martes, 25 de marzo de 2014

Per Ardua…

Durante los últimos meses de 1941, los alemanes habían estado construyendo un campo más grande y complejo en el corazón de Silesia. Su construcción se realizó bajo las órdenes directas de Hermann Göring y de acuerdo con la consigna específica de que resultara «a prueba de fugas». La mayoría de los presos de Barth serían trasladados allí enseguida. Pero, como muy pronto descubrirían los alemanes, el término «a prueba de fugas» no existía en el vocabulario inglés.

El Stalag Luft III se construyó por orden expresa de Göring para acoger al creciente número de aviadores abatidos sobre los territorios ocupados por Alemania. Con la entrada de Estados Unidos en el conflicto, la cantidad de prisioneros de guerra aumentaba de día en día, y con ello las dificultades para mantenerlos a buen recaudo. El Stalag Luft III era el mayor de los seis campamentos construidos por los alemanes. Se construyó con la idea de que fuera el campo de concentración perfecto: tan protegido como para que fuera imposible escapar de él y a la vez suficientemente confortable como para que los reclusos se convencieran, tal vez, de que no valía la pena intentar fugarse.

El Stalag Luft III se creó específicamente para alojar a todos los prisioneros de las fuerzas aéreas. Por desgracia, el número de aviadores aliados derribados en pleno vuelo siempre superaba el que preveía el Alto Mando Alemán. (En efecto, se llegaron a abatir cerca de 90.000 aviadores aliados en los cielos europeos, de los que sólo sobrevivieron la mitad para convertirse en prisioneros de guerra. El Mando de Bombarderos perdió 58.000 hombres.) En consecuencia, se tuvieron que construir (o reabrir, como en el caso de Barth) otros campamentos para aviadores. No obstante, el Stalag Luft III seguiría siendo el campo de concentración principal para oficiales de las fuerzas aéreas británicas y estadounidenses hasta el fin de la guerra. En un principio estaba constituido por dos recintos preparados para albergar unos 2.500 oficiales y suboficiales, pero se amplió rápidamente hasta constar de seis recintos que alojaban a más de 10.000 oficiales y a sus ordenanzas. El Stalag Luft III acabó estando tan masificado que finalmente se decidió trasladar a los suboficiales a un campamento sólo para ellos. En su parte más larga, la verja que cercaba el Stalag Luft III tenía más de ocho kilómetros de longitud.

Para cuando se abrió el Stalag Luft III, en abril de 1942, los alemanes habían tomado nota de errores pasados y habían incorporado multitud de nuevas medidas de seguridad. Con ellas, la Luftwaffe confiaba en hacer de él un campo totalmente «a prueba de fugas». Para empezar, todos los barracones estaban edificados sobre pilotes, y las únicas «partes ocultas» que descendían hasta el suelo eran unos pilares de hormigón que soportaban la pequeña área dedicada a la cocina y los servicios. Los «hurones» y sus perros tenían bien a la vista lo que sucedía debajo de cada edificio, de modo que, si los prisioneros planeaban escapar por un túnel, tenían que excavarlo a través del hormigón.(…)
Cada barracón se encontraba a una distancia considerable de su vecino, con lo que se reducían las posibilidades de que el campo se llenara de noche de sombras transitando de un lado a otro intentando disimular actividades furtivas. Además, el campamento podía quedar inundado por la luz de las torres de vigilancia que rodeaban cada recinto y que se alzaban a 4,5 metros del suelo, a intervalos de unos 100 metros. En Sagan, los barracones más periféricos estaban a 30 metros de distancia como mínimo de la alambrada y a 60 metros de la linde del bosque que se había hecho talar parcialmente a propósito para dejar alrededor de los recintos un amplio espacio despejado. Para que un túnel pudiera desembocar al abrigo del bosque, debía tener al menos 90 metros de largo y estar a la profundidad necesaria para eludir los nuevos sismógrafos que cercaban el campamento, en alerta permanentemente ante cualquier ruido subterráneo.
Los recintos propiamente dichos estaban rodeados por dos alambradas de tres metros de alto, rematadas por alambre de cuchillas. El espacio que distaba entre ambas alambradas, de unos dos metros, estaba cubierto por más espirales de alambre de cuchillas apiladas en capas. Las garitas de los «animales», guarnecidas permanentemente por guardias con ametralladoras y potentes focos, se alzaban a intervalos regulares por toda la alambrada exterior, por donde patrullaban perros guardianes. Además, había un «alambre de disparo» de poca altura (45 cm), a nueve metros de distancia de la primera alambrada, que los prisioneros tenían prohibido cruzar sin permiso.
Además de incorporar estas nuevas medidas de seguridad físicas, los alemanes habían perfeccionado sus sistemas de vigilancia. Los «hurones» ya conocían bien su trabajo e iban equipados adecuadamente. Era frecuente verles aparecer de improviso por parejas para pillar desprevenidos a los prisioneros. Otros «hurones» patrullaban entre las sombras de los bosques, vigilando con prismáticos las actividades de los prisioneros parapetados detrás de «vallas de hurones». El Stalag Luft III era tan «a prueba de fugas» como podía serlo en aquella época. No obstante, el campo no tuvo el efecto desalentador sobre los nuevos reclusos que los alemanes habían esperado. Como reflexionaría el indómito evasor Jimmy James, ningún campo de concentración puede ser verdaderamente a prueba de fugas. Pesa más el ingenio humano (y las limitaciones humanas) que los obstáculos físicos, cuya superación ha conformado la evolución humana.

