jueves, 14 de octubre de 2010

Y luego... llegó la segunda

Aunque cueste creerlo, miles de familias valencianas habían dormido plácidamente. En muchos hogares fue la madre, cuando bajó a la calle a por el pan, a las siete y media de la mañana del lunes, la que acabó trayendo las malas noticias a casa.
«Anda, despierta. Y asómate a ver el río. Mira qué riada más grande viene…»
(…) En las casas se dudó durante un buen rato. ¿Habría escuela aquel lunes o no? Las circunstancias eran mil, todas distintas. Pero como el daño en el barrio no parecía grave, se optó porque los alumnos acudieran a las aulas. (…) Faltaban profesores, las clases se retrasaban, nadie parecía saber qué se debía hacer. El rector, la madre superiora, el director, en docenas de centros escolares de toda la ciudad, tomó finalmente una determinación: todos a casa, se suspenden las clases.
La mañana del 14 de octubre, para miles de valencianos, fue la del estupor, la de preguntarse qué le había pasado a su ciudad. Cuando los mandaron a casa, ningún chaval se atrevió a pensar que aquello iba a suponer casi dos meses de vacaciones. (…)
En su deambular por la ciudad,
[el reportero de Radio Valencia Alejandro] García Planas enfila finalmente la calle de Navellos y se enfrenta al río:
«El espectáculo del río, señores, es realmente impresionante y merecería las cámaras fotográficas o la presencia de un documental cinematográfico. ¡El río de Valencia va completamente de punta a punta! Las aguas impresionan al paso tumultuoso por su cauce y el público se agolpa, se arracima en torno a los macizos que circundan el río Turia.» (…)
Hacia la una de la tarde, en Gobierno Civil y en el Ayuntamiento, no había duda alguna: la nueva inundación, mayor que la primera, llamaba a la puerta. A partir de mediodía la confirmaron todos los puntos de referencia situados en el cauce del río, desde Pedralba a Vilamarxant. En este último pueblo, poco antes de la una de la tarde, el río iba mucho más alto que en la noche anterior. Los técnicos, semanas después, hicieron las cuentas minuciosas: el caudal era de 3.500 metros cúbicos por segundo, casi mil metros cúbicos más que en la noche del domingo al lunes. La ola de la inundación tardó unas dos horas en recorrer esos treinta kilómetros finales hacia el mar.
Desde primera hora, García Planas no las tenía todas consigo. De vez en cuando miraba al cielo y le dejaba a los oyentes, por lo que pudiera pasar, una frase meteorológica inquietante:
«Desde luego la impresión que da hoy Valencia, señoras y señores oyentes, es penosa. Para contribuir todavía más a esta circunstancia de tristeza, en estos momentos, a mediodía, el sol está completamente entoldado y en el ambiente hay oscuros nubarrones que hacen presagiar y temer por una nueva tormenta, por un nuevo diluvio que viniera a agravar más el panorama que está viviendo nuestra ciudad en el día de hoy.
El vehículo del informador iba por donde podía. Pero entró en lugares donde todavía no había llegado nadie a preguntar por el dolor de unas familias que tampoco sabían que minutos después todo iba a ser aún peor. (…)
Placita de Sant Bult, callejón de las Impertinencias, calles de Jovellanos y En Blanch. Hombres y mujeres sacaban bártulos a la calle: el colchón y la cómoda, la mesilla de noche y un aparador. Las tiendas habían perdido sus almacenes, los pequeños tesoros de cada negocio.
En la calle del Beato Nicolás Factor
[errata por, posiblemente, Beato Gaspar Bono], conocida por todos los vecinos como la calle de los Gitanos, se habían dado cita muchos estudiantes sin clase. Trataban de acercarse pasito a pasito hasta la fiera del río, que se vislumbraba al final de las casas de los Jesuitas y la tapia del Botánico. Lo que más les tentaba era ver una trapa del alcantarillado abierta, que daba muy mala espina. Y fue por ella por donde todos tuvieron la sensación de un imediato peligro: sobre la una de la tarde empezó a manar agua marrón por el agujero y los muchachos desaparecieron como por encanto.
(…) Comenzó a tronar sobre la ciudad, el cielo presagiaba nuevas lluvias. (…)
«En nuestra casa, nosotras lo medimos, la altura fue de ochenta centímeros dentro del Salón de Reparto. Pero era tremendo ver con qué fuerza el agua batió las puertas.»
La hermana María del Carmen Faulí Gramontell tenía 27 años y era una de las quince monjas carmelitas que trabajaban en la Gran Asociación de Beneficencia de Nuestra Señora de los Desamparados; una casa con fachada a Blanquerías y entrada por Padre Huérfanos, número 9 (…) Las monjas empezaban a limpiar la casa (…) La hermana María del Carmen Faulí, hoy en día, dice que las hermanas jóvenes se asomaron a la calle movidas por una natural curiosidad:
«Eran las dos de la tarde más o menos y bajamos a Blanquerías, a dotorear. Y cuando estábamos asomadas viendo de lejos el río ya vinieron unos hombres que nos avisaron: «Más vale que se pongan en lugar seguro, porque viene otra riada». Entonces, lo recuerdo bien, vi venir a una familia: una mujer, un señor mayor y con ellos unos niños. Venían desde la Pechina y Guillén de Castro, huyendo, muy aprisa. Y daba la impresión de que iban empujados por el agua. Detrás de ellos, muy cerca, venía ya una ola verdadera que empujaba de todo, muebles, broza y cañas. Era como un auténtico muro. «Entren, pasen; subamos todos…».
Era, decía, la segunda inundación. En el Salón de Reparto de la calle de Blanquerías, el agua alcanzó esta vez 1,90 metros de altura.
«Subimos al primer piso. Decíamos que si el agua seguía subiendo ya no nos quedaba más recurso que el gallinero. Entonces es cuando comenzó a diluviar. Dios mío: ¡No se veía nada!»
(…) A las dos y veinticinco de la tarde el periodista
[García Planas] menciona en su grabación que el agua ha llegado a la esquina de la calle de Taquígrafo Martí. Y describe los remolinos que se forman en la avenida [de José Antonio], al llegar desde allí el caudal que recibe de Conde Altea y de la Gran Vía de Marqués del Turia. Todo el ensanche estaba ya inundado. Y el ambiente presagia que las cosas van a ponerse peor.
(…) Poco después comenzaba a diluviar sobre la ciudad como pocas veces se había visto. Cincuenta, ochenta, más de cien litros por metro cuadrado en apenas media hora. En la calle Turia no se podía ver una fachada desde la contraria: el agua avanzó y avanzó (…) El vecino río Turia, que da nombre a la calle, alcanzaba su máximo nivel de crecida y apuntillaba a la ciudad entera.
Llovió hasta que se cansó. Llovió con furia, espesamente. Y a las tres, a las tres y media de la tarde, el río se ensanchó tanto cuanto le fue dado, para acabar de castigar a la ciudad. La mayor parte de los muertos los había causado en la primera avenida. Pero en esta segunda hizo el daño mayor, tanto por la fuerza inaudita de las aguas como por la altura que alcanzó, metro y medio superior a la de la noche.
Ahora cedieron los cimientos, castigados ya durante muchas horas. En esta ocasión cayeron casas, cayeron puentes. El río amplió sus marcas y se abrió paso por una rambla que según los estudiosos más antiguos había usado veinte siglos atrás. El Carmen, la plaza de Sant Jaume, la Bolsería, el Mercado y la calle de las Barcas. Es, oscuramente, el curso secundario que terminaba de abrazar la isla donde se asentaron los fundadores romanos. (…)
Desde la montaña al mar, centímetro a centímetro, el agua venció a los valencianos. (…) La ancha franja ribereña que se había inundado en la noche anterior se ensanchaba ahora, generosamente, hasta cubrir prácticamente toda la ciudad antigua, excepción hecha de la colina fundacional que tiene su centro en la plaza de la Virgen y de la Reina. La ronda entera, las Grandes Vías y el Ensanche, hasta las puertas de Ruzafa, eran del agua. Después se inundó la huerta de Monteolivete, hasta Nazaret y la Punta, y en la orilla izquierda desde el Llano del Real y la Alameda hasta Alboraya.
Estatuas y adornos urbanos, fuentes y pequeños jardines. El agua estaba golpeando en todas partes y amenazaba los homenajes públicos a los más ilustres valencianos. Inundó los sótanos del Mercado Central; pero llenó de barro, también, las tumbas de los Santos Juanes y la desconocida bodega de la Lonja donde hunde sus raíces el mejor edificio gótico de la ciudad. Los claustros de Capitanía, del Carmen, de la Universidad , los patios nobles de la Trinidad, San Pío V, el viejo Seminario, el Temple y Santo Domingo se habían convertido, a las tres de la tarde, en albercas de barro.
(…) Todos los valencianos aprendieron aquel día que los puentes que resistieron sin inmutarse las dos grandes avenidas del Turia fueron los cinco clásicos: San José, Serranos, Trinidad, del Real y del Mar. Apenas algún sillar de sus barandas se conmovió.
Todos los demás puentes, sin embargo, sufrieron notables deterioros. Curiosamente, el menos afectado fue el de Nazaret, situado junto a la desembocadura, donde el agua llegaba, sin duda, bastanta más mansa y abierta. Pero si el puente de Campanar tuvo daños en sus barandas, el de Aragón llegó a perderlas por el empuje de los objetos que chocaron contra ellas con gran contundencia. También el puente del Ángel Custodio sufrió daños en la segunda riada.
La pasarela de Campanar, que comunicaba con el caserío del Patronato, desapareció ya durante la primera avenida como ocurrió con la pasarela llamada Puente de Madera, cuya falta asombraba a García Planas por la mañana. (…)
El puente del ferrocarril de Barcelona, que cruzaba el Turia cien metros aguas abajo del Puente del Ángel Custodio, en las inmediaciones del actual Parque Gulliver, quedó con una de sus pilastras lastimadas durante la segunda riada. El puente peor parado fue la llamada Pasarela de la Exposición. La primera gran obra de cemento armado hecha en la ciudad, nacida con la finalidad de dar acceso a la Exposición Regional de 1909, perdió su pilastra central, lo que trajo como consecuencia el hundimiento de sus dos arcos centrales.


