lunes, 19 de enero de 2009

Relato de una fiesta (1)

Con fecha del 15 de diciembre de 1972, se cumplía, sin que nadie lo supiera, el cuarto pre-aniversario del referéndum sobre la Reforma Política.

Sin embargo, como ni se sabía ni se sospechaba siquiera, la gente estaba con otras preocupaciones, y como la crisis del petróleo del 73 aún no había llegado (no es que el gobierno de entonces dijera que no, es que era verdad que no había llegado), se encontraba preparando las inmediatas fiestas de Navidad, comprando productos españoles (no porque 38 años después lo fuera a decir un ministro con nombre de arcángel y primer apellido de mártir asaeteado, sino porque es lo que mayoritariamente había, quiero decir, productos y españoles).

Con esa fecha se editó el número 52 de la revista Trinca, pero también, en coherencia con esas fechas, se publicó el número Extra de Navidad.

Este número extra se abría con una historieta basada en un relato del siglo XIX adaptado y dibujado por Miguel Calatayud (ya conocido en la revista por las aventuras de su personaje Peter Petrake).

El relato comienza así:

The ‘Red Death’ had long devastated the country. No pestilence had ever been so fatal, or so hideous. Blood was its Avatar and its seal – the redness and the horror of blood. There were sharp pains, and sudden dizziness, and the profuse bleeding at the pores, with dissolution. The scarlet stains upon the body and especially upon the face of the victim, were the pest ban which shut him out from the aid and from the sympathy of his fellow-men. And the whole seizure, progress, and termination of the disease, were the incidents of half an hour.

But the Prince Prospero was happy and dauntless and sagacious. When his dominions were half depopulated, he summoned to his presence a thousand hale and light-hearted friends from among the knights and dames of his court, and with these retired to the deep seclusion of one of his castellated abbeys.(…) The abbey was amply provisioned. With such precautions the courtiers might bid defiance to contagion. The external world could take care of itself. In the meantime it was folly to grieve, or to think. The prince had provided all the appliances of pleasure. (…) All these and security were within. Without was the ‘Red Death’.

It was toward the close of the fifth or sixth month of his seclusion, and while the pestilence raged most furiously abroad, that the Prince Prospero entertained his thousand friends at a masked ball of the most unusual magnificence


Y más adelante tenemos:

Las ventanas estaban provistas con cristales de color cuyo matiz variaba de acuerdo con el que predominaba en la decoración de cada sala. Por ejemplo, el salón del extremo oriental estaba decorado en azul y, en consecuencia, la ventana también era azul. El segundo salón mostraba una decoración en púrpura, en mobiliario y tapicería, y allí las ventanas mostraban el mismo color. La tercera sala era verde y verdes eran asimismo los cristales de las ventanas. El cuarto salón estaba tapizado y amueblado en color anaranjado, el quinto salón en blanco, el sexto en color violeta. La séptima sala aparecía rigurosamente amortajada con negras colgaduras de terciopelo, cortinones que descendían sobre los muros, cayendo en pesados pliegues sobre una alfombra de igual material y color. Pero únicamente en aquel salón las ventanas diferían de este último. Los cristales eran de color escarlata, de un fuerte color de sangre.(…)

También en aquella sala había, en el muro occidental, un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo oscilaba de un lado a otro con pesado y monótono sonido; y cuando el minutero había dado la vuelta a la esfera e iba a sonar la hora, surgía de los mecánicos pulmones del reloj un sonido claro y recio, profundo, sumamente musical, pero de un tono tan peculiar y acentuado que cada vez que sonaba la hora, los músicos se veían obligados a detenerse, momentáneamente, para escuchar su sonido; y de este modo los que bailaban se veían obligados también a cesar en sus evoluciones. Se producía un breve desconcierto en la alegre reunión.(…) Pero en cuanto los ecos del reloj habían cesado totalmente, una risa cualquiera sonaba en la sala de baile, los músicos se miraban entre sí y sonreían como avergonzándose de su nerviosismo y todo el mundo se juraba que cuando volviera a sonar el reloj no se inmutarían lo más mínimo. Después, transcurrido el intervalo de los sesenta minutos (tres mil seiscientos segundos de un tiempo que vuela) volvía a hablar el reloj y volvía a producirse el mismo desconcierto y meditación de antes.
(…)


[continuará]

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