“– (…) Voy a ver.
Sonriendo y con un aspecto eficaz, sin duda acorde con su trabajo, Claude se dirigió a la caja, la rodeó y se puso a compulsar febrilmente los catálogos que se amontonaban detrás, en una estantería de madera.
– ¿Buscas algo? –le preguntó Léopold, y Claude sonrió fugazmente porque le parecía evidente que estaba haciendo precisamente eso.
– Sí –dijo. Y consultó el papel en el que acababa de apuntar los datos proporcionados por el tímido cliente–: El día en que me mataron, de Carlos Semprún Maura, publicado en Balland en 1976. ¿Le suena?
(…)
– Me dice vagamente algo, sí. Incluso creo que lo he leído.
– ¿Y estaba bien? –se entusiasmó ingenuamente Claude.
– ¿Cómo quieres que lo sepa? ¡Hace ya tanto tiempo!
(…)
– No encuentro su libro entre las reediciones –anunció Claude (…) El otro sonrió cansado.
– Claro… ¿No le parece raro que los libros puedan desaparecer tan radicalmente?
– ¡Qué dice! ¡Un libro nunca desaparece del todo! Siempre quedan ejemplares en la Biblioteca Nacional, en las bibliotecas municipales, para no hablar de las privadas… No, no, los libros no desaparecen nunca completamente. Está todo pensado para eso.
– Tal vez, sí… ¿Qué hacer entonces?
– ¿Cómo dice?
– ¿Qué hacer para saber… si tienen algún ejemplar en el almacén, en Balland, por ejemplo?
– Podemos preguntar.
(…)
Tomó nota de todo y prometió telefonearle si encontraban el libro de marras.
– De todos modos, volverá a pasar –dijo el tipo, y se marchó.
(…)
– Es divertido –dijo–, ese tío, es el autor…
– ¿Qué hay de gracioso en eso? –preguntó plácidamente Léopold, como si los autores acudieran en masa durante los días de lluvia, como si su librería sólo estuviera allí para acoger a los autores. Luego, se inmovilizó tanto como le fue posible, intentó controlar por unos segundos su grasa gelatinosa y frunció las cejas:
– ¿Qué autor?
– Carlos Semprún Maura –no obstante, Claude consultó su cuaderno de pedidos antes de citar el nombre del autor–. Quería una novela suya.
– Te ha tomado el pelo.
Léopold habló de forma tajante.
– ¡Qué va! ¿Por qué? Si me ha dejado su número de teléfono y todo, por si acaso.
– Te dijo que te ha tomado el pelo. Carlos Semprún Maura murió hace ya diez años, como poco.
– ¿Ah, sí? Entonces es normal que compruebe de vez en cuando si sus libros se venden después de su muerte.
Por unos momentos, Léopold pareció pensar en ello.”
Sonriendo y con un aspecto eficaz, sin duda acorde con su trabajo, Claude se dirigió a la caja, la rodeó y se puso a compulsar febrilmente los catálogos que se amontonaban detrás, en una estantería de madera.
– ¿Buscas algo? –le preguntó Léopold, y Claude sonrió fugazmente porque le parecía evidente que estaba haciendo precisamente eso.
– Sí –dijo. Y consultó el papel en el que acababa de apuntar los datos proporcionados por el tímido cliente–: El día en que me mataron, de Carlos Semprún Maura, publicado en Balland en 1976. ¿Le suena?
(…)
– Me dice vagamente algo, sí. Incluso creo que lo he leído.
– ¿Y estaba bien? –se entusiasmó ingenuamente Claude.
– ¿Cómo quieres que lo sepa? ¡Hace ya tanto tiempo!
(…)
– No encuentro su libro entre las reediciones –anunció Claude (…) El otro sonrió cansado.
– Claro… ¿No le parece raro que los libros puedan desaparecer tan radicalmente?
– ¡Qué dice! ¡Un libro nunca desaparece del todo! Siempre quedan ejemplares en la Biblioteca Nacional, en las bibliotecas municipales, para no hablar de las privadas… No, no, los libros no desaparecen nunca completamente. Está todo pensado para eso.
– Tal vez, sí… ¿Qué hacer entonces?
– ¿Cómo dice?
– ¿Qué hacer para saber… si tienen algún ejemplar en el almacén, en Balland, por ejemplo?
– Podemos preguntar.
(…)
Tomó nota de todo y prometió telefonearle si encontraban el libro de marras.
– De todos modos, volverá a pasar –dijo el tipo, y se marchó.
(…)
– Es divertido –dijo–, ese tío, es el autor…
– ¿Qué hay de gracioso en eso? –preguntó plácidamente Léopold, como si los autores acudieran en masa durante los días de lluvia, como si su librería sólo estuviera allí para acoger a los autores. Luego, se inmovilizó tanto como le fue posible, intentó controlar por unos segundos su grasa gelatinosa y frunció las cejas:
– ¿Qué autor?
– Carlos Semprún Maura –no obstante, Claude consultó su cuaderno de pedidos antes de citar el nombre del autor–. Quería una novela suya.
– Te ha tomado el pelo.
Léopold habló de forma tajante.
– ¡Qué va! ¿Por qué? Si me ha dejado su número de teléfono y todo, por si acaso.
– Te dijo que te ha tomado el pelo. Carlos Semprún Maura murió hace ya diez años, como poco.
– ¿Ah, sí? Entonces es normal que compruebe de vez en cuando si sus libros se venden después de su muerte.
Por unos momentos, Léopold pareció pensar en ello.”
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