Y es que, además de la superación de obstáculos, estaba el deber:
Ian Cross había comentado el asunto con Jimmy James. «El Convenio de Ginebra reconoce claramente que la misión de un oficial es tratar de escapar, y los prisioneros de guerra evadidos son una especie protegida en tanto en cuanto no quebranten las leyes del suelo en que se encuentren -dijo James-. En caso de ser detenidos, debemos rendimos de forma pacífica y se nos conducirá de nuevo a nuestro campo de prisioneros.» Muchos de los prisioneros estaban de acuerdo con Des Plunkett, que resolvió que la confusión que ocasionarían a los alemanes valía mucho más que el posible tiro que pudieran recibir por la espalda. Las advertencias de Von Lindeiner no caían en oídos sordos. Estaban siendo cuidadosamente sopesadas por militares de gran experiencia, algunos de los cuales habían llegado al borde de la locura debido al encarcelamiento, que se tomaban sus responsabilidades de combatientes totalmente en serio.

Sin embargo:
No todos deseaban escapar, como recuerda Bub Clark: «Un tercio de los hombres preferían esperar sentados a que terminara la guerra y finalizar sus estudios. Habían dedicado muchos esfuerzos a su educación y algunos de ellos hasta eran titulados. Cerca de otro tercio de ellos no querían hacer nada más que leer, hacer pesas, gimnasia o sentarse a cotillear. El tercio restante estaban entregados a la evasión. En cualquier caso, prácticamente todo el mundo en el campamento estaba dispuesto a ayudar de una forma u otra a cualquiera que planeara fugarse. Yo diría que un 60 o un 70 por ciento del campamento participaba de algún modo en los intentos de fuga».

Porque, desde luego, intentos de fuga hubo. Y también una organización para ellos, casi desde antes de que llegaran los prisioneros:
Los nuevos prisioneros empezaron a llegar entre marzo y abril [de 1942], procedentes de campos de toda Alemania [de Spangenberg, o del Oflag VIB de Warburg, por ejemplo] (…)
No obstante, era de Barth de donde procedían la mayor parte de los nuevos reclusos, entre ellos Wings Day y Johnny Dodge, Jimmy Buckley y Mike Casey, Peter Fanshawe y Cookie Long, Jimmy James, Johnny MarshalI y Muckle Muir, todos ellos veteranos artistas de la evasión que acabarían constituyendo el núcleo de la organización de fugas del Stalag Luft III.


Wings Day conservó el acostumbrado puesto de oficial superior británico y se instaló en el despacho que los alemanes le proporcionaron para él y su personal. No obstante, si Von Lindeiner se figuraba que Day utilizaría estas instalaciones limpias y relativamente bien equipadas para limitarse a presidir la eficaz administración de los prisioneros británicos, andaba muy equivocado. Pocas horas después de haber llegado, Day colocó a Jimmy Buckley al frente de la Organización X.

