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«Como en broma, que así se dicen las cosas muy serias, los matemáticos suelen hablar de El Libro, en el que Dios tiene escritos los teoremas más relevantes, con puebas perfectas, y del cual los humanos, en los momentos más inspirados, pueden atisbar, escribiendo con sus descubrimientos, modestas aproximaciones al texto ideal que expresa el lenguaje en que se cifra la realidad. En Él no hay sitio para la fealdad.
Tampoco lo hay en este relato de Yoko Ogawa, tersa narración de la sólo en apariencia inverosímil epifanía, en la que la modesta asistenta y su hijo Root, de cabeza plana, son agitados por el desvalido Profesor, Quirón, inmovilizado, que con sus flechas señala y a ratos consigue que “la luz atraviese el cielo, sin que lo impida la lluvia ni la oscuridad”.»
De esta manera, León González Sotos, profesor de la Universidad de Alcalá comienza su postfacio a la novela, al que titula Platón y Ramanujan en la cabaña de un ocioso.
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De todos, desconocemos sus nombres: ella es la narradora, o sea que no lo necesita; el profesor es ‘el profesor’ (“Mi hijo y yo le llamábamos profesor” es la frase con que se inicia la novela); y nos referiremos al niño por el apodo que le puso el profesor al conocerlo: “Tú eres «Root». La raíz cuadrada, es un signo realmente generoso que puede dar refugio dentro de sí a cualquier número sin decir nunca que no a ninguno.” (pág. 50)
Curiosamente, lo único que conocemos por su nombre (aparte de un jugador de béisbol), son fórmulas y teoremas matemáticos.
“Y mientras lo decía, [el profesor] sacó un papel de apuntes del bolsillo, garabateó algo en él, lo puso en el centro de la mesa y se marchó de la habitación Fue un gesto resuelto, como preparado con antelación. No había en él ni ira ni confusión, sólo un silencio envolvente.
Nosotros tres, callados y abandonados por el profesor, clavamos los ojos en el papel de apuntes. Permanecimos así durante un rato, sin movernos. Allí había escrita, en sólo una línea, una fórmula.
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“No se me escapó aquella línea, que apareció en un rincón de mi campo de visión mientras pasaba páginas sin rumbo fijo. Miré la nota y el libro para compararlos cuidadosamente. No cabía duda. Se llamaba fórmula de Euler.” (pág. 204)
En la contraportada se dice, destacado en negrita: “Una novela optimista que genera fe en el alma humana, contada con la belleza sencilla y verdadera de un «larguísimo» haikú”
“Volví a mirar la nota del profesor. Unos números que circularían periódicamente hasta el final y otros números extraviados que nunca mostrarían su verdadera naturaleza, aterrizaban en un punto tras haber dado una voltereta. No aparecía ningún círculo en ningún lugar, y sin embargo π caía volando desde el cielo, inesperado, a los pies de «e», y estrechaba la mano del tímido «i». Se apretujaban unos con otros y contenían la respiración, pero bastaba con que un hombre añadiera sólo un 1 para elque el mundo cambiase totalmente, sin previo aviso. El 0 era la madre del cordero.
La fórmula de Euler era como una estrella fugaz centelleando en la oscuridad. Era un verso grabado en una cueva tenebrosa. Impresionada por toda la belleza que contenía la fórmula, la guardé en la funda del pase del transporte.
(…)
Desde entonces, (…) sigo llevando conmigo la nota del profesor, y no la he tirado. La fórmula de Euler ha sido siempre para mí un apoyo, una sentencia, un tesoro y un recuerdo al mismo tiempo” (pp. 207-209)
“Después de leer el artículo, saqué el recorte que llevaba en la cartera del pase de transportes públicos, como solía hacer cuando recordaba al profesor. Era la fórmula de Euler que él había anotado a mano.
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La frase de la reseña no sólo es cierta, sino que, como vemos (y aunque la fórmula la escribiera el profesor sobre un papel y no un niño sobre una pizarra), la frase, digo, es matemáticamente cierta.
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