A mediados de enero compré La fórmula preferida del profesor, alentado por una reseña que Urku de Azumendi había hecho en su blog El olor de los libros. Hace un tiempo anuncié que la iba a leer, y finalmente, esta semana me he puesto a ello y anteanoche terminé de leer esta novela escrita en 2003 por Yoko Ogawa, japonesa nacida en 1962 en Okayama, según traducción de Yoshiko Sugiyama y Héctor Jiménez Ferrer, publicada por Editorial Funambulista en su colección Literadura.
«Como en broma, que así se dicen las cosas muy serias, los matemáticos suelen hablar de El Libro, en el que Dios tiene escritos los teoremas más relevantes, con puebas perfectas, y del cual los humanos, en los momentos más inspirados, pueden atisbar, escribiendo con sus descubrimientos, modestas aproximaciones al texto ideal que expresa el lenguaje en que se cifra la realidad. En Él no hay sitio para la fealdad.
Tampoco lo hay en este relato de Yoko Ogawa, tersa narración de la sólo en apariencia inverosímil epifanía, en la que la modesta asistenta y su hijo Root, de cabeza plana, son agitados por el desvalido Profesor, Quirón, inmovilizado, que con sus flechas señala y a ratos consigue que “la luz atraviese el cielo, sin que lo impida la lluvia ni la oscuridad”.»
De esta manera, León González Sotos, profesor de la Universidad de Alcalá comienza su postfacio a la novela, al que titula Platón y Ramanujan en la cabaña de un ocioso.
Tres son los personajes principales (prácticamente los únicos) de la novela: una madre soltera que trabaja como asistenta; un profesor de matemáticas, ya anciano, y que por un accidente, su memoria inmediata sólo cubre los últimos 80 minutos; y un niño de diez años, hijo de la asistenta.
De todos, desconocemos sus nombres: ella es la narradora, o sea que no lo necesita; el profesor es ‘el profesor’ (“Mi hijo y yo le llamábamos profesor” es la frase con que se inicia la novela); y nos referiremos al niño por el apodo que le puso el profesor al conocerlo: “Tú eres «Root». La raíz cuadrada, es un signo realmente generoso que puede dar refugio dentro de sí a cualquier número sin decir nunca que no a ninguno.” (pág. 50)
Curiosamente, lo único que conocemos por su nombre (aparte de un jugador de béisbol), son fórmulas y teoremas matemáticos.
“Y mientras lo decía, [el profesor] sacó un papel de apuntes del bolsillo, garabateó algo en él, lo puso en el centro de la mesa y se marchó de la habitación Fue un gesto resuelto, como preparado con antelación. No había en él ni ira ni confusión, sólo un silencio envolvente.
Nosotros tres, callados y abandonados por el profesor, clavamos los ojos en el papel de apuntes. Permanecimos así durante un rato, sin movernos. Allí había escrita, en sólo una línea, una fórmula.
Nadie decía nada. La viuda había dejado de hacer ruido con las uñas. Entendí que poco a poco iban desapareciendo de sus pupilas la turbación, la frialdad y la duda. Pensé que tenía la mirada de alguien que entiende perfectamente la belleza de una fórmula matemática.” (pp.195-196)
“No se me escapó aquella línea, que apareció en un rincón de mi campo de visión mientras pasaba páginas sin rumbo fijo. Miré la nota y el libro para compararlos cuidadosamente. No cabía duda. Se llamaba fórmula de Euler.” (pág. 204)
En la contraportada se dice, destacado en negrita: “Una novela optimista que genera fe en el alma humana, contada con la belleza sencilla y verdadera de un «larguísimo» haikú”
“Volví a mirar la nota del profesor. Unos números que circularían periódicamente hasta el final y otros números extraviados que nunca mostrarían su verdadera naturaleza, aterrizaban en un punto tras haber dado una voltereta. No aparecía ningún círculo en ningún lugar, y sin embargo π caía volando desde el cielo, inesperado, a los pies de «e», y estrechaba la mano del tímido «i». Se apretujaban unos con otros y contenían la respiración, pero bastaba con que un hombre añadiera sólo un 1 para elque el mundo cambiase totalmente, sin previo aviso. El 0 era la madre del cordero.
La fórmula de Euler era como una estrella fugaz centelleando en la oscuridad. Era un verso grabado en una cueva tenebrosa. Impresionada por toda la belleza que contenía la fórmula, la guardé en la funda del pase del transporte.
(…)
Desde entonces, (…) sigo llevando conmigo la nota del profesor, y no la he tirado. La fórmula de Euler ha sido siempre para mí un apoyo, una sentencia, un tesoro y un recuerdo al mismo tiempo” (pp. 207-209)
“Después de leer el artículo, saqué el recorte que llevaba en la cartera del pase de transportes públicos, como solía hacer cuando recordaba al profesor. Era la fórmula de Euler que él había anotado a mano.
