuevo sentado en su sitio mirando hacia el campamento para tirar de la cuerda, sin tener muy claro si todo eso acababa de ocurrir o si se trataba de una alucinación.
El tráfico del túnel continuó a un ritmo lento. Empezó a clarear cerca de las 05.00 horas. El negro del cielo fue dando paso a un gris desalentador con los matices rojizos del sol rozando el horizonte. Quedaba muy poco tiempo para que las luces del amanecer hicieran imposible seguir con la fuga. El número 76, el jefe de escuadrón Lawrence Reavell-Carter, y el número 77, el teniente de vuelo Keith Ogilvie, acababan de salir del túnel y corrían hacia el bosque. Les esperaba Tony Bethell, el joven piloto de Mustang y compañero de fuga de Reavell-Carter. Langlois seguía actuando de controlador del tráfico y acababa de dar la señal de vía libre a Len Trent, el número 79, cuando sus ojos se toparon con otra visión preocupante cerca de la alambrada. Uno de los guardias que patrullaban el perímetro exterior se estaba desviando de su ruta habitual y parecía dirigirse directamente hacia la salida del túnel. Si seguía en línea recta en la dirección que llevaba se iba a topar directamente con el oficial neozelandés Mike Shand, que en ese preciso instante estaba atravesando como una exhalación la zona de nieve que mediaba entre la valla para «hurones» y el bosque. Langlois volvió a tirar de la cuerda inmediatamente para avisar a Shand y a Trent. Ambos se tiraron al suelo con la nariz pegada a la nieve, sin saber muy bien cuál era el peligro.
Reavell-Carter también les observaba preocupado desde el bosque. El guardia estaba andando en dirección al orificio de salida, aunque estaba claro por su forma de moverse que no había notado nada raro. Sencillamente parecía haber decidido tomar una ruta distinta a la habitual. Al poco la preocupación de Reavell-Carter pasó a convertirse en auténtico pánico al ver que el centinela parecía haber notado algo raro. El «animal» se paró en seco y desenfundó el fusil con determinación. Rápidamente, dirigió sus pasos hacia el orificio del suelo, del que no habían parado de salir delatoras nubes de vapor durante toda la noche al contacto con el frío aire exterior. Shand ladeó la cabeza para ver qué estaba pasando; decidió que no había nada que perder y que merecía la pena intentar escapar a todo correr. Se puso en pie de un brinco y corrió hacia el bosque. Keith Ogilvie, que estaba esperando en el linde del bosque, corrió también a buscar cobijo en el interior. En aquel momento, el centinela alemán estaba justo encima de Len Trent aunque no lo sabía, gracias a la oscuridad. Estaba atento y sorprendido por el inesperado ajetreo y ruido de movimientos que se estaba produciendo entre las sombras que le rodeaban. Rápidamente se recuperó, levantó el fusil y apuntó hacia las sombras de Shand y Ogilvie. Al verlo, alarmado, Reavell-Carter se puso en pie de un salto y salió del bosque con las manos en alto gritando: «Nicht schiessen, nicht schiessen! (¡No disparen!, ¡no disparenl}». Reavell-Carter agitaba los brazos desesperadamente para llamar la atención del guardia. Langlois salió de las sombras para unirse a él. Eso sí que pilló totalmente desprevenido al guardia. Sin saber muy bien qué hacer, disparó un tiro al aire por encima de la cabeza de Mike Shand.
La fuerte detonación hizo entrar en razón también a Len Trent, que se puso en pie precavidamente, con los brazos en alto y las manos sobre la cabeza, casi al lado del atónito guardia. Shand siguió corriendo, aparentemente sin darse cuenta de los riesgos que habían afrontado Langlois y Reavell-Carter para salvarle la vida. El fugitivo desapareció en el bosque, pisándole los talones a Ogilvie. El alemán apuntó ansiosamente con la linterna en todas direcciones, sin parar de preguntarse si habría aún más oficiales aliados desperdigados por el suelo. El haz de luz pasó sobre cada uno de los alarmados rostros de los evadidos para sacarlos de las sombras. Langlois, Reavell-Carter y Trent siguieron cautelosamente con los brazos en alto, evitando hacer el menor movimiento que pudiera provocar al guardia. El alemán se dio cuenta de que se encontraba en medio de un enorme barrizal negruzco de nieve derretida. Se hizo a un lado con precaución y enfocó la salida del túnel. El haz de luz dio justo en la cara de Bob McBride, el número 80, a quien pilló encaramado en el último tramo de la escalera. McBride no pudo hacer nada sino esbozar una leve sonrisa. Al verle, el «animal» sacó su silbato y lo hizo sonar. No era más que un pitido de escasa potencia, pero resonó por el bosque y por el Recinto Norte como las trompetas del Juicio Final.


A las 08.30 horas [del sábado 25 de marzo de 1944] se procedió a hacer un recuento exhaustivo de todo el campo; los alemanes sacaron fotografías para identificar a los que seguían allí y a los que no. Cuando acabaron, se sabía el verdadero alcance de la evasión y los alemanes habían identificado a los 76 oficiales evadidos.

Créditos:
En el título, final de la segunda parte del lema de la Royal Air Force británica.
Extractos de La gran evasión, de Tim Carroll, según traducción de Daniel Cortés Corona y Soledad Alférez Ródenas, tomados de la edición en rústica realizada en abril de 2007 por Inédita Editores (pp. 223-237 y 242), de la biblioteca del autor.

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