lunes, 19 de julio de 2010

Ella sí fue la primera

En la bibliografía anglosajona, por ejemplo, The Christian Almanac o Great Stories from History for Every Day of the Year, figura como “the first major victory by any force against the Napoleonic army” la batalla que tuvo lugar el 22 de julio de 1812 en Los Arapiles, durante la Guerra de la Independencia, o Guerra del Francés, así llamada entonces (los anglosajones la conocen como Battle of Salamanca dentro de la Peninsular War, siendo el mérito, claro, de Arthur, Duque de Wellington, posteriormente vencedor de Napoleón en Waterloo).

Sin embargo, naturalmente, eso no fue así. Me refiero a que no fue la primera vez.

En algún momento y lugar, comenté que sólo recordaba del Episodio Nacional correspondiente, el calor que hacía:
Los soldados del regimiento de Órdenes divisaron una noria, en el momento en que los franceses que durante la acción la habían ocupado se hallaban en el caso de abandonarla. Vieron todos aquel lugar como un santuario cuya conquista era el supremo galardón de la victoria, y se arrojaron sobre los defensores del agua escasa y corrompida que arrojaban unos cuantos arcaduces en un estanquillo. Los enemigos, que no querían desprenderse de aquel tesoro, le defendían con la rabia del sediento. Apenas disparados los primeros tiros, otros muchos franceses, extenuados de fatiga, y encontrándose ya sin fuerzas para combatir si no les caía del cielo o les brotaba de la tierra una gota de agua, acudieron a beber, y viéndola tan reciamente disputada, se unieron a los defensores.
Yo oí decir: «¡Allí hay agua, allí se están disputando la noria!» y no necesité más. (…) Desprecié mi vida lleno mi espíritu del frenético afán de conquistar un buche de agua. Aquel imperio compuesto de dos mal engranadas ruedas de madera, por las cuales se escurría un miserable lagrimeo de agua turbia, era para nosotros el imperio del mundo. La hidrofagia, que a veces amilana, a ratos también convierte al hombre en fiera, llevándole con sublime ardor a desangrarse por no quemarse.
Los franceses defendían du vaso de agua, y nosotros se lo disputábamos; (…) y por último, arrojándonos sobre el enemigo resueltos a morir, la gota de agua quedó por España al grito de «¡Viva Fernando VII!».
Por un momento dejamos de ser soldados, dejamos de ser hombres, para no ser sino animales. Si cuando sumergimos nuestras bocas en el agua, hubiera venido un solo francés con un látigo, nos habría azotado a todos, sin que intentáramos defendernos. Después de emborracharnos en aquel néctar fangoso, superior al vino de los dioses, nos reconocimos otra vez en la plenitud de nuestras facultades. ¡Qué inmensa alegría!, ¡qué rebosamiento de fuerza y de orgullo!


Yo vi a estos avanzar por la carretera, y entre el denso humo distinguimos un hombre puesto al frente del valiente batallón y blandiendo con furia la espada; un hombre de alta estatura, con el rostro desfigurado por la costra de polvo que amasaban los sudores de la angustia; de uniforme lujoso y destrozado en la garganta y seno como si se lo hubiera hecho pedazos con las uñas para dar desahogo al oprimido pecho. Aquella imagen de la desesperación, que tan pronto señalaba la boca de los cañones como el cielo, indicando a sus soldados un alto ideal al conducirles a la muerte, era el desgraciado general Dupont que había venido a Andalucía, seguro de alcanzar el bastón de mariscal de Francia. El paseo triunfal de que habló al partir de Toledo había tenido aquel tropiezo.
Los repetidos disparos de metralla no detenían a los franceses. Brillaban los dorados uniformes de los generales puestos al frente, y tras ellos la hilera de marinos, todos vestidos de azul y con grandes gorras de pelo, avanzaba sin vacilación. De rato en rato, como si una manotada gigantesca arrebatase la mitad de la fila, así desaparecían hombres y hombres. Pero en cada claro, asomaba otro soldado azul, y el frente de columna se rehacía al instante, acercándose imponente y aterrador. Acelerábase su marcha al hallarse cerca; iban a caer como legión de invencibles demonios sobre las piezas para clavarlas y degollar sin piedad a los artilleros.
(…)
Los marinos llegaban a la boca de los cañones, y un combate terrible, en que parecíamos llevar lo mejor, se había trabado.(…)
Yo vi los marinos próximos ya, muy próximos a nuestros cañones. (…)
Los franceses, destrozados en el primer ataque, lo repetían sacando el último resto de bravura de sus corazones resecados por el calor, y volvían a la carga resueltos a dejarse hacer trizas en la boca de los cañones, o tomarlos. Nuestros soldados sacaban fuerzas de su espíritu, porque en el cuerpo ya no las tenían. Hasta los artilleros empezaban a desfallecer, y heridos casi todos los primeros de derecha a izquierda, atacaban los segundos, daban fuego los terceros, y el servicio de municiones era hecho por paisanos. Los franceses medio resucitados con la valentía de los marinos, pudieron habilitar dos piezas y desde lejos tomando por punto en blanco la masa de nuestra caballería, disparaban bastantes tiros. Su larga trayectoria, pasando por encima de la batería española, hería las primeras filas de mi regimiento. (…) Si nuestros cañones llegaban a carecer de pólvora, si en sus almas de bronce se extinguía aquella indignación artificial, cuyo resoplido conmueve y trastorna el aire, estremece el suelo y arrasa cuanto encuentra por delante, bien pronto sserían tomados por los valientes marinos, y les aguardaba el morir inutilizados por el denigrante clavo, fruslería que destruye un gigante, alfiler que mata a Aquiles.
(…) Corrimos fuera de la carretera, y todos mis compañeros proferían exclamaciones de frenética alegría. Vi los cañones inmóviles y delante una espesa cortina de humo, que al disiparse permitía distinguir los restos del batallón de marinos. En el frente francés flotaba una bandera blanca, avanzando hacia nuestro frente. La batalla había concluido.


Finalmente, pues, una batalla concluyó, con la primera derrota de un ejército napoleónico, y fue hace doscientos dos años, un 19 de julio de 1808.

Estos valerosos muchachos, hija mía – le decía su padre – son los que en los campos de Bailén echaron por tierra con belicosa furia al coloso de Europa. Veo que les miras mucho, lo cual me prueba tu entusiasmo por las glorias patrias.

Para compensar este entusiasmo, me he encontrado en internet con esto, que no recordaba.

Créditos:

Transcripciones del Episodio Nacional titulado Bailén, de Benito Pérez Galdós, recogido en el segundo volumen de la edición completa de los Episodios Nacionales, realizada por Espasa para Unión Editorial en 2008, distribuida junto con el periódico El Mundo, de los capítulos XXVII (pp.370-374), XXVIII (pp. 378-382) y XXXIV (pág. 416).

Cuadro de Jacques-Louis David titulado Napoleón cruzando los Alpes por el paso del Gran San Bernardo, tomado de la Wikipedia (cuadro que, curiosamente, tiene su historia española).

Cuadro de José Casado del Alisal titulado La rendición de Bailén, tomado de la página del Museo del Prado.

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