“Cuando llegaron a la estepa, empezaba a amanecer. Subieron a una colina, que en bashkirio se llama shijan. Se apearon de los carros, descabalgaron y se reunieron. El jefe se acercó a Pajom y, señalando la estepa con la mano, dijo:
– Toda la tierra que abarcas con la vista es nuestra. Elige la que quieras.
– Toda la tierra que abarcas con la vista es nuestra. Elige la que quieras.
Los ojos de Pajom resplandecieron: toda la tierra estaba cubierta de hierba, era lisa como la palma de la mano y negra como la semilla de la amapola; en las hondonadas se veían hierbas de distintas clases, que llegaban hasta el pecho.
El jefe se quitó el gorro de piel de zorro y lo dejó en el suelo.
– Ésta será la marca –dijo–. Partirás de aquí y aquí volverás. Y toda la tierra que recorras será tuya.
Pajom sacó el dinero, lo puso sobre el gorro, se quitó el caftán y se quedó sólo con la chaqueta sin mangas; luego se ciñó bien el cinturón bajo la panza, se estiró, se metió en el seno una bolsa de pan, ató al cinto una garrafa de agua, se ajustó las botas, cogió el azadón de manos de su trabajador y se dispuso a partir. Estuvo un momento pensando por dónde empezar, pues toda la tierra le parecía buena. «Da lo mismo –decidió–: iré hacia levante» (…) En cuanto surgió el sol, Pajom se echó el azadón al hombro y se internó en la estepa.
Caminaba con paso intermedio, ni deprisa ni despacio. Después de recorrer una versta, se detuvo, cavó un agujero, puso un montón de hierba sobre otro para que se viese bien, y siguió adelante. Había entrado en calor y se movía con mayor ligereza. Al cabo de un rato, cavó otro agujero.
(…)
«Ha transcurrido ya el primer cuarto de la jornada –se dijo Pajom–. Aún es pronto para dar la vuelta (…) Este lugar es muy bueno y da pena dejarlo. Cuanto más avanzas, mejor es»
(…)
Después de mucho caminar, llegó a un lugar cubierto de hierba más alta; el calor se volvió sofocante.
(…)
La comida le había dado fuerzas. Pero hacía muchísimo calor y tenía sueño. Sin embargo, siguió caminando, mientras pensaba: «Aguanta unas horas y vivirás como un rey el resto de tu vida».
Caminó también mucho en esa dirección y estaba ya a punto de girar a la izquierda cuando vio que un poco más lejos había una hondonada húmeda; le dio pena dejarla. «Ahí se dará bien el lino», se dijo. Y siguió en línea recta. Atravesó la hondonada, cavó un agujero y torció, creando de ese modo una segunda esquina.
(…)
De la tercera parte sólo había recorrido dos verstas. Hasta el lugar de partida quedaban unas quince. «No –pensó–, aunque quede una parcela irregular, debo seguir en línea recta, sin coger demasiado. De todas formas, tengo tierra de sobra.» Cavó a toda prisa un agujero y se dirigió en línea recta hacia la colina.
Empezaba a sentirse cansado. Estaba empapado en sudor y tenía los pies descalzos, llenos de heridas y magulladuras; las piernas apenas le sostenían. Le habría gustado descansar, pero no podía, pues no llegaría a tiempo antes del ocaso. El sol no esperaba; no hacía más que bajar y bajar. «Ah –pensó–, ¿no me habré equivocado y habré abarcado demasiado? ¿Y si no llego a tiempo? »
(…)
Finalmente echó a correr. Arrojó la chaqueta, las botas, la garrafa y el gorro, quedándose sólo con el azadón, en el que se apoyaba. «Ah –pensó– he sido demasiado codicioso y lo he echado todo a perder; no lograré llegar antes de la puesta de sol.» Y ese miedo hacía que respirara aún peor. (…) Aterrorizado, Pajom pensó: «Mientras no muera de agotamiento».
Tenía miedo de morir, pero no podía detenerse. «He corrido tanto –se dijo– que, si me detengo ahora, dirán que soy tonto.» Siguió corriendo; cuando llegó más cerca oyó que los bashkirios chillaban y gritaban. Al oírlos, el corazón le latió aún más deprisa. Pajom hizo acopio de sus últimas fuerzas y siguió corriendo, mientras el sol se acercaba al horizonte, cubierto de niebla, grande, rojo, ensangrentado.
(…)
Justo cuando llegaba a la colina, se hizo de noche. Miró a su alrededor y vio que el sol ya se había puesto. Pajom gimió. «Todos mis esfuerzos han sido en vano.» Estuvo a punto de detenerse, pero oyó que los bashkirios continuaban chillando, entonces se dio cuenta de que, aunque allí abajo reinaba la oscuridad, desde lo alto de la colina aún podía verse el sol. Pajom tomó aliento y subió corriendo por la ladera. En lo alto aún había luz. Lo primero que vio fue el gorro. Delante de él estaba sentado el jefe, riéndose a carcajadas y sujetándose la panza con las manos. Pajom se acordó de su sueño y gimió; las piernas le fallaron, cayó de bruces y alcanzó el gorro con las manos.
– ¡Bravo! –gritó el jefe–. ¡Has ganado mucha tierra!”
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