miércoles, 5 de septiembre de 2012

Para un inicio de curso, un final de hace seis siglos

Pensaba [el Papa Juan XXIII] que en un tiempo en que se emplean palabras difíciles, erizadas de ismos nebulosos, para expresar hasta las cosas más fáciles del mundo, sería oportuno poner de relieve al fraile que había enseñado: «Habla claro, de modo que quien te escuche marche contento e iluminado, y no deslumbrado».
Y todo menos «deslumbrados» se quedaron ante tu sermón los profesores y estudiante de la Universidad de Siena en junio de 1427. Les hablaste del «modo de estudiar», les propusiste «siete reglas» y concluiste: «Las cuales siete reglas, si las observas fielmente, en poco tiempo te volverás un hombre o una mujer de provecho».

Sin entrar en el tema, a principios del XV, del acceso de la mujer a la Universidad, vamos con las «siete reglas»:

Primera regla, el aprecio. Uno no llega nunca a estudiar en serio si primero no aprecia el estudio. No llega a formarse una cultura si antes no estima la cultura. (…) Ama los libros, así entrarás en contacto con los grandes hombres del pasado. (…)
Entendámonos: para una auténtica cultura, hay que aprecia también, además de los libros, la conversación, el trabajo en grupo, el intercambio de experiencias. Todas estas cosas nos estimulan a ser activos y no solo receptivos. Nos ayudan a ser nosotros mismos en el estudio, a comunicar a los otros nuestras ideas de manera origina; favorecen la atención respetuosa hacia el prójimo.

Segunda regla, la separación. Separarse al menos un poco. De lo contrario, no se estudia en serio. También los atletas deben abstenerse de muchas cosas. El estudiante tiene algo de atleta, y tú, querido fray Bernardino, le has presentado toda una lista de cosas «prohibidas».
Extraigo aquí sólo dos: malas compañías y malas lecturas.

Tercera regla, tranquilidad. «Nuestra alma es como el agua. Cuando está tranquila, es como el agua remansada; pero cuando está removida, se enturbia». Por lo tanto, si se quiere aprender, profundizar y recordar, hay que tranquilizar y dejar reposar la mente.

Cuarta regla, orden, equilibrio, justo medio, tanto en las cosas del cuerpo como en las del espíritu. (…)
El espíritu tiene necesidad de orden, por ello continúas: «No pongas el carro delante de los bueyes..., mejor es aprender poca ciencia, y aprenderla bien, que mucha y mal».”

Quinta regla, perseverancia. La mosca, apenas se posa sobre una flor, pasa, voluble y agitada, a otra; el abejorro se detiene un poco más, pero le gusta hacer ruido con las alas; la abeja, en cambio, silenciosa y trabajadora, se detiene, liba a fondo el néctar, lo lleva a casa y nos regala la miel. (…)
En la escuela y en la vida, no basta desear, hace falta querer. No basta comenzar a querer, sino que hay que seguir queriendo. Y no basta siquiera seguir, sino que es necesario saber comenzar a querer de nuevo, cada vez que uno se ha parado por pereza, fracasos o caídas. La mayor desgracia de un joven estudiante, más que la poca memoria, es una voluntad débil. Su mayor fortuna, más que un gran talento, es una voluntad firma y tenaz. Pero ésta sólo se templa al sol de la gracia de Dios, sólo se calienta al fuego de las grandes ideas y de los grandes ejemplos.

Sexta regla, discreción. Lo cual quiere decir: no correr más de lo que te permitan tus piernas. (…)
Ser el primero de la clase es interesante, pero no lo es para mí, si mi talento es limitado. Trabajaré con empeño y me daré por satisfecho si llego a ser cuarto o quinto.

Séptima regla, delectación, es decir, estudiar con gusto. No se puede perseverar en el estudio si no se le saca un poco de gusto. El gusto no se tiene al principio, sino que va llegando poco a poco. Al comenzar siempre hay algún obstáculo: la pereza que hay que superar, ocupaciones agradables que nos atraen más, la dificultad de la materia. El gusto llega más tarde, como un premio por el esfuerzo hecho.
Tú escribes: «Sin necesidad de ir a estudiar a París, aprende del animal que tiene las uñas partidas (es decir, del buey), el cual primero come y traga y luego rumia poco a poco». El buey va saboreando el heno poco a poco, mientras sea sabroso y agradable, hasta el fin. Lo mismo deberíamos hacer con los libros de texto, alimento de nuestra mente.

Créditos:
Extractos de la carta dirigida a  San Bernardino de Siena, de la obra Ilustrísimos Señores, del Patriarca de Venecia, Albino Luciani, según traducción de José L. Legaza y otros, publicada en la Biblioteca de Autores Cristianos, tomado de la décima edición de la obra, publicada la Vigilia de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora de 1978 (pp. 116-123).

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