Hace tiempo, allá por el mes de abril, hice una anotación sobre la representación que habíamos visto en el Teatro Fernán Gómez de Madrid, de “El caso de la mujer asesinadita”.
En un momento de la obra, Miguel Mihura, como en otras ocasiones, juega con lo paradójico que resulta que se cumpla la lógica. Es cuando Raquel, a poco de empezar el Acto I, narra a Norton (ya saben, ése que “es indio y solo piensa en las inmensas praderas, en los valles sombríos, en los rostros pálidos que nos persiguen y nos humillan...”), narra, digo, cómo se conocieron ella y Lorenzo:
“Mi marido, entonces mi jefe, tenía que hacer unos trabajos urgentes y me tomó de mecanógrafa. (…) A los dos meses, nos enamoramos perdidamente. Ya sabe usted: la eterna historia de la mecanógrafa y el jefe. Una primera mirada llena de amor… el descubrimiento de un alma gemela… Una gran afinidad en todos nuestros gustos… Un paseo por el parque… Un par de butacas en un cine de barrio… Lo de siempre. Pero en nuestro caso cien veces más dramático, porque él estaba casado y yo era una verdadera señorita: una mecanógrafa que sabía escribir a máquina realmente, ¿comprende usted?”
Esta escena me recordó esta viñeta publicada en The Wall Street Journal a finales de febrero de este año, en la que se nos muestra las grandes ventajas de una máquina de escribir (por ejemplo, “never crashes”).
Y la viñeta me recordó a su vez que todavía existen máquinas de escribir en activo, cumpliendo su papel, mucho más limitado, sí, pero aún con su utilidad.
Así, entre las diversas funciones, además del timbre que nos avisa del final de la línea, tenemos la opción de cambiar el color del texto.
También tenemos el avance de línea, lo que además obliga a una necesaria coordinación en los movimientos de dedos, manos y brazos, avance que se puede ajustar a un interlineado u otro.
Cosa que por cierto, no se ha perdido aún, a pesar del uso del tratamiento de texto, pues en muchos sitios siguen pidiendo los documentos, no con un cierto interlineado, sino “a doble espacio”.
Pues toda esta secuencia de recuerdos es la que, a su vez, me recordaron los títulos de crédito finales de “Up”, escritos a máquina por alguien que sabe “escribir a máquina realmente”.
Y hasta aquí, en combinación con las teclas peruanas, un pequeño homenaje a la edad y la experiencia.
En un momento de la obra, Miguel Mihura, como en otras ocasiones, juega con lo paradójico que resulta que se cumpla la lógica. Es cuando Raquel, a poco de empezar el Acto I, narra a Norton (ya saben, ése que “es indio y solo piensa en las inmensas praderas, en los valles sombríos, en los rostros pálidos que nos persiguen y nos humillan...”), narra, digo, cómo se conocieron ella y Lorenzo:
“Mi marido, entonces mi jefe, tenía que hacer unos trabajos urgentes y me tomó de mecanógrafa. (…) A los dos meses, nos enamoramos perdidamente. Ya sabe usted: la eterna historia de la mecanógrafa y el jefe. Una primera mirada llena de amor… el descubrimiento de un alma gemela… Una gran afinidad en todos nuestros gustos… Un paseo por el parque… Un par de butacas en un cine de barrio… Lo de siempre. Pero en nuestro caso cien veces más dramático, porque él estaba casado y yo era una verdadera señorita: una mecanógrafa que sabía escribir a máquina realmente, ¿comprende usted?”
Esta escena me recordó esta viñeta publicada en The Wall Street Journal a finales de febrero de este año, en la que se nos muestra las grandes ventajas de una máquina de escribir (por ejemplo, “never crashes”).
Y la viñeta me recordó a su vez que todavía existen máquinas de escribir en activo, cumpliendo su papel, mucho más limitado, sí, pero aún con su utilidad.
Así, entre las diversas funciones, además del timbre que nos avisa del final de la línea, tenemos la opción de cambiar el color del texto.
También tenemos el avance de línea, lo que además obliga a una necesaria coordinación en los movimientos de dedos, manos y brazos, avance que se puede ajustar a un interlineado u otro.
Cosa que por cierto, no se ha perdido aún, a pesar del uso del tratamiento de texto, pues en muchos sitios siguen pidiendo los documentos, no con un cierto interlineado, sino “a doble espacio”.
Pues toda esta secuencia de recuerdos es la que, a su vez, me recordaron los títulos de crédito finales de “Up”, escritos a máquina por alguien que sabe “escribir a máquina realmente”.
Y hasta aquí, en combinación con las teclas peruanas, un pequeño homenaje a la edad y la experiencia.
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