viernes, 20 de enero de 2012

Ahora se ve, ahora no se ve

En la aventura El Templo del Sol, Tintín, el Capitán Haddock y el Profesor Tornasol acaban prisioneros de los incas, quienes, conforme a sus leyes y para preservar la seguridad del Templo del Sol, los van a sacrificar al Sol. Casual y oportunamente, Tintín es conocedor de la cercanía de un eclipse de Sol, lo que da pie a la siguiente secuencia:


De modo similar, en su novela Un yanqui en la corte del rey Arturo, Mark Twain nos relata cómo su protagonista, acusado de brujería, aprovecha su conocimiento de astronomía para salvarse de la pira.


Asimismo, en Al otro lado de la esfera, Consuelo Jiménez de Cisneros, nos cuenta, en esta ocasión no con personajes de ficción o legendarios, sino históricos, un eclipse salvador, aunque ahora, de luna:
La vida se volvía dura y peligrosa. No podían moverse de los barcos, pues si salían en pequeños grupos eran atacados, y si el grupo era numeroso, el ataque lo recibían las naves. Los indígenas buscaban hacer prisioneros para forzar difíciles negociaciones: promesas, nuevos regalos… ¿Qué hacer?
La suerte se alió con el almirante. Consultando sus cartas, Colón averiguó que pronto habría un eclipse de luna. Convocó a los caciques más hostiles de la zona en una hermosa playa y allí les dijo:
- Dios os va a castigar por ser nuestros enemigos. La luna se va a ir del cielo si no os arrepentís.
Esta argucia surtió efecto. Los indios de Jamaica no tenían conocimientos astronómicos. Cuando comprobaron que, en efecto, la luna desaparecía, imploraron a Colón para que se la devolviera. Y éste, naturalmente, lo logró con el compromiso de que los españoles serían respetados.

Hay que señalar que, si bien los dos primeros casos son, lógicamente, ficticios, es muy posible que se basaran en el tercero, el cual sí sucedió realmente:
La situación era alarmante, pero Colón logró salvarla mediante una estratagema ingeniosa, hoy célebre. Por un ejemplar, que tenía a bordo, del calendario de Joannes Müller, conocido por Regiomontanus, sabía que el 29 de febrero de 1504, año bisiesto, habría eclipse total de luna. Hizo llamar a los caciques indios para aquella noche, anunciándoles una importante comunicación, y se dirigió a ellos en tono grave y solemne, como hombre acostumbrado a hablar en nombre del Señor. Escena única en los anales del mundo: el casco oscuro del navío inmóvil e inútil, tan gotoso y crujiente y dolorido como su primer navegante; el agua tropical pesada y caliente, ondeando perezosamente sobre sus costados; erguido sobre su castillo de popa, alto, pálido, triste y grave, el Gran Cacique Blanco; y en grupos sueltos, unos sobre la playa, otros en el mismo navío, los indígenas, estatuas vivientes, sueltos y esbeltos, reflejando la tenua luz del crepúsculo sobre su piel lustrosa, modelada por los músculos ágiles y por las caobas vivientes de sus espaldas. Un indio de la nao, que había aprendido bastante de la lengua jamaicana para trasladar a los indígenas de la isla el sentido más o menos transfigurado de las palabras cristianas, estaba al lado de Colón.
El Gran Cacique Blanco les habló del Dios a quien servían apuntando al cielo donde lo creía morar; les previno de que les amenazaban grandes calamidades si no seguían prestando a los españoles el auxilio de su pacífico comercio, pues aquel Dios protegía a los blancos, y les anunció que, como signo de su disgusto para con ellos, el Dios de los blancos quitaría aquella misma noche la luna de los cielos. El intérprete miró al jefe blanco temiendo no haberle comprendido. ¿Llevarse a la luna del cielo? ¿Será broma o veras? El indio sonríe, enseñando una ringlera de dientes blancos. Pero Colón sigue sombrío y triste, sin notar siquiera la vacilación de su intérprete. El indio, tan pronto le mira a él, tan pronto le mira a los indígenas, y al fin, sin saber a qué atenerse, pasa el enigma a los jamaicanos. Los aborígenes, sorprendidos primero, se sonríen después y aun se ríen unos, mientras otros discuten la extraña noticia. Todavía les agita la conversación cuando ven la luna elevarse a oriente. Gran alegría saluda entre ellos el orbe de plata porque, en el fondo, aun los que se habían sonreído y reído habían pasado su miedo por si el Gran Cacique Blanco decía verdad. Colón sigue solemne y silencioso. Los españoles que le rodean contemplan el espectáculo en silencio; alguno que otro sonríe discretamente. De pronto, el Gran Cacique Blanco, que tiene ante sí una ampolla de vidrio medio llena de arena, levanta la mano y señala con el índice a la luna.  Todos los ojos se clavan en el orbe de plata. Ya el orbe no es un orbe; por su borde inferior ha comenzado a desaparecer en la noche negra. El asombro ensancha los rostros de los indígenas, y poco a poco la sombra va comiéndose la faz, otrora redonda, del astro; el astro va cayendo en un vacío más-allá, a través de una hendidura del globo celeste: el asombro pasa al miedo, el miedo al pánico. Entre lágrimas y gritos, los indígenas piden perdón y prometen lealtad constante al poderoso Cacique Blanco. Colón se retira a su camarote para hablar con el Señor, dando tiempo a que pase el eclipse y reaparece poco después, a tiempo para señalar los primeros rayos de plata del rostro de la luna que vuelve a brillar en el cielo de la reconciliación.
Así quedó resuelto, por el momento al menos, el conflicto indio.

Una de los requisitos de una teoría científica es su capacidad no ya de explicar lo ocurrido, sino de predecir (y acertar, claro) en situaciones futuras. En este sentido, no puede decirse que el Calendario o las Efemérides de Regiomontanus fallaran (afortunadamente para Colón), siendo de resaltar que dichas obras se habían publicado dos años antes de la muerte de su autor, es decir, en 1474, y por tanto, treinta años de su uso en este caso.

Siendo más de destacar, aun si cabe, que la obra De revolutionibus orbium coelestium, de Nicolás Copérnico, comenzara a fraguarse en 1507, y se publicara póstumamente en 1543.

Es decir, y en resumen, que Colón se salvó (dentro de cuarenta días se cumplirán 508 años) gracias a las correctas predicciones de una teoría astronómica, como la de Ptolomeo, que, científicamente, empezó a ser cuestionada ¡tres años después de su teatral comprobación empírica!

Créditos:
Secuencia de la aventura de Tintín El Templo del Sol, de Hergé (según traducción de Concepción Zendrera), tomada del álbum correspondiente a la vigésima edición (2003) realizada por Editorial Juventud.
Secuencia de Un yanqui en la corte del rey Arturo, de Mark Twain, según adaptación en forma de tebeo (ilustraciones de Félix Carrión Cenamor y textos de José Antonio Vidal Sales), publicada originalmente en 1970 por Editorial Bruguera como número 5 de la colección Joyas literarias juveniles, y recogida en el volumen número 44 de la nueva colección Joyas literarias juveniles, publicada por Editorial Planeta entre 2009 y 2010, de donde se ha tomado.
Extracto del capítulo El último periplo de Al otro lado de la esfera de Consuelo Jiménez de Cisneros, en edición de Edelvives como número 78 de la colección Alandar (pág. 160)
Extracto del capítulo XXXI Último adiós a la tierra prometida, de la obra Vida del Muy Magnífico Señor Don Cristóbal Colón, de Salvador de Madariaga, según edición de Espasa-Calpe, de 1975 (pp. 476-477).
Fotografía del retrato de Cristóbal Colón, óleo sobre lienzo de autor anónimo del siglo XVIII, existente en el Archivo General de Indias de Sevilla, por donación del Duque de Veragua en 1814, de enero de 2011, del autor.

2 comentarios:

  1. ¡Anda, qué curioso! Pues por muy célebre que sea la estratagema, yo no la conocía o, si en algún momento de mi vida supe de ella, la había olvidado. Si es que es un gusto venir a estos Platos. Me ilustras que es un primor, jajaja.

    Curioso también que se basara en la errónea teoría ptolemáica que..., sin embargo, dio en el clavo, quiero decir, en la Luna, en aquella ocasión.

    Muy interesante anotación. Felicidades.

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  2. Gracias.

    La aplicación de la teoría de Ptolomeo, en aquella ocasión, y en todas, acertaba en el tema de los eclipses de Sol y de Luna. De ahí que eso fuera lo que, en realidad, se le reprochó a Galileo: el pequeño asunto de las pruebas. Pero esto... ya es motivo para otras anotaciones.

    Un saludo.

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