domingo, 2 de septiembre de 2012

El nido de un fénix

Día del Señor. Algunas de nuestras doncellas, que permanecieron despiertas hasta tarde efectuando los preparativos para la festividad de hoy, nos llamaron a eso de las tres para señalarnos un gran incendio que se divisaba en la City. Me levanté y me deslicé en camisón hasta la ventana. Calculé que sería en la parte de atrás de Market Lane, es decir, suficientemente lejos, por lo que volvía a acostarme. A las siete volví a levantarme para vestirme; el incendio se había calmado y parecía más alejado. Comencé a arreglar mi escritorio, que había limpiado a fondo ayer. Pronto Jane vino a decirme que más de trescientas casas se habían quemado durante la noche y que el fuego continuaba cerca del puente de Londres. Me apresté con el objeto de marchar a la Torre. De lo alto, contemplé las casas de ese costado del puente, en llamas. Un inmenso incendio se extendía más allá. Descendí, trastornado, y busqué al Teniente de la Torre, quien me explicó que aquello había comenzado esta mañana, en la panadería del Rey, en Padding Lane y que la iglesia de St. Magnus estaba ya destruida. En el muelle tomé una barca y pasé por debajo del puente. Allí asistí a escenas lamentables. Las gentes trataban de salvar sus bienes, los arrojaban sobre los muelles o los amontonaban en los botes. Unas palomas no se decidían a abandonar sus nidos y revoloteaban en torno a las ventanas y balcones hasta el momento en que caían, enrojecidas las alas. Al cabo de una hora, el fuego hacía estragos en todas las direcciones y nadie, hasta donde yo podía darme cuenta, intentaba extinguirlo. No se pensaba sino en colocar las cosas al abrigo y dejaban arder las casas. El viento, muy fuerte, empujaba el incendio hacia la City. Tras una sequía tan larga, todo era combustible, hasta las piedras de las iglesias. Me dirigí entonces a White Hall, al gabinete del Rey. Le conté –también al Duque–, lo que había presenciado, afirmando que si Su Majestad no ordenaba demoler los edificios, nada podría detener el incendio. Parecían muy impresionados. El Duque me encargó que fuera a buscar de su parte al Lord Mayor, para transmitirle sus órdenes. Añadió que se le suministrarían todos los soldados que requiriera. Encontré al Capitán Cocke, quien me prestó su carroza para viajar a St. Paul. Allí seguí por la calle Watling, colmada de gentes que llegaban cargadas de objetos: había hasta enfermos conducidos en su camas. Por fin hallé al Lord Mayor, extenuado, con un pañuelo al cuello. Cuando le transmití el mensaje del Rey, gimió como una mujer a punto de desmayarse: «Dios mío, ¿qué puedo hacer? Estoy agotado. No se me obedece. He dispuesto derribar las casas, pero el fuego nos gana en presteza.» Agregó que necesitaba tropas de refuerzo y que, en cuanto a él mismo, le faltaba reposo, pues había permanecido en pie toda la noche. Nos separamos. La gente estaba como loca. Nadie, nadie, trataba de apagar el fuego. Además, las casas están demasiado juntas en ese barrio, y llenas de material combustible, como la resina y el alquitrán, sin contar los comercios de aceite, de aguardiente y de vino, a lo largo del Támesis. Las iglesias, abarrotadas de objetos en vez de personas que, en ese momento, habrían debido escuchar misa, apaciblemente. Era ya mediodía y regresé a casa con el fin de recibir a mis huéspedes: Mr. Moone y Mr. Wood con su mujer, Bárbara, muy elegante. Mr. Moone había venido para conocer mi despacho, que ansiaba admirar. Desgraciadamente, estábamos trastornados por el incendio, sin saber qué pensar. No obstante, la comida resultó magnífica y la compañía tan alegre como era posible en semejantes circunstancias. Apenas terminado el almuerzo, salí con Moone y atravesamos la City a pie. Las calles, plenas de transeúntes, de caballos, de coches repletos. Desalojaban las casas de la calle Canning, donde, esta mañana, se habían puesto diversas cosas al abrigo. En el muelle de St. Paul tomé un bote para ir a ver el fuego, que había ganado más terreno y no parecía próximo a apagarse. Encontré al Rey con el Duque de York en barca: les acompañé un rato. Habían dado orden de abatir las casas rápidamente, pero no se podía hacer gran cosa, pues el fuego se propagaba con amenazante intensidad. Se confiaba en detenerlo río arriba y río abajo del puente, pero el viento lo dispersaba por la City. Barcos cargados de materiales diversos cubrían el río, donde flotaban también objetos de valor. Observé que en uno de cada tres barcos, por lo menos, se distinguía una espineta entre el mobiliario. Habiendo visto todo lo que se podía ver, me encaminé hacia White Hall; luego, de allí, al parque de St. James, donde hallé a mi mujer, Credd, Wood y señora. Volvimos juntos, en mi barca, y recorrimos el río, mirando el fuego, que aumentaba siempre, alimentado por el poderoso viento. Nos aproximamos todo cuanto el viento permitía. Sobre la superficie del Támesis, de cara al viento, se sentía uno casi quemado por una lluvia de chispas. Esto es estrictamente cierto. De suerte que varias casas se incendiaron así por chispas y pavesas encendidas. Cuando ya nos resultó intolerable mantenernos sobre el agua, fuimos a una pequeña cervecería de Bakside, donde permanecimos hasta el caer la noche. A medida que la oscuridad avanzaba, surgía por encima de los campanarios, entre las casas y las iglesias, tan lejos como alcanzaba la mirada, sobre la colina de la City, una horrible y maléfica llama, sangrienta, muy diferente de la llama clara de un fuego común. Al marcharnos, el incendio formaba un vasto arco de fuego de un extremo a otro del puente y, sobre la colina, un segundo arco de una milla de extensión, por lo menos. Me deshice en lágrimas ante tal cuadro. Las iglesias, las casas, todo llameaba a la vez, ¡El estrépito horroroso que producían las llamas y el crujir de las casas que se desplomaban! Ya en mi hogar, con el corazón oprimido, encontré a todos discurriendo y plañendo. El pobre Tom Hatter había venido a refugiarse con los escasos enseres que había logrado salvar. Lo invité a pasar la noche, A cada instante llegaban noticias de los progresos del incendio. Debimos, pues, embalar nuestras propias cosas y prepararnos a sacarlas. Bajo el claro de luna (el tiempo era bueno: seco y frío) transportamos una gran parte de mi mobiliario al jardín y el dinero a cajas de hierro, en el sótano, lo cual juzgamos seguro. Llevé a la oficina mis bolsas de oro, con mis papeles más importantes. Nos alarmamos tanto, que sir W. Batten trajo carretas del campo para levantar sus bienes esta misma noche. Mr. Hatter se recostó un rato, pero el infeliz no puedo descansar: tanto ruido ocasionábamos al mover los muebles.

