“Día
del Señor. Algunas de nuestras doncellas, que permanecieron despiertas hasta
tarde efectuando los preparativos para la festividad de hoy, nos llamaron a eso
de las tres para señalarnos un gran incendio que se divisaba en la City. Me
levanté y me deslicé en camisón hasta la ventana. Calculé que sería en la parte
de atrás de Market Lane, es decir, suficientemente lejos, por lo que volvía a
acostarme. A las siete volví a levantarme para vestirme; el incendio se había
calmado y parecía más alejado. Comencé a arreglar mi escritorio, que había
limpiado a fondo ayer. Pronto Jane vino a decirme que más de trescientas casas
se habían quemado durante la noche y que el fuego continuaba cerca del puente
de Londres. Me apresté con el objeto de marchar a la Torre. De lo alto,
contemplé las casas de ese costado del puente, en llamas. Un inmenso incendio
se extendía más allá. Descendí, trastornado, y busqué al Teniente de la Torre,
quien me explicó que aquello había comenzado esta mañana, en la panadería del
Rey, en Padding Lane y que la iglesia de St. Magnus estaba ya destruida. En el
muelle tomé una barca y pasé por debajo del puente. Allí asistí a escenas
lamentables. Las gentes trataban de salvar sus bienes, los arrojaban sobre los
muelles o los amontonaban en los botes. Unas palomas no se decidían a abandonar
sus nidos y revoloteaban en torno a las ventanas y balcones hasta el momento en
que caían, enrojecidas las alas. Al cabo de una hora, el fuego hacía estragos
en todas las direcciones y nadie, hasta donde yo podía darme cuenta, intentaba
extinguirlo. No se pensaba sino en colocar las cosas al abrigo y dejaban arder
las casas. El viento, muy fuerte, empujaba el incendio hacia la City. Tras una
sequía tan larga, todo era combustible, hasta las piedras de las iglesias. Me
dirigí entonces a White Hall, al gabinete del Rey. Le conté –también al Duque–,
lo que había presenciado, afirmando que si Su Majestad no ordenaba demoler los
edificios, nada podría detener el incendio. Parecían muy impresionados. El
Duque me encargó que fuera a buscar de su parte al Lord Mayor, para transmitirle
sus órdenes. Añadió que se le suministrarían todos los soldados que requiriera.
Encontré al Capitán Cocke, quien me prestó su carroza para viajar a St. Paul.
Allí seguí por la calle Watling, colmada de gentes que llegaban cargadas de
objetos: había hasta enfermos conducidos en su camas. Por fin hallé al Lord
Mayor, extenuado, con un pañuelo al cuello. Cuando le transmití el mensaje del
Rey, gimió como una mujer a punto de desmayarse: «Dios mío, ¿qué puedo hacer? Estoy
agotado. No se me obedece. He dispuesto derribar las casas, pero el fuego nos
gana en presteza.» Agregó que necesitaba tropas de refuerzo y que, en cuanto a él
mismo, le faltaba reposo, pues había permanecido en pie toda la noche. Nos
separamos. La gente estaba como loca. Nadie, nadie, trataba de apagar el fuego.
Además, las casas están demasiado juntas en ese barrio, y llenas de material
combustible, como la resina y el alquitrán, sin contar los comercios de aceite,
de aguardiente y de vino, a lo largo del Támesis. Las iglesias, abarrotadas de
objetos en vez de personas que, en ese momento, habrían debido escuchar misa,
apaciblemente. Era ya mediodía y regresé a casa con el fin de recibir a mis huéspedes:
Mr. Moone y Mr. Wood con su mujer, Bárbara, muy elegante. Mr. Moone había
venido para conocer mi despacho, que ansiaba admirar. Desgraciadamente, estábamos
trastornados por el incendio, sin saber qué pensar. No obstante, la comida
resultó magnífica y la compañía tan alegre como era posible en semejantes
circunstancias. Apenas terminado el almuerzo, salí con Moone y atravesamos la
City a pie. Las calles, plenas de transeúntes, de caballos, de coches repletos.