Siempre estará allí. Sin cambiar sus trazos, elogio de la tranquilidad, en un lugar en que puedo tocarla con sólo largar la mano.” (pág. 280)
La frase de la reseña no sólo es cierta, sino que, como vemos (y aunque la fórmula la escribiera el profesor sobre un papel y no un niño sobre una pizarra), la frase, digo, es matemáticamente cierta.
«Como en broma, que así se dicen las cosas muy serias, los matemáticos suelen hablar de El Libro, en el que Dios tiene escritos los teoremas más relevantes, con puebas perfectas, y del cual los humanos, en los momentos más inspirados, pueden atisbar, escribiendo con sus descubrimientos, modestas aproximaciones al texto ideal que expresa el lenguaje en que se cifra la realidad. En Él no hay sitio para la fealdad.
Tampoco lo hay en este relato de Yoko Ogawa, tersa narración de la sólo en apariencia inverosímil epifanía, en la que la modesta asistenta y su hijo Root, de cabeza plana, son agitados por el desvalido Profesor, Quirón, inmovilizado, que con sus flechas señala y a ratos consigue que “la luz atraviese el cielo, sin que lo impida la lluvia ni la oscuridad”.»
De esta manera, León González Sotos, profesor de la Universidad de Alcalá comienza su postfacio a la novela, al que titula Platón y Ramanujan en la cabaña de un ocioso.
Tres son los personajes principales (prácticamente los únicos) de la novela: una madre soltera que trabaja como asistenta; un profesor de matemáticas, ya anciano, y que por un accidente, su memoria inmediata sólo cubre los últimos 80 minutos; y un niño de diez años, hijo de la asistenta.
De todos, desconocemos sus nombres: ella es la narradora, o sea que no lo necesita; el profesor es ‘el profesor’ (“Mi hijo y yo le llamábamos profesor” es la frase con que se inicia la novela); y nos referiremos al niño por el apodo que le puso el profesor al conocerlo: “Tú eres «Root». La raíz cuadrada, es un signo realmente generoso que puede dar refugio dentro de sí a cualquier número sin decir nunca que no a ninguno.” (pág. 50)
Curiosamente, lo único que conocemos por su nombre (aparte de un jugador de béisbol), son fórmulas y teoremas matemáticos.
“Y mientras lo decía, [el profesor] sacó un papel de apuntes del bolsillo, garabateó algo en él, lo puso en el centro de la mesa y se marchó de la habitación Fue un gesto resuelto, como preparado con antelación. No había en él ni ira ni confusión, sólo un silencio envolvente.
Nosotros tres, callados y abandonados por el profesor, clavamos los ojos en el papel de apuntes. Permanecimos así durante un rato, sin movernos. Allí había escrita, en sólo una línea, una fórmula.
Nadie decía nada. La viuda había dejado de hacer ruido con las uñas. Entendí que poco a poco iban desapareciendo de sus pupilas la turbación, la frialdad y la duda. Pensé que tenía la mirada de alguien que entiende perfectamente la belleza de una fórmula matemática.” (pp.195-196)
“No se me escapó aquella línea, que apareció en un rincón de mi campo de visión mientras pasaba páginas sin rumbo fijo. Miré la nota y el libro para compararlos cuidadosamente. No cabía duda. Se llamaba fórmula de Euler.” (pág. 204)
En la contraportada se dice, destacado en negrita: “Una novela optimista que genera fe en el alma humana, contada con la belleza sencilla y verdadera de un «larguísimo» haikú”
“Volví a mirar la nota del profesor. Unos números que circularían periódicamente hasta el final y otros números extraviados que nunca mostrarían su verdadera naturaleza, aterrizaban en un punto tras haber dado una voltereta. No aparecía ningún círculo en ningún lugar, y sin embargo π caía volando desde el cielo, inesperado, a los pies de «e», y estrechaba la mano del tímido «i». Se apretujaban unos con otros y contenían la respiración, pero bastaba con que un hombre añadiera sólo un 1 para elque el mundo cambiase totalmente, sin previo aviso. El 0 era la madre del cordero.
La fórmula de Euler era como una estrella fugaz centelleando en la oscuridad. Era un verso grabado en una cueva tenebrosa. Impresionada por toda la belleza que contenía la fórmula, la guardé en la funda del pase del transporte.
(…)
Desde entonces, (…) sigo llevando conmigo la nota del profesor, y no la he tirado. La fórmula de Euler ha sido siempre para mí un apoyo, una sentencia, un tesoro y un recuerdo al mismo tiempo” (pp. 207-209)
“Después de leer el artículo, saqué el recorte que llevaba en la cartera del pase de transportes públicos, como solía hacer cuando recordaba al profesor. Era la fórmula de Euler que él había anotado a mano.
Siempre estará allí. Sin cambiar sus trazos, elogio de la tranquilidad, en un lugar en que puedo tocarla con sólo largar la mano.” (pág. 280)
La frase de la reseña no sólo es cierta, sino que, como vemos (y aunque la fórmula la escribiera el profesor sobre un papel y no un niño sobre una pizarra), la frase, digo, es matemáticamente cierta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario