El pasado sábado recogí una carta en
Correos. La señora me había vuelto a escribir.
La emoción nuevamente me embargó (sólo el
ánimo, de momento). Más aún al tratarse de las fechas que son, vísperas del
gran día de los enamorados. Tanto, que tardé días en abrirla, indeciso aun
impaciente, convencido si bien temeroso; una mezcla de sentimientos
contradictorios se arremolinaba en mi corazón (¿o era en la cartera, pues la
llevo en ese bolsillo de la camisa?).
Finalmente, como Henry Higgins, ¡lo
conseguí! Abrí la carta, quiero decir. Y la leí.
Una letra pulcra y firme, resumía la
impresión que le había causado. Las expresiones, sencillas pero ajustadas, no
daban opción a la duda; la esperanza, como bien se sabe, es otra cosa.
Su sinceridad me aturdió, y decidí
acercarme por su casa, en una irrefrenable pasión por… por reconocer la
realidad. Aunque…
No me devolvió el rosario de mi madre,
podría decirse, pero sí muchas de sus cuentas.
Me parece que, a pesar de todo, aún seguirá
queriendo algo de mí.
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