(…)
A media tarde del lunes, el agua, en cientos de sótanos, había atrapado bienes y esperanzas. Hotel Metropol, Hotel Royal, Banco Hispano, Banco Central, Banco de Valencia. Las cajas fuertes más poderosas y herméticas eras violadas por el agua y el barro. Y los billetes de banco flotaban. (…)
Ochenta centímetros en los Viveros; 1,60 en la Beneficencia; dos metros y medio en Nazaret; 2,70 en el convento de Santa Catalina de Siena, en la calle de las Barcas; más de tres metros a los pies del rey don Jaime. Los coches estacionados frente al Colegio de Santo Tomás de Villanueva, donde Pintor Sorolla se encuentra con la calle de la Universidad, habían quedado cubiertos hasta el techo. En la plaza del Caudillo, esquina a Barcas, el agua había llegado hasta el suelo de la peana del guardia de la circulación y en Calzados La Imperial había quinientos pares de zapatos que flotaban fuera de sus cajas para convertirse en pocos minutos en una papilla impenetrable.
(…) María Pomer y su hija, de 17 años, pasaron la primera noche de la inundación en el tejado del vestuario de la Ciudad de los Muchachos, en Nazaret. (…) Por la mañana, cuando el nivel menguó, María y su hija se atrevieron a pasar al tejado de un horno de la misma barriada. Desde allí, horrorizadas, pudieron ver, durante la segunda inundación, el derrumbamiento de la construcción que por la noche les había salvado. (…)
La familia de Francisco Estors vivía en el número 1 de la calle Mayor de Nazaret, en una casa que mandó construir el padre. (…)
«Hubo situaciones muy graves en Nazaret. Por la noche había sido tremendo. Pero la segunda riada yo creo que fue peor. Mi casa era el número 1 de la calle, lo que significa que sólo había otra casa más cercana al río, la de enfrente, la número 2, que se cayó. De modo que nos hacían señas desde el otro lado del puente, para que pasáramos, para que nos fuéramos cuanto antes. (…) Mi padre hizo un agujero en la pared del cuarto de baño y por allí pasamos a la casa contigua. Fuimos pasando todos y terminanos por refugiarnos en la escuela, donde yo calculo que había reunidas más de cien personas. (…) El río iba hinchado, y mi recuerdo es que era peligrosísimo. Las calles del barrio llevaban una fuerte corriente. Lo que hicieron, cuando la riada ya bajó por la tarde del día 14, fue tender una cuerda, de parte a parte de la calle. Así, con agua a la cintura los mayores, pasamos todos a la Estación de Nazaret, que era un lugar mucho más seguro. Luego, cuando ya amainó, cruzamos a la otra parte del río, a la Comandancia de Marina.»
(…) Juan Castaño evoca ahora las primeras horas de la tarde del día 14, cuando la segunda riada llegó a su barrio.
«Allí estábamos, viendo desde el balcón el diluvio universal y la inundación. Era terrible. Caían casas a la vista de todos y sentías el peligro. Los troncos, grandes troncos de la Guinea almacenados en el solar donde ahora está el edificio Katanga, junto al puente, flotaban por las calles a la deriva, impulsados por la corriente. E igual golpeaban una puerta que una pared. Destrozaron algunas casas de poca consistencia.»
(…) Familias enteras tuvieron que salvar cuatro metros de hueco para pasar de una a otra casa y ponerse en lugar menos inseguro. Con cuerdas y un cañizo se tendió un atrevidísimo puente de casa a casa, para salvar el vacío. La vivienda donde se habían refugiado primero y que querían abandonar por su escasa seguridad, era la del alcalde pedáneo. Y se cayó pocos minutos después de ser abandonada por los que huían.
(…) Al atardecer del lunes 14 de octubre comenzó al recuento y el auxilio. El palacio arzobispal abrió sus puertas. Allí, y en el claustro del viejo seminario, pasaron la primera noche docenas de valencianos que habían visto desaparecer su casa bajo las aguas en el Carmen o en la Volta del Rosinyol. Los párrocos, en la medida en que la iglesia o su casa habían quedado en seco, daban también albergue a familias de damnificados. (…)
También el Ejército abrió sus puertas a los que lo habían perdido todo. Los cuarteles de la ciudad habían sido a su vez invadidos por el agua; pero la base aérea de Manises y los cuarteles de Paterna dieron cobijo. (…)
En la Basílica de la Virgen, abierta toda la noche, faltó la luz eléctrica. Pero ni se apagaron las velas ni se extinguió el murmullo de las oraciones en el anochecer del día 13 ni en la noche lúgubre del 14 de octubre. Aún hay valencianos que recuerdan que se cantó, en lo peor de aquellos atardeceres, la más trágica Salve que nunca nos será dado oír.



