sábado, 20 de agosto de 2011

Aviso: No siempre el viento se lleva las palabras

Hay otro tema al que aludió Miguel Herrero de Miñón, referido al valor de la palabra para no obrar con rencor, para no reaccionar compulsivamente. «Sí a las palabras, no a las pistolas», se ha dicho en contra de la violencia del terrorismo vasco. Por supuesto, pero también cuidado con las palabras. No es verdad que cualquier cosa puede ser dicha; al menos no puede ser dicha sin consecuencias. Naturalmente, en principio son preferibles las palabras, por duras que sean, a los actos violentos, pero aquéllas pueden llevar a éstos. Las palabras son actos de lenguaje y, como tales, crean realidad, producen consecuencias. El espíritu de la Transición vuelve a ser totalmente necesario en estos momentos. Sin rencor y sin sangre: ése es el objetivo. Las palabras que no argumentan sino insultan; que no son producto honesto del esfuerzo del pensamiento individual, sino mimetismo de lo que se cree en cada momento políticamente correcto; las palabras como arma política para arrojar contra el enemigo -palabras que no responden con argumentos, sino que sólo van a destruir la credibilidad del otro- son altamente peligrosas. El «yo te hago loco», palabras con las que condenaba Pedro I a alguno de sus colaboradores caídos en desgracia –y que acababa, inevitablemente, como tal al serle decretada esta muerte civil por el poder-, tiene a veces su equivalencia en nuestros tiempos. El delirio de omnipotencia, la ambición sin límites unida a una pérdida del sentido de la realidad puede llevar a un juego de palabras que desemboque en nuevas situaciones donde el conflicto ha sustituido a la convivencia.
Y, muy fundamentalmente, las palabras que ocultan y mienten consciente y malévolamente, las palabras que inventan principios que hacen lo malo bueno. Parafraseando y volviendo de nuevo a Agnes Heller, las palabras que son capaces de argumentar sólidamente a favor de máximas -o ideologías- «que destruyen la posibilidad de distinguir entre lo bueno y lo malo»; pues, como señaló Kant, el mal (algo cualitativamente diferente de lo moralmente malo) reside en las máximas malas, no en los deseos ni en la debilidad de carácter. Todo totalitarismo ha sido siempre fundado moralmente en máximas malas, en palabras que hacían y justificaban que «los instintos de odio y envidia fuesen políticamente respetables»; en palabras que eliminan todo sentido de culpa, porque barren con todo escrúpulo de conciencia o remordimiento por la violencia o el daño ejercido sobre otros. Ese virus del mal –no simplemente de lo malo- penetra a través de las palabras que justifican la crueldad y la brutalidad concretas sobre los individuos en función de ideas o metas abstractas, que echan siempre las culpas sobre las víctimas y satanizan a los otros como depositarios del egoísmo y la violencia que anidan en el corazón de los verdugos. Las peligrosas palabras que cierran el mundo, que atemorizan y llaman a la sumisión, que eliminan todo pluralismo.
” (pp.615-616)

Créditos:
Extracto de No siempre lo peor es cierto, de Carmen Iglesias, Capítulo XVI La Transición democrática en España (1975-1978), apartado Palabras y realidad.

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