Créditos:
Anotación correspondiente al día 2 de septiembre de 1666, de los Diarios de Samuel Pepys, según traducción de Norah Lacoste, tomada de la edición de la obra realizada por Editorial Renacimiento en 2003 (pp. 264-266)
Imagen de View of the fire from across the Thames, en el Museum of London/Bridgeman Art Gallery, tomada de London rising: the men who made modern London, de Leo Hollis, según la edición de Walker&Company (Nueva York) de 2008

[Nota:
Como se habrán dado cuenta los lectores habituales de este diario, hoy no es ningún aniversario del inicio del Gran Incendio de Londres, ya que en 1666 en Inglaterra aún seguían con el calendario juliano, y por tanto, aún faltan 10 días para la efemérides.
Curiosamente, también fue un 2 de septiembre pero de 1752, el último día de aplicación del calendario juliano, pasando tras ese miércoles al jueves… 14 de septiembre.]

2 comentarios:

  1. De Samuel Pepys, puse hace justo una semana una idea suya sobre el número de libros que debía tener una biblioteca y cómo organizarla.
    Un saludo

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  2. En efecto.
    La buscaré, con tiempo y algunas cañas, en sus Diarios, para averiguar si fue antes o después del Gran Incendio, o de alguna mudanza,...

    Un saludo.

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