Hace un tiempo comenté sobre la definición de democracia que dio Churchill haciendo uso de la figura del lechero.
En su momento, al menos en Inglaterra, supongo, este profesional hacía su cometido repartiendo a domicilio las botellas de leche en esas horas indefinidas del alba, aurora y amanecer.
Un aliado sobrevenido de Mr. Churchill se encargó de demostrar que bajo el régimen soviético, no solo los lecheros trabajaban a esas horas.
En la obra de Martin Amis Koba el Temible, ya conocida en estas páginas, en el apartado “La politización del sueño”, podemos leer los comentarios del autor sobre la conducta de un refugiado que se alojaba en su casa (más bien, la de sus padres), consecuencia de lo sucedido en Rusia:
“A principios de los años cincuenta se le ocurrió decir, delante de alguien en quien pensó que se podía confiar, que estaba harto de ver al «cerdo seboso» de Georgui Malenkov (primer ministro de la URSS, 1953-1955). Los agentes de «los Órganos» fueron a buscarlo a medianoche. Lo condenaron a ocho años, que debía cumplir en un campo del norte, Vorkutá, un nombre que significa para un ruso tanto como Dachau para un judío. O quizá más. (…)
Cuando se lo llevaron a las tres de la madrugada, lo último que dijo Tibor [Szamuely] a su mujer fue: «Escribe a tu madre». Solía jactarse de haber sido el único prisionero liberado por Stalin; por Stalin en persona. Por lo visto, la madre de Nina Szamuely tenía una estrecha amistad con el dictador estalinista húngaro Matyas Rakosi. El estalinista, como estaba mandado, llamó o cablegrafió a Stalin; (…) Y Tibor, por una serie de cabriolas y casualidades maravillosas, huyó a la Inglaterra que había visitado de pequeño. Huyó con su mujer, sus dos hijos y además (todo un golpe) con su amplia e insustituible biblioteca. Así pues, una historia feliz, me dije: una historia feliz.
(…)
Tibor se levantaba siempre muy tarde y Kingsley [Amis, padre de Martín Amis] se quejó de ello en cierta ocasión hablando con Nina. Ésta le dijo que su marido necesitaba ver las primera luces del alba para pensar en dormirse. Incluso en Inglaterra. Necesita, dijo, «estar completamente seguro de que no irán a buscarlo esa noche».
Nosotros no lo entendemos y no hay ningún motivo por el que debamos entenderlo. Hace falta un poderoso esfuerzo de imaginación para tener una idea de lo que es un «miedo que para millones de personas resulta invencible – en palabras de Vassili Grossman –, ese miedo escrito en letras rojas en el cielo plomizo de Moscú, el miedo sobrecogedor al Estado»” (pp. 27-29).
En el reciente viaje a Berlín recogí, no sé de dónde, un folleto del Instituto Cervantes. En él se puede apreciar una figura que yo diría se corresponde con la de Rafael Alberti (tengo que reconocer que no sé si sigue vivo o no, y además, no es algo que me preocupe en absoluto), y de la otra figura, mejor me callo, de momento.
En el libro que estoy actualmente leyendo (Campos de Flandes, de José Luis de Juan), en un momento en que el narrador tiene una conversación con un ruso (se desarrolla la acción en 2001), aquel tiene la siguiente reflexión:
“Stalin, un hombre al que Rafael Alberti, tras hablar con él unas horas, no duda en describir como alguien que rezuma ternura de sus ojos húmedos” (pág. 160)
Está claro que Alberti no era pariente de Stalin (sanguíneo, quiero decir; lo de “de sangre” se podría entender de otra manera), pero quien si presume de ello es su nieto, quien lleva cosa de medio año querellándose con todo el que se atreve a decir la verdad.
Como culminación de estas demencias y/o maldades, este miércoles, día 10, para una ocurrencia que tiene buena la UNESCO, a los socialistas españoles les produce sarpullidos reconocer el genocidio no ya soviético, sino sólo de Stalin.
El pasado día 5 se celebró el aniversario de la muerte de Koba, y la duda es si hay quien todavía le tiene miedo, o es que lamenta que no siga vivo “poniendo orden”.
En su momento, al menos en Inglaterra, supongo, este profesional hacía su cometido repartiendo a domicilio las botellas de leche en esas horas indefinidas del alba, aurora y amanecer.
Un aliado sobrevenido de Mr. Churchill se encargó de demostrar que bajo el régimen soviético, no solo los lecheros trabajaban a esas horas.
En la obra de Martin Amis Koba el Temible, ya conocida en estas páginas, en el apartado “La politización del sueño”, podemos leer los comentarios del autor sobre la conducta de un refugiado que se alojaba en su casa (más bien, la de sus padres), consecuencia de lo sucedido en Rusia:
“A principios de los años cincuenta se le ocurrió decir, delante de alguien en quien pensó que se podía confiar, que estaba harto de ver al «cerdo seboso» de Georgui Malenkov (primer ministro de la URSS, 1953-1955). Los agentes de «los Órganos» fueron a buscarlo a medianoche. Lo condenaron a ocho años, que debía cumplir en un campo del norte, Vorkutá, un nombre que significa para un ruso tanto como Dachau para un judío. O quizá más. (…)
Cuando se lo llevaron a las tres de la madrugada, lo último que dijo Tibor [Szamuely] a su mujer fue: «Escribe a tu madre». Solía jactarse de haber sido el único prisionero liberado por Stalin; por Stalin en persona. Por lo visto, la madre de Nina Szamuely tenía una estrecha amistad con el dictador estalinista húngaro Matyas Rakosi. El estalinista, como estaba mandado, llamó o cablegrafió a Stalin; (…) Y Tibor, por una serie de cabriolas y casualidades maravillosas, huyó a la Inglaterra que había visitado de pequeño. Huyó con su mujer, sus dos hijos y además (todo un golpe) con su amplia e insustituible biblioteca. Así pues, una historia feliz, me dije: una historia feliz.
