“Toda muchedumbre,
especial de soldados, se rige por ímpetu, y mas por la opinión se mueve, que
por las mismas cosas y por la verdad, como sucedió en este negocio y trance;
que los mas de los soldados, perdida la esperanza de salir con la demanda,
trataban de desamparar los reales. Parecíales corrían igual peligro hora los
reyes pasasen adelante, hora volviesen atrás: lo uno daría muestra de
temeridad, lo otro sería cosa afrentosa. Ponían mala voz en la empresa: cundía
el miedo por todo el campo. La ayuda de Dios y de los santos valió para que
sustentasen en pie las cosas casi perdidas de todo punto. Un cierto villano,
que tenía grande noticia de aquellos lugares por haber en ellos largo tiempo
pastoreado sus ganados (algunos creyeron ser ángel, movidos de que mostrado que
hobo el camino, no se vió mas) prometió á los reyes que si dél se fiasen, por
senderos que él sabía, todo el ejército y gente llegarian sin peligro á
encumbrar lo mas alto de los montes. Dar crédito en cosa tan grande á un hombre
que no conocian, no era seguro, ni de personas prudentes no hacer de todo punto
caso en aquella apretura de lo que ofrecia. Pareció que don Diego de Haro y
Garci Romero como adalides viesen por los ojos lo que decia aquel pastor. Era el
camino al revés de lo que pretendian, y parecia iban á otra parte diferente,
tanto que los moros considerada la vuelta que los nuestros hacian, pensaron que
por falta de vituallas huian y se retiraban á lo mas adentro de la provincia.
Conveníales subir por la ladera del monte: pasar valles en muchos lugares,
peñascos empinados que embarazaban el camino. Pero no rehusaban algun trabajo
con la esperanza cierta que tenían de la victoria, si llegasen a las cumbres de
los montes y á lo más alto: el mayor cuidado que tenian era de apresurarse por
recelo que los enemigos no se apoderasen antes del camino y les atajasen la
subida.
Pasadas pues aquellas
fraguras, los reyes en un llano que hallaron, fortificaron sus reales.
Apercibióse el enemigo á la pelea y ordenó sus haces repartidas en cuatro
escuadrones: quedóse el rey mismo en el collado mas alto, rodeado de la gente
de su guarda. Los fieles, por estar cansados con el trabajo de tan largo y mal
camino así hombres como jumentos, determinaron de esquivar la pelea: lo mismo el
día siguiente, con tan grande alegria de los moros que entendian era por miedo,
que el miramamolin con embajadores que envió y despachó á todas partes y muy
arrogantes palabras prometia que dentro de tres pondria en su poder los tres
reyes que tenia cercados como con redes. La fama iba en aumento como suele:
cada uno añadia algo á lo que oia, para que la cosa fuese mas agradable. El dia
tercero que fue lunes á diez y seis del mes de julio, los nuestros resueltos de
presentar la batalla, al amaneceer confesados y comulgados ordenaron su
batallas, en guisa de pelear. En la vanguardia iba por capitan don Diego de
Haro. Del escuadron de enmedio tenia cuidado don Gonzalo Nuñez, y con él otros
caballeros Templarios y de las demás órdenes y milicias sagradas. En la
retaguardia quedaba el rey don Alonso, y el arzobispo don Rodrigo y otros
prelados. Los reyes de Aragón y de Navarra con su gente fortificaban los lados,
el navarro á la derecha, á la izquierda el aragonés.
El moro al contrario con
el mismo órden que antes puso sus gentes en ordenanza. La parte de los reales
en que armaron la tienda real, cerraron con cadenas de hierro, y por guarda los
mas fuertes moros y mas esclarecidos en linaje y en hazañas; los demás eran en
tan gran número que parecia cubrian los valles y los collados. Exhortaron los
unos y los otros, y animaban los suyos á la pelea. Los obispos andaban de
compañía en compañía, y con la esperanza de ganar la indulgencia animaban á los
nuestros. El rey don Alonso desde un lugar alto para que le pudiesen oir, dijo
en sustancia estas razones: «Los moros, salteadores, y rebeldes al emperador
Cristo, antiguamente ocuparon á España sin ningún derecho, ahora á manera de
ladrones la maltratan. Muchas veces gran número dellos fueron vencidos de pocos,
gran parte de su señorío les hemos quitado, y apenas les queda donde poner el
pie en España. Si en esta batalla fueren vencidos, lo que promete el ayuda de
Dios, y se puede pronosticar por la alegría y buen talante que todos teneis,
habremos acabado con esta gente malvada. Nosotros peleamos por la razón y la
justicia: ellos por ninguna república, porque no están entre sí atados con
algunas leyes. No hay á do se recojan los vencidos, ni queda alguna esperanza
salvo en los brazos. Comenzad pues la pelea con grande ánimo. Confiados en Dios
tomasteis las armas, confiados en el mismo, arremeted á los enemigos y cerrad.»