Desalojaban las casas de la calle Canning, donde, esta mañana, se habían puesto
diversas cosas al abrigo. En el muelle de St. Paul tomé un bote para ir a ver
el fuego, que había ganado más terreno y no parecía próximo a apagarse. Encontré
al Rey con el Duque de York en barca: les acompañé un rato. Habían dado orden
de abatir las casas rápidamente, pero no se podía hacer gran cosa, pues el fuego
se propagaba con amenazante intensidad. Se confiaba en detenerlo río arriba y río
abajo del puente, pero el viento lo dispersaba por la City. Barcos cargados de materiales
diversos cubrían el río, donde flotaban también objetos de valor. Observé que en
uno de cada tres barcos, por lo menos, se distinguía una espineta entre el
mobiliario. Habiendo visto todo lo que se podía ver, me encaminé hacia White Hall;
luego, de allí, al parque de St. James, donde hallé a mi mujer, Credd, Wood y
señora. Volvimos juntos, en mi barca, y recorrimos el río, mirando el fuego,
que aumentaba siempre, alimentado por el poderoso viento. Nos aproximamos todo
cuanto el viento permitía. Sobre la superficie del Támesis, de cara al viento,
se sentía uno casi quemado por una lluvia de chispas. Esto es estrictamente cierto.
De suerte que varias casas se incendiaron así por chispas y pavesas encendidas.
Cuando ya nos resultó intolerable mantenernos sobre el agua, fuimos a una pequeña
cervecería de Bakside, donde permanecimos hasta el caer la noche. A medida que
la oscuridad avanzaba, surgía por encima de los campanarios, entre las casas y
las iglesias, tan lejos como alcanzaba la mirada, sobre la colina de la City,
una horrible y maléfica llama, sangrienta, muy diferente de la llama clara de
un fuego común. Al marcharnos, el incendio formaba un vasto arco de fuego de un
extremo a otro del puente y, sobre la colina, un segundo arco de una milla de extensión,
por lo menos. Me deshice en lágrimas ante tal cuadro. Las iglesias, las casas,
todo llameaba a la vez, ¡El estrépito horroroso que producían las llamas y el
crujir de las casas que se desplomaban! Ya en mi hogar, con el corazón oprimido,
encontré a todos discurriendo y plañendo. El pobre Tom Hatter había venido a refugiarse
con los escasos enseres que había logrado salvar. Lo invité a pasar la noche, A
cada instante llegaban noticias de los progresos del incendio. Debimos, pues,
embalar nuestras propias cosas y prepararnos a sacarlas. Bajo el claro de luna
(el tiempo era bueno: seco y frío) transportamos una gran parte de mi
mobiliario al jardín y el dinero a cajas de hierro, en el sótano, lo cual
juzgamos seguro. Llevé a la oficina mis bolsas de oro, con mis papeles más
importantes. Nos alarmamos tanto, que sir W. Batten trajo carretas del campo
para levantar sus bienes esta misma noche. Mr. Hatter se recostó un rato, pero
el infeliz no puedo descansar: tanto ruido ocasionábamos al mover los muebles.”
Créditos:
Anotación correspondiente al día 2 de
septiembre de 1666, de los Diarios de
Samuel Pepys, según traducción de Norah Lacoste, tomada de la edición de la
obra realizada por Editorial Renacimiento en 2003 (pp. 264-266)
Imagen de View of the fire from across the Thames,
en el Museum of London/Bridgeman Art Gallery, tomada de London rising: the men who made modern London , de Leo Hollis, según la edición de
Walker&Company (Nueva York) de 2008
[Nota:
Como se habrán dado
cuenta los lectores habituales de este diario, hoy no es ningún aniversario del
inicio del Gran Incendio de Londres, ya que en 1666 en Inglaterra aún seguían
con el calendario juliano, y por tanto, aún faltan 10 días para la efemérides.
Curiosamente, también fue
un 2 de septiembre pero de 1752, el último día de
aplicación del calendario juliano, pasando tras ese miércoles al jueves… 14 de
septiembre.]
De Samuel Pepys, puse hace justo una semana una idea suya sobre el número de libros que debía tener una biblioteca y cómo organizarla.
ResponderEliminarUn saludo
En efecto.
ResponderEliminarLa buscaré, con tiempo y algunas cañas, en sus Diarios, para averiguar si fue antes o después del Gran Incendio, o de alguna mudanza,...
Un saludo.