Pero ya no iba a ser como antes:
El traslado a Sagan coincidió con un período de reflexión para Wings, durante el cual formuló un nuevo estilo de evasión. Hasta aquel momento, se había tomado las fugas como la mayoría de los demás hombres, casi como un deporte en el que la Cruz Roja ejercía el papel de árbitro. Ahora, en cambio, comunicó a sus hombres que había llegado el momento de «poner más carne en el asador». Los prisioneros de guerra debían dejar de considerarse a sí mismos como semineutrales por el mero hecho de que habían visto la muerte de cerca y caído en manos enemigas, explicó, y debían convertirse en una extensión del esfuerzo bélico aliado. Su frente de batalla serían los afilados alambres de espino que les rodeaban por los cuatro costados. Antes de llegar a Sagan, Day veía las fugas como una forma de mantener el orgullo y elevar la moral de los prisioneros, pero ahora los intentos de evasión tendrían como objetivo principal obstaculizar el esfuerzo bélico alemán, por lo que el efecto sobre la moral de los hombres pasaría a tener una importancia secundaria. La idea de llevar el frente de batalla a Sagan tendría consecuencias profundas para sus hombres, y Wings no tomó esta decisión a la ligera. En el pasado había mantenido la política de aconsejar prudencia a hombres como Death Shore, que proponía intentos de escapada que eran claramente suicidas. En el campo de batalla, por el contrario, las decisiones operacionales no se calibraban en función de si podían terminar causando muertes o no, ni del grado de turbación que provocarían en los combatientes. De hecho, en general se aceptaba que era inevitable causar muertes. Lo principal era descargar un golpe contra el enemigo que fuera lo más fuerte posible. Así pues, en adelante sería así como se tomarían las decisiones en el campo de batalla de Sagan.
Las huidas se planificarían con más cuidado. Buckley dividió el Comité de Fugas en tres secciones operacionales que coordinaban tres tipos diferentes de evasión: por debajo (por túneles), por encima (por la alambrada) y a través (por las puertas). Aunque se llevaran a cabo intentos de evasión de los tres tipos con resultados diversos, los túneles siguieron siendo la forma de evasión más popular. La huida por túnel garantizaba una ventaja de salida de al menos ocho horas y era la forma de evasión que más problemas causaba a los alemanes. En Barth se habían construido 100 túneles y se construirían otros tantos en Sagan hasta que el más famoso de todos pondría punto final a la excavación de túneles.
Buckley puso en marcha el reclutamiento de otros veteranos de la fraternidad de evasión, mayoritariamente entre los artistas de la evasión y los agitadores procedentes de Barth. Además, la constante afluencia de nuevas adquisiciones procedentes de otros campos resultaba muy provechosa para el Comité de Fugas, ya que aportaban la experiencia de sus propios intentos de fuga y contribuían con sus excepcionales habilidades a la organización. Los alemanes habían aprendido de sus errores, pero los prisioneros también habían tomado buena cuenta de los suyos. Muchos de ellos se habían convertido en expertos de las artes de falsificación, cartografía y confección. Otros habían aplicado todo su ingenio en la invención de toda clase de artilugios, mecánicos y de otro tipo, que se emplearían en las fugas. Además, el material de evasión ya no se produciría de cualquier manera ni improvisadamente. La Organización X, reagrupada en el Stalag Luft III supervisaría el advenimiento de una nueva forma de producción en masa a escala industrial.

Créditos:
En el título, primera parte del lema de la Royal Air Force británica.
Extractos de La gran evasión, de Tim Carroll, según traducción de Daniel Cortés Corona y Soledad Alférez Ródenas, tomados de la edición en rústica realizada en abril de 2007 por Inédita Editores (pp. 76, 77, 84, 79-80, 202, 87, 83, 85 y 85-86), de la biblioteca del autor.

2 comentarios:

  1. No soy muy aficionada a las películas de guerra, pero La Gran Evasión es un clásico que hay que ver sí o sí... :-)

    Saludos.

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  2. En efecto, María Gaetana, aunque no deja de tratarse de una adaptación bastante adaptada.
    Un saludo.

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