“A las 9.50 de la noche del 5 de marzo empezó a sudar copiosamente. La cara azul se le puso más azul. Svétlana miraba y esperaba. He aquí su despedida:
Durante las últimas doce horas la falta de oxígeno se agravó. Su cara y sus labios se ennegrecieron […] Su agonía fue terrible. Literalmente murió asfixiado ante nuestros ojos. Cuando ya parecía haber llegado el último momento, abrió los ojos y miró a todos los que estábamos en la habitación. Fue una mirada terrible, de locura o quizá de cólera, y llena de miedo a la muerte […] De pronto levantó la mano izquierda, como si señalara algo situado arriba y lo maldijera todo. Fue un gesto incomprensible y muy amenazador.
¿Qué hacía? Buscar a tientas su poder.
Durante las últimas doce horas la falta de oxígeno se agravó. Su cara y sus labios se ennegrecieron […] Su agonía fue terrible. Literalmente murió asfixiado ante nuestros ojos. Cuando ya parecía haber llegado el último momento, abrió los ojos y miró a todos los que estábamos en la habitación. Fue una mirada terrible, de locura o quizá de cólera, y llena de miedo a la muerte […] De pronto levantó la mano izquierda, como si señalara algo situado arriba y lo maldijera todo. Fue un gesto incomprensible y muy amenazador.
¿Qué hacía? Buscar a tientas su poder.
Stalin había muerto, pero aún no se había ido. Siempre le había gustado amontonar a la gente, apretujarla, no dejarle aire ni espacio ni recursos; siempre le había gustado recluirla y emparedarla, acorralarla y enjaularla: la «perrera» de recepción de la Lubianka, con tres presos por cada metro de suelo; Ivánovo, con 323 hombres en celdas ideadas para veinte, o Strajóvich, con 28 hombres en celdas pensadas para reclusiones individuales; o 36 en un solo compartimiento de tren, o un furgón celular tan abarrotado que los urka ni siquiera podían meter la mano en bolsillo ajeno, o los zeki atados por parejas y amontonados como troncos en la parte trasera del camión, camino de la muerte… El día del entierro de Stalin, multitudes ingentes, presas de una consternación falsa y de un falso amor, desfilaron por Moscú en densidad peligrosa. Cuando, estando en una apretada multitud, nuestros movimientos dejan de ser nuestros y tenemos que esforzarnos por respirar, una triste idea se impone en medio de nuestro pánico y es que si sobreviene la muerte, llegará de la mano de la vida, del exceso de vida, de la sobreabundancia de vida. De todos modos, ¿qué hacían allí aquellas personas? ¿Llorarle? Aquel día murieron asfixiadas más de cien personas en las calles de Moscú. Así pues, Stalin, embalsamado en el ataúd, siguió haciendo lo que realmente sabía hacer: matar rusos.”
Tomado del libro de Martin Amis Koba el Temible. La risa y los Veinte Millones, publicado por Anagrama, según traducción de Antonio-Prometeo Moya; libro del que ya hemos hablado en este diario.
Stalin, el Hombre de Acero, finalmente, también quebró; oxidado desde muy al principio, el acero llegó a su límite. En cambio, los pueblos ruso, georgiano, ucraniano, bielorruso, cosaco, y en muchos otros sitios de Europa, de Asia, de África, de América, tardarían (y aún tardan algunos) en ver llegar el límite de los regímenes comunistas alentados, impuestos y apoyados por Stalin y, no olvidemos, sus sucesores o competidores (Nikita Jrushov, Leónidas Breznev, Mao Tse Tung, Pol Pot, Ernesto Guevara, Fidel Castro,...).
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