“De modo que le pregunté si no estaba preocupado por la posible pérdida de su trabajo en el Museo Grecorromano de Alejandría. Frunció el ceño y se quitó las gafas, pinzándose el puente de la nariz con gesto cansado.
- Mi trabajo… –murmuró, y se quedó pensativo unos instantes–. Usted no sabe lo que está pasando en Egipto, ¿verdad, doctora?
- No. No lo sé –respondí, desorientada.
- Verá… Yo soy copto y ser copto en Egipto es ser un paria.
- Me sorprende, profesor Boswell –repuse–. Ustedes, los coptos, son los auténticos descendientes de los antiguos egipcios. Los árabes llegaron mucho después. De hecho, su lengua, la copta, procede directamente del egipcio demótico, el que se hablaba en tiempo de los faraones.
- Ya, pero… ¿sabe?, las cosas no son tan bonitas como usted las pinta. Ojalá todo el mundo lo viera como lo ve usted. Lo cierto es que los coptos somos una pequeña minoría en Egipto, una minoría dividida, a su vez, en cristianos católicos y cristianos ortodoxos. Desde que comenzó la revolución fundamentalista, los irhebin…, los terroristas, quiero decir, de la Gema’a al-Islamiyya, la guerrilla islámica, no han cesado de asesinar a miembros de nuestras pequeñas comunidades: en abril de 1992 mataron a tiros a catorce coptos de la provincia de Asyut por negarse a pagar «servicios de protección». En 1994, un grupo de irhebin armados atacaron el monasterio copto de Deir ul-Muharraq, cerca de Asyut, matando a los monjes y a los fieles –suspiró–. Continuamente hay atentados, robos, amenazas de muerte, palizas… Últimamente, han comenzado a poner bombas en la entrada de las principales iglesias de Alejandría y El Cairo.
Deduje, en silencio, que el gobierno egipcio no debía estar haciendo mucho por impedir esos crímenes.
- Afortunadamente –exclamó, riéndose de repente–, yo soy un mal copto-católico, lo reconozco. Hace muchos años que dejé de acudir a la iglesia y eso me ha salvado la vida.
Siguió sonriendo y se puso las gafas, ajustándolas cuidadosamente en las orejas.
- El año pasado, en junio, Gema’a al-Islamiyya puso una bomba en la puerta de la iglesia de San Antonio, en Alejandría. Murieron quince personas, entre ellas mi hermano menor, Juana, su mujer, Zoe, y su hijo de cinco meses.
Me quedé muda de asombro y de horror, y bajé la mirada hasta la mesa. - Lo siento… –conseguí balbucir a duras penas.
- Bueno, ellos... ellos ya no sufren. Quien sufre es mi padre, que no podrá superarlo nunca. Ayer, cuando le llamé por teléfono, me pidió que no volviera a Alejandría, que me quedara aquí.
No sabía qué decir. Ante infortunios semejantes, ¿qué palabras son las apropiadas?”
Este fragmento de El último Catón, de Matilde Asensi, podía sonar, en Occidente, en su día, otoño de 2001, algo exagerado… si no fuera porque poco antes de su publicación se estrenó el siglo XXI, un once de septiembre, en Nueva York y Washington.
Sin embargo, la memoria de este Occidente actual es corta; pero no hay problema, siempre podremos encontrar quien se encargue de refrescarla. Además, del mismo modo que el que relata el profesor Boswell, es decir, a las puertas de iglesias durante la celebración de la misa: hace cinco meses justos, en la víspera de Todos los Santos, en Bagdad; o, como en su caso, en Alejandría, en Año Nuevo. O aunque no haya fieles, como en Zahlé, en el Líbano, o en varias ciudades de Pakistán.
Ni siquiera el ser mal practicante puede ‘salvar’ a los cristianos, ya que los disturbios también son habituales, trátese de Egipto, o de Etiopía.
Todos estos actos acaban en el olvido, más rápidamente aún, cuando se trata de víctimas anónimas. Algo más tardan las víctimas con nombre, pero también son olvidadas, sea una sencilla campesina como Asia Bibi, o todo un ministro, que osó defenderla.
Es cierto que frente a atentados como los anteriores, las, en principio, estupideces de algunos paisanos nuestros pueden parecer juegos de niños.
Por desgracia, los argumentos (!?) que utilizan no son ningún juego de niños.
“No sabía qué decir. Ante infortunios semejantes, ¿qué palabras son las apropiadas?”
No sé qué palabras serán las más apropiadas, pero, desde luego, el silencio no lo es.
Créditos:
Extracto del capítulo 2 de El último Catón, de Matilde Asensi, tomado de la segunda edición, noviembre de 2001, de Plaza y Janés (pp.92-93).
Fotografía de Asia Bibi tomada de Hazte Oír.
