sábado, 2 de julio de 2011

Menudo pastel, budín,… o Historia

El otro día leí en un artículo médico que debían abandonarse las curas al aire libre, pues el aire libre no era tan bueno como se suponía. Supongo que lo cierto es que un teórico de la medicina tiene que hacer exactamente lo mismo que un teórico de la historia o de la sociología: calcular la media entre el enorme número de efectos –todos ellos diferentes y algunos contradictorios– producidos por alguna cosa. Calculo que debe de ser tan difícil decir si los efectos del jerez son buenos o malos como decir si lo fue el efecto de Napoleón. En tales asunto shumanos no haynada como un simple veneno y un simple antídoto. Napoleón no fue un veneno: fue un peligroso estimulante. Wellington no fue un antídoto: fue un peligrosísimo sustituto.
Ciertamente, si la ciencia tiene cambios sorprendentes, lo mismo ocurre con la historia. Hace poco me he topado con un caso de cambio que, aunque, por supuesto, algunos individuos ya habían anticipado, resulta desde el punto de vista popular casi tan sensacional como el relativo al budín de Navidad. Primero me enteré de que el budín de ciruelas es saludable. Ahora me entero de que también lo era el rey Ricardo III. No sé si alguno de los lectores de esta página habrá leído, como hice yo el otro día, el libro de sir Clements Markham
Richard III [Ricardo III], pero vale la pena hacerlo. Aunque la hipótesis ya la habían mantenido otros muchas veces antes –como por ejemplo Horace Walpole– nunca había visto a nadie que defendiera una cuestión histórica de manera tan sistemática o de forma tan sólida y moderna. Escribo esto con cierto temor, pues sé que en este mismo periódico colabora uno de los polemistas y estudiosos de la historia más brillantes y entretenidos que se ha consagrado al estudio de misterios históricos. Pero, hasta donde puede convencerse de una cuestión histórica un hombre que posea sólo la cultura habitual en un lector onmívoro de clase media, confieso que el argumento y la teoría de sir Clements Markham me han convencido. Ya he adelantado cuál es dicha teoría: simplemente, la total reinvidación del rey Ricardo III. El malvado Ricardo el Corcovado al que conocía desde mi infancia sse desintegra y desaparece gradualmente ante mis ojos. Al parecer, no era malvado y ni siquiera corcovado. Uno tiene la impresión de que lo único que falta por descubrir es que no se llamaba Ricardo.
Para empezar, vale la pena insistir en lo que podríamos llamar la calidad periodística del libro: su sorprendente novedad para el público actual. Sir Clements Markham sostiene que Ricardo III no asesinó a los príncipes en la Torre, sino que lo hizo Enrique VII. Es exactamente el mismo cambio o la misma sustitución abrupta y pasmosa que constituye la esencia del éxito de una novela de detectives. De ser así, Enrique VII aparece ante la historia como el vengador de un crimen que en realidad había cometido él mismo. Pues bien, aparte de los hechos, podemos centrarnos en ese interesante aspecto de la ficción, pues dicho cambio es artísticmaente tan creíble como el clímax de un buen relato de detectives. Nada más falso que esa norma que afirma que al novela, incluso la policíaca, debe terminar con algo totalmente inesperado. Algo totalmente inesperado sería totalmente increíble. (…) Si en un relato crudo y sensacionalista se va a echar a perder la reputación de un hombre respetable, debe haber algo vaga e inconscientemente irritante en su reputación desde el primer momento (…) Y del mismo modo, el canalla al que van a exculpar debe tener algo fascinante aunque sea un canalla. Debemos apreciarle un poco como Bestia antes de que se convierta en Príncipe.
Es interesante resaltar que estas condiciones novelescas se cumplen a la perfección en el caso de Enrique VII y de Ricardo III. Puede que el primero fuese el paladín de la justicia, pero incluso sus amigos admiten que tenía ese vicio particular que no se corresponde con los paladines desinteresados de ninguna causa: la avaricia. Ricardo III quizá fue una persona mezquina y fría, pero incluso sus enemigos admiten que poseía esa cualidad que no se corresponde con la mezquindad: un valor llamativo y grandielocuente en el campo de batalla, ese éxtasis belicoso en el que las palabras brillantes y las espadas fulgurantes van de la mano. Me parece como mínimo significativo que incluso la tradición Tudor haya dejado toda la prosa para Enrique y toda la poesía para Ricardo. Es significativo que incluso que incluso quienes critican a Ricardo lo hagan atractivo y que incluso quienes alaban a Enrique lo hagan poco atractivo. La primera insinuación de algo que puede ser una tradición rota y desfigurada como la luz de un sol eclipsado es, creo, el hecho de que las pocas baladas populares existentes celebren el heroísmo de Ricardo.
No obstante, sir Clements Markham se apoya en hechos sólidos. El más sólido es, en mi opinión, que cuando Enrique conquistó la Torre donde estaban encerrados y supuestamente habían sido asesinados los príncipes, publicó una relación de los crímenes de Ricardo en la que no aludió a los infantes ni una sola vez. Si los hubiera encontrado muertos habría sido la mejor propaganda para él. La deducción aparente es que los encontró vivitos y coleando. (…) Desde luego, revueltas a su favor
[de Ricardo] parecen contradecir la idea de que hubiera una impresión firmemente establecida de que a los jóvenes príncipes los habían asesinado en el anterior reinado y, desde luego, tienden a destruir la idea de que Ricardo se hubiera hecho muy impopular a causa de dicha acusación.
Soy muy consciente de la ignomina que se puede acumular sobre cualquier aficionado o persona ociosa que ose abordar cualquier problema histórico: sé que los científicos históricios poseen misteriosas facultades de las que yo carezco. (…) Este cargo más siniestro, menos fácil de probar o refutar, del asesinato de los príncipes perdura a pesar de todo. Persiste en la imaginación del doctor Gairdner y otros historiadores igual de distinguidos. No me corresponde a mí decidirlos ni ir más allá de repetir que sir Clements Markham lo ha atacado de un modo que no sólo me parece inspirado sino convincente.


El artículo con cuyo extracto se inicia esta anotación se publicó en enero de 1907, es decir, poco más de 422 años después de la muerte, en la batalla de Bosworth, de Ricardo III. Horacio Walpole, como se ha dicho, ya publicó en esta línea, 139 años antes, es decir, casi tres siglos después de los acontecimientos.

En cambio, por aquí, no con Ricardo, sino con Francisco, da la impresión de que debemos hacer como en Inglaterra, y esperar, al menos, tres siglos para mostrar dudas. Eso sí, será con total libertad.

Créditos:
Transcripción parcial del artículo Una nueva versión de «Ricardo III», de G.K. Chesterton, según traducción de Miguel Temprano García, publicado en Cómo escribir relatos policíacos, editado por Acantilado (mayo 2011)
Fotografía del edificio de la Torre de Londres, de octubre de 2006, del autor.

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