Créditos:
Textos y mapa del alcance de las inundaciones, tomados de Hasta aquí llegó la riada, de Francisco Pérez Puche con fotografías de Francisco Pérez Aparisi, editado en 1997, con motivo del cuadragésimo aniversario de la riada de Valencia de 1957.

Fotografías de Francisco Pérez Aparisi, tomadas de dicha obra:
-Curiosos viendo el cauce del río Turia, desde la margen derecha (mañana del lunes 14 de octubre de 1957).
-Puente de Campanar cubierto por las aguas (mañana del 14 de octubre de 1957).
-Puente del Ángel Custodio recibiendo el embate del agua (mañana del 14 de octubre de 1957).
-Estado de la Pasarela de la Exposición, derruida tras la segunda riada (octubre de 1957).
-Calle Pintor Sorolla inundándose mientras suben las aguas (tarde del 14 de octubre de 1957).

Fotografías del autor:
Frente de las Escuelas Pías, en la calle Carniceros (abril de 2009)
Calle Jovellanos, con letrero del local (marzo de 2010)
Plaza del Portal Nou, con placa recordando el nivel alcanzado por la riada.
Placa en la fachada de lo que fue Capitanía General, en la Plaza de Tetuán (agosto de 2007)
Estación de ferrocarril de Nazaret, actualmente abandonada (octubre de 2010).
Plaza de la Virgen: a la derecha, la Catedral; a la izquierda, la Basílica de la Virgen, con toldo y tapiz de flores, tras la celebración de la festividad de la Virgen de los Desamparados (mayo de 2007).

1 comentario:

  1. "Aún hay valencianos que recuerdan que se cantó, en lo peor de aquellos atardeceres, la más trágica Salve que nunca nos será dado oír.”

    Emocionante

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