“En el momento en que atravesaba las puertas de la aldea la última familia, agobiada por el peso de los fardos, se oyó un ruido de vigas y techos de bálago que se hundían detrás de los muros. Vieron entonces una trompa negra y brillante, parecida a una serpiente, levantada en alto por un momento y ocupada en esparcir el bálago hervido que servía de cubierta. Desapareció, y pronto pudo oírse el ruido de otro hundimiento al que siguió un agudo grito.
(…)
- La selva se tragará esas cáscaras que quedan –dijo una voz reposada, entre las ruinas–. Lo que ahora hay que echar abajo es el muro exterior –añadió, y, en aquel momento, Mowgli, chorreándole la lluvia por los desnudos hombros y brazos, saltó desde una pared, que se venía al suelo como un búfalo cansado.
(…)
Empujaron los cuatro [elefantes], puestos en fila y rozándose; hizo comba la pared, se rajó y cayó, mientras los aldeanos, mudos de terror, veían las feroces cabezas de los destructores, rayadas de arcilla, apareciendo por el roto boquete. Entonces huyeron, sin hogar ya y sin alimentos, por el valle, contemplando cómo la aldea, hecha pedazos esparcidos y pisoteados, se desvanecía a su espalda.
Un mes después, el lugar era un otero lleno de hoyos y cubierto de blanda, verde hierba recién nacida, y al terminar las lluvias, la selva entera rugía a plenos pulmones en el sitio donde aún no hacía seis meses que el arado solía remover la tierra.”
Lo triste de la realidad es que, aunque el resultado final pueda ser el mismo, es mucho menos literaria.
Créditos:
Extracto del final del capítulo La selva invasora, de El libro de la selva, de Rudyard Kipling, según traducción de Ramón D. Perés, tomados de la edición de 2009 de Editorial Juventud (pp. 165-166).
Fotografía de una acera de Valencia, a finales del pasado mes de septiembre, del autor.
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- La selva se tragará esas cáscaras que quedan –dijo una voz reposada, entre las ruinas–. Lo que ahora hay que echar abajo es el muro exterior –añadió, y, en aquel momento, Mowgli, chorreándole la lluvia por los desnudos hombros y brazos, saltó desde una pared, que se venía al suelo como un búfalo cansado.
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Empujaron los cuatro [elefantes], puestos en fila y rozándose; hizo comba la pared, se rajó y cayó, mientras los aldeanos, mudos de terror, veían las feroces cabezas de los destructores, rayadas de arcilla, apareciendo por el roto boquete. Entonces huyeron, sin hogar ya y sin alimentos, por el valle, contemplando cómo la aldea, hecha pedazos esparcidos y pisoteados, se desvanecía a su espalda.
Un mes después, el lugar era un otero lleno de hoyos y cubierto de blanda, verde hierba recién nacida, y al terminar las lluvias, la selva entera rugía a plenos pulmones en el sitio donde aún no hacía seis meses que el arado solía remover la tierra.”
Lo triste de la realidad es que, aunque el resultado final pueda ser el mismo, es mucho menos literaria.
Créditos:
Extracto del final del capítulo La selva invasora, de El libro de la selva, de Rudyard Kipling, según traducción de Ramón D. Perés, tomados de la edición de 2009 de Editorial Juventud (pp. 165-166).
Fotografía de una acera de Valencia, a finales del pasado mes de septiembre, del autor.
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