El moro al contrario
avisó á los suyos y les dijo: «Que aquel dia debian pelear con estremo
esfuerzo, que seria el final de la guerra, quier venciesen, quier fuesen
vencidos. Si venciesen, toda España seria el premio de la victoria, por tener
juntadas los enemigos para aquella batalla con suma diligencia todas las
fuerzas della; si fuesen vencidos, el imperio de los moros quedaba acabado en
España. (…)» Dichas estas razones por una y por otra parte se comenzó la pelea
con grande ánimo y corage. La victoria por largo espacio estuvo dudosa de ambas
partes: peleaban todos conforme al peligro con grande esfuerzo. La vista de los
capitanes y su presencia no sufria que la cobardia ni el valor se ocultasen, y
encendia á todos á pelear. (…)
Con esto el postrer
escuadron se adelantó, y por su esfuerzo y por el de los demás se mejoró la
pelea. Los que parecia titubeaban, por no quedar afrentados vueltos á la
ordenanza, tornaron á la batalla con la mayor ferocidad. Los moros cansados con
el contínuo trabajo de todo el dia no pudieron sufrir la carga de los que
estaban de respeto postreros y de nuevo entraban en la pelea. Fue muy grande la
huida, la matanza no menor que tan grande victoria pedia. Perecieron en aquella
batalla doscientos mil moros, y entre ellos la mitad fueron hombres de á caballo:
otros quitan la mitad deste número. La mayor maravilla, que de los fieles no
perecieron más de veinte y cinco, como lo tesifica el arzobispo Rodrigo: otros
afirman que fueron ciento y quince; pequeño número el uno y el otro para tan
ilustre victoria. Otra maravilla, que con quedar muerta tan grande muchedumbre
de moros, que no se acordaban de mayor, en todo el campo no se vió rastro de
sangre, segun lo atestigua el mismo don Rodrigo.
(…)
La victoria se divulgó
por todas partes primero por la fama, despues por mensajeros que venian unos en
pos de otros. Fue grande el lloro y sentimiento de los moros, no solo por el
mal y daño presente, sino porque temian para adelante mayores inconvenientes y
peligros. Entre los cristianos se hacian grandes fiestas, juegos, convites con
toda magnificiencia y regocijos y alegrías no sólo en España, sino tambien las
naciones estrañas, con tanto mayor voluntad cuanto el miedo fue mayor. Nunca la
gloria del nombre cristiano pareció mayor, ni las naciones cristianas
estuvieron en algun tiempo mas gloriosamente aliadas.”
Hace ocho siglos, en
1212, en una
nava (palabra que curiosamente tiene probable origen vasco), tuvo
lugar la batalla que ha venido en ser recordada como la de las
Navas de Tolosa.
La importancia de la misma es la que, posiblemente, anticipara Muhammad ben
Yusuf Yacub, conocido como Al-Nasir, Miramamolín de los almohades, Califa o «príncipe
de los creyentes» (Amir-ul-Muminin): es decir, quien venciese, quedaría dueño
de España.
Estudiada en su momento
en las clases de Historia por los escolares españoles, la importancia de lo
sucedido fue tal que incluso se hacen referencias a la batalla por
analistas de
la situación geoestratégica internacional.
No obstante, a pesar de
los posibles paralelismos, no hay que olvidar que la situación actual de España
no es la de entonces. Al menos,
en algunos aspectos, importantes, eso sí.
Créditos:
Extracto del capítulo
XXIV Cómo la victoria quedó por los cristianos,
del Libro Undécimo, de la obra del Padre Mariana Historia general de España, en la edición publicada por la Imprenta
y Librería de Gaspar y Roig (en Madrid, calle del Príncipe, 4), en el año de
Nuestro Señor de 1852 (Tomo 1 – pp.356-358).