(…)
Tibor se levantaba siempre muy tarde y Kingsley [Amis, padre de Martín Amis] se quejó de ello en cierta ocasión hablando con Nina. Ésta le dijo que su marido necesitaba ver las primera luces del alba para pensar en dormirse. Incluso en Inglaterra. Necesita, dijo, «estar completamente seguro de que no irán a buscarlo esa noche».
Nosotros no lo entendemos y no hay ningún motivo por el que debamos entenderlo. Hace falta un poderoso esfuerzo de imaginación para tener una idea de lo que es un «miedo que para millones de personas resulta invencible – en palabras de Vassili Grossman –, ese miedo escrito en letras rojas en el cielo plomizo de Moscú, el miedo sobrecogedor al Estado»” (pp. 27-29).
En el reciente viaje a Berlín recogí, no sé de dónde, un folleto del Instituto Cervantes. En él se puede apreciar una figura que yo diría se corresponde con la de Rafael Alberti (tengo que reconocer que no sé si sigue vivo o no, y además, no es algo que me preocupe en absoluto), y de la otra figura, mejor me callo, de momento.
En el libro que estoy actualmente leyendo (Campos de Flandes, de José Luis de Juan), en un momento en que el narrador tiene una conversación con un ruso (se desarrolla la acción en 2001), aquel tiene la siguiente reflexión:
“Stalin, un hombre al que Rafael Alberti, tras hablar con él unas horas, no duda en describir como alguien que rezuma ternura de sus ojos húmedos” (pág. 160)
Está claro que Alberti no era pariente de Stalin (sanguíneo, quiero decir; lo de “de sangre” se podría entender de otra manera), pero quien si presume de ello es su nieto, quien lleva cosa de medio año querellándose con todo el que se atreve a decir la verdad.
Como culminación de estas demencias y/o maldades, este miércoles, día 10, para una ocurrencia que tiene buena la UNESCO, a los socialistas españoles les produce sarpullidos reconocer el genocidio no ya soviético, sino sólo de Stalin.
El pasado día 5 se celebró el aniversario de la muerte de Koba, y la duda es si hay quien todavía le tiene miedo, o es que lamenta que no siga vivo “poniendo orden”.
Martín Amis en su "La casa de los encuentros" nos hace una animosa descripción de lo que este malvado entendía como un presidio.
ResponderEliminarLa muerte, las horas previas que un genocida como este debe pasar antes de enfrentarse a Dios, debe ser de lo más aterrador:
"Durante las últimas doce horas la falta de oxígeno se agravó. Su cara y sus labios se ennegrecieron […] Su agonía fue terrible. Literalmente murió asfixiado ante nuestros ojos. Cuando ya parecía haber llegado el último momento, abrió los ojos y miró a todos los que estábamos en la habitación. Fue una mirada terrible, de locura o quizá de cólera, y llena de miedo a la muerte […] De pronto levantó la mano izquierda, como si señalara algo situado arriba y lo maldijera todo. Fue un gesto incomprensible y muy amenazador."
Fue el gesto de la innegociable caida al puto infierno.
Que la apreciación del mundo es subjetiva es algo tan de cajón que no merece la pena discutirlo. Sin embargo, hay ciertos asuntos frente a los cuales uno no puede sino mostrarse objetivo y aceptar las cosas como son. Sin embargo, para cierta idología, como la de izquierda (no es la única, pero sí la que con más frecuencia cae en ese error), las cosas son como a ella le parece que pinten y no como realmente fueron: "[...] a los socialistas españoles les produce sarpullidos reconocer el genocidio no ya soviético, sino sólo de Stalin."
ResponderEliminarY si hubiera o hubiese que reconocerse tal genocidio, siempre se puede buscar un "pero". Ayer, en un programa de televisión donde se debatía el repugnante titular que trae hoy El País a su portada (http://www.elpais.com/articulo/portada/Supremo/avala/Falange/siente/banquillo/Garzon/elpepipri/20100326elpepipor_6/Tes), un desvergonzado periodista de ideas izquierdosas no tuvo empacho alguno en defender que no todos en España debemos tener los mismos derechos además de, por supuesto, otorgarle un acta de validez (¡histórica!) democrática al partido comunista que le negaba categóricamente a Falange.
Me viene a la mente cierta anécdota sobre la muerte del tirano Stalin. Uno de sus hombres de confianza, tras ver al muerto, corre a comunicárselo a sus colegas: "Camaradas, Stalin ha muerto". Y uno de estos contesta: "Vale, pero a ver quién se lo dice".
ResponderEliminarUn saludo
Guido: Seguro que quien dio la noticia era un reaccionario.
ResponderEliminarComo los de la Oficina del Censo en 1937 que comenté en su día. Y muchos millones más de personas.
S.Cid: el problema es que nadie contesta a esta gente en directo como se merecen. Y así van, creciéndose.
bate: no he leído "La casa..." pero desde luego "Koba..." impresiona, más por lo que cuenta, por cómo denuncia que muchos callaron, incluso sabiendo.
Poco a poco iré dejando "platos" del libro, a ver si conseguimos que se les acabe indigestando a esta tropa.