Fotografía de Shabaz Batí visitando a la familia de Asia Bibi, distribuida por EFE, y tomada de Libertad Digital.
- Mi trabajo… –murmuró, y se quedó pensativo unos instantes–. Usted no sabe lo que está pasando en Egipto, ¿verdad, doctora?
- No. No lo sé –respondí, desorientada.
- Verá… Yo soy copto y ser copto en Egipto es ser un paria.
- Me sorprende, profesor Boswell –repuse–. Ustedes, los coptos, son los auténticos descendientes de los antiguos egipcios. Los árabes llegaron mucho después. De hecho, su lengua, la copta, procede directamente del egipcio demótico, el que se hablaba en tiempo de los faraones.
- Ya, pero… ¿sabe?, las cosas no son tan bonitas como usted las pinta. Ojalá todo el mundo lo viera como lo ve usted. Lo cierto es que los coptos somos una pequeña minoría en Egipto, una minoría dividida, a su vez, en cristianos católicos y cristianos ortodoxos. Desde que comenzó la revolución fundamentalista, los irhebin…, los terroristas, quiero decir, de la Gema’a al-Islamiyya, la guerrilla islámica, no han cesado de asesinar a miembros de nuestras pequeñas comunidades: en abril de 1992 mataron a tiros a catorce coptos de la provincia de Asyut por negarse a pagar «servicios de protección». En 1994, un grupo de irhebin armados atacaron el monasterio copto de Deir ul-Muharraq, cerca de Asyut, matando a los monjes y a los fieles –suspiró–. Continuamente hay atentados, robos, amenazas de muerte, palizas… Últimamente, han comenzado a poner bombas en la entrada de las principales iglesias de Alejandría y El Cairo.
Deduje, en silencio, que el gobierno egipcio no debía estar haciendo mucho por impedir esos crímenes.
- Afortunadamente –exclamó, riéndose de repente–, yo soy un mal copto-católico, lo reconozco. Hace muchos años que dejé de acudir a la iglesia y eso me ha salvado la vida.
Siguió sonriendo y se puso las gafas, ajustándolas cuidadosamente en las orejas.
- El año pasado, en junio, Gema’a al-Islamiyya puso una bomba en la puerta de la iglesia de San Antonio, en Alejandría. Murieron quince personas, entre ellas mi hermano menor, Juana, su mujer, Zoe, y su hijo de cinco meses.
Me quedé muda de asombro y de horror, y bajé la mirada hasta la mesa. - Lo siento… –conseguí balbucir a duras penas.
- Bueno, ellos... ellos ya no sufren. Quien sufre es mi padre, que no podrá superarlo nunca. Ayer, cuando le llamé por teléfono, me pidió que no volviera a Alejandría, que me quedara aquí.
No sabía qué decir. Ante infortunios semejantes, ¿qué palabras son las apropiadas?”
Este fragmento de El último Catón, de Matilde Asensi, podía sonar, en Occidente, en su día, otoño de 2001, algo exagerado… si no fuera porque poco antes de su publicación se estrenó el siglo XXI, un once de septiembre, en Nueva York y Washington.
Sin embargo, la memoria de este Occidente actual es corta; pero no hay problema, siempre podremos encontrar quien se encargue de refrescarla. Además, del mismo modo que el que relata el profesor Boswell, es decir, a las puertas de iglesias durante la celebración de la misa: hace cinco meses justos, en la víspera de Todos los Santos, en Bagdad; o, como en su caso, en Alejandría, en Año Nuevo. O aunque no haya fieles, como en Zahlé, en el Líbano, o en varias ciudades de Pakistán.
Ni siquiera el ser mal practicante puede ‘salvar’ a los cristianos, ya que los disturbios también son habituales, trátese de Egipto, o de Etiopía.
Todos estos actos acaban en el olvido, más rápidamente aún, cuando se trata de víctimas anónimas. Algo más tardan las víctimas con nombre, pero también son olvidadas, sea una sencilla campesina como Asia Bibi, o todo un ministro, que osó defenderla.
Es cierto que frente a atentados como los anteriores, las, en principio, estupideces de algunos paisanos nuestros pueden parecer juegos de niños.
Por desgracia, los argumentos (!?) que utilizan no son ningún juego de niños.
“No sabía qué decir. Ante infortunios semejantes, ¿qué palabras son las apropiadas?”
No sé qué palabras serán las más apropiadas, pero, desde luego, el silencio no lo es.
Créditos:
Extracto del capítulo 2 de El último Catón, de Matilde Asensi, tomado de la segunda edición, noviembre de 2001, de Plaza y Janés (pp.92-93).
Fotografía de Asia Bibi tomada de Hazte Oír.
Fotografía de Shabaz Batí visitando a la familia de Asia Bibi, distribuida por EFE, y tomada de Libertad Digital.