- Sólo era una carta,
padre –se azoró Sam–. Ya
terminé.
- Lo
imagino. Pero... no irás a decirme
que la diriges a alguna muchacha, ¿verdad?
- ¿Por qué no? Tampoco
pretendo ocultárselo, padre. Es una «valentina», simplemente.
- ¿Qué has dicho? –se sobresaltó
el padre al escuchar aquella abominación.
- Pues eso: nada más que
una «valentina».
- ¡Pero, Sammy, hijo mío!
–se escandalizó míster Weller. (…)
- ¡Vamos, prepárese una
pipa, que voy a leerle esta carta que tanto teme!
Nos queda por saber si
tranquilizaron más al anciano las palabras de Sam o la perspectiva de fumarse
una pipa. Pero es el caso que su gesto se relajó al quitarse el abrigo y,
cargando calmosamente la enorme cazoleta de su cachimba, se recostaba cómodamente
sobre su silla arrimando la espalda al fuego y haciéndole a su hijo una seña
con la cabeza indicando que estaba dispuesto a escucharle.
Sam apoyó la pluma sobre
el tintero, para tenerla dispuesta si se imponían rectificaciones, y empezó a
declamar teatralmente:
- «Encantadora…»
- ¡Espera! –cortó el
anciano, tirando de pronto la cadena de la campanilla– ¡Tráeme un vaso de lo
acostumbrado, hija mía! –le pidió a la muchacha que acudió en seguida.
- ¡Al instante, señor! –contestó
la chica, que no tardó ni medio minuto en complacerle.
- Veo que les tiene usted
muy bien enseñados –observó Sam.
- Me conocen de hace
tiempo. Continúa leyendo, hijo.
- «Encantadora criatura»
- repitió Sam.
- ¡Oye! Suponqo que no lo
habrás puesto en verso, ¿verdad?
- ¡Dios me libre!
- Lo celebro. La poesía
resulta artificiosa: no sé de nadie que emplee el verso para expresarse, salvo
el recaudador de contribuciones y ciertos anuncios de aceites o betún para los
zapatos… No caigas nunca en la tentación del verso, muchacho. Anda, sigue.
Mientras míster Weller chupaba
su pipa con gesto y actitud de atenta crítica, Sam volvió al contenido de sus
garabatos:
- «Encantadora criatura:
me siento condenado y…»
- Esto me parece
exagerado –atajó míster Weller, quitándose la pipa de entre los dientes.
- Bueno, creo que no dice
«condenado» –dudó Sam, levantando la carta para aprovechar más la luz–. No,
pone «avergonzaado», veo que hay un borrón que confunde un poco…
- Eso está mejor –aprobó el
padre–. Sigue.
- «… me siento
avergonzado y completamente cir… cir…» –volvió a tropezar Sam, rascándose
furiosamente la cabeza con el mango de la pluma–. ¡Vaya, no consigo entender lo
que escribí!
- Procura adivinar, hijo.
- Es que hay otro borrón,
y grandote. Leo una «c», una «i» y una «r», pero lo demás…
- ¡«Circundado»! ¿No será
eso?
- No, no es «circundado».
Es… ¡«circunscrito», ahora caigo!
- Pero me gusta mucho más
«circundado», Sam.
- ¿Usted cree?
- ¡Seguro, muchacho!
- ¿Y si resulta que no
tiene sentido aquí?
- ¿Qué importa eso? El
caso es que suene bonito… Vamos, continúa.
- «Me siento avergonzado
y completamente circunscrito, digo circundado, por el afán de escribirle esta
carta, porque estoy convencido de que es usted una muchacha muy bella.»
- ¡Esto te ha salido muy
redondo, Sammy! –alabó el padre, liberando su boca de la pipa para poderlo
decir más fogosamente.
- Ya me lo pareció
mientras lo escribía… –admitió Sam, modestamente halagado.
- Apruebo sobre todo esa
manera que tienes de decir las cosas, sin adjetivos tontos o inútiles, Sammy…¿Para
qué empeñarse que una chica tenga que ser «Venus», «Ángel» u otras sandeces por
el estilo?
- ¡Claro! ¿Para qué,
padre?
- Igualmente se la podría
calificar de «hipógrifo», «unicornio», «centauro», o cualquier nombre de animal
imaginario, ¿no crees?
- En efecto, sería casi
lo mismo.
- Vamos, no te
entretengas, Sam.
Sam dejó que su padre
fuera meditando entre nubes de humo, mientras él seguía descifrando su letra.
- «Siempre supuse que
todas las mujeres eran iguales; pero eso sólo fue hasta que la conocí a usted.»
-¿Quién te dijo que no lo
son…? –refunfuño míster Weller.
- «Pero comprendo ahora
que he sido un cabezón, estoy comprobando que ninguna se le puede comparar, usted
me gusta mucho más que cualquier otra.» No sé si eso queda bien concreto, padre
–sospechó Sam.
Míster Weller le
tranquilizó con un gesto y Sam continuó:
- «Me propongo así
aprovechar la celebrarción de esta fecha, mi querida Mary, para hacerle saber
que el recuerdo de su imagen quedó grabado en mi corazón desde aquella primera
vez que en que la vi a usted, y ello tan imborrablemente, tan vivo, que me sentiría
capaz si fuera pintor, de pintar su exacto retrato y ponerle cristal y marco en
menos de tres minutos.»
- Sospecho que aquí ya
vas cayendo en lo poético, Sammy –amenzaó míster Weller señalándole con la
boquilla de su pipa.
- ¡No, no, de ningún
modo, padre! –rechazó Sam, reanudando en seguida la lectura para que no le
tocaran aquel maravilloso párrafo–: «Ruego que me acepte, pues, mi querida Mary,
como su "Valentín", y que recuerde lo que le acabo de decirle. Termino aquí,
Mary querida». Y nada más –suspiró Sam.
- ¿No crees que terminas
muy bruscamente?
- ¡No, no, así es mejor!
Es muy probable que ella esperara algo más largo, y aquí está precisamente el
secreto de una buena carta.
- Es posible –meditó míster
Weller–; tal vez tengas razón. Lástima que tu madrastra no aprenda a cortar así
por lo sano…”
Créditos:
Extracto del Capítulo
XXXIII de la obra de Charles Dickens Los papeles póstumos del Club Pickwick,
según traducción de A. Ferrer, en edición de diciembre de 1973 de Editorial
Bruguera, como número 119 de su colección Libro Clásico (pp. 505-509).
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