- ¿Sabes? Hace dos días que no sabemos nada de Miguel. Ha desaparecido de la pensión. Me han dicho que está en la checa de Bellas Artes.
Fingió José Félix, cortésmente, una contrariedad; pero en el fondo la alegría le inundaba. Reprimió aquel movimiento instintivo.
- ¿Qué puedo hacer yo?
- Me han asegurado que en la Dirección de Seguridad está Vicentito Arellano, un antiguo compañero tuyo. ¿Por qué no le hablas?
Y como notara un silencio embarazoso, le miró dulcemente.
- Ahora ya sólo se trata de la vida de un hombre, ¿comprendes? Y no podemos dejarle.
Salió José Félix de aquella casa ensimismado. Una lucha feroz se libraba en las zonas más oscuras y profundas de su conciencia. Iba a salvar una vida que había torcido definitivamente la suya. ¡Cómo lamentaba el haber ido a la casa de Pilar! Si no se hubiese enterado, Miguel Solís moriría y Pilar sería libre. Se casaría con ella.
Marchaba hacia la Dirección de Seguridad a destruir su felicidad. Pero los posos de honor de su sangre, de educación cristiana, atávica, se rebelaban. Si lo dejaba morir cometía un crimen, y Miguel, muerto, sería más temible que vivo porque su sombra ensangrentada se interpondría entre los dos definitivamente. Y para un hombre espiritual como José Félix era más doloroso un fantasma que aquél hombre vulgar vivo, con su sangre y su sudor.
Decidió subir. Pero subconscientemente se había trazado un plan irrevocable. Iba a subir; hablaría con Arellano para tranquilizar a Pilar, le pediría la vida de Miguel Solís, pero se la pediría tibiamente para que no se la concediera.
Entró.
- ¿Don Vicente Arellano?
- Pase.
El antedespacho estaba lleno de milicianos, detenidos y guardias de asalto. Arellano le recibió con los brazos abiertos.
- ¡Qué alegría verte, José Félix! Tú dirás.
Le expuso su pretensión.
Arellano le replicaba:
- Has tenido suerte en venir hoy, porque dentro de unos días dejo el cargo y salgo para París. ¿En qué checa está?
- En la de Bellas Artes.
- Menos mal; ahí todavía nos hacen algún caso. Vamos a salir ahora mismo con una camioneta de guardias de asalto.
- Tú me pareces que eres Cambó.
Y el señor barbudo balbuceaba:
- No; yo, no. Me llamo Manuel Martínez. Nunca me he metido en política.
Se reían.
- Menudo susto te hemos dado.
Juzgaban a continuación a todos los detenidos de la Pensión Llera, al final de Lista. Eran unos treinta.
Detrás del tribunal se alzaba, casi hasta el techo, un enorme montón con los despojos de los pisos saqueados. Miles de papeles de cartas, revueltos con armas absurdas, gumías de la guerra de África, espadas, pistolones de chispa, escopetas de caza, sables carlistas, espadines de corte y revólveres de marfil y de nácar. Entre ellos asomaban puntas de tapices o el brazo de marfil de un crucifijo.
Saludó Vicentito Arellano al tribunal. Enseñaba su carnet de Unión Republicana. Porque aunque tenía un cargo importante en la Dirección de Seguridad, se sentía pequeño e impotente ante aquellos limpiabotas y lavacoches erigidos en jueces. El Estado no era nada frente a los sindicatos.
Les adulaba:
- Camaradas, se trata de Miguel Solís; respondo por él. Es afecto al régimen.
Le dieron una orden de libertad. Bajó un miliciano a las piscinas del Círculo. Allí encerraban a los condenados y, en ocasiones, los ejecutaban sobre el ‘parquet’ que cubría el estanque. Allí habían matado unos minutos antes a Pancho, el negro de Gong. Voceó un miliciano:
- ¡Miguel Solís!
Subió agotado, con la barba crecida. Cuando vio a José Félix se precipitó en sus brazos.
- Gracias, gracias, me has salvado la vida.
- La vida se la debes a este señor.
Se lo presentó:
- Don Vicente Arellano.
Le apretó la mano.
- Gracias, señor. No lo olvidaré mientras viva.
Obsequioso, el tribunal les advertía:
- Tengan ahora cuidado. Si usted tiene coche oficial llévelo en él, porque a veces las milicias de abajo esperan a los que salen absueltos y los «pasean» por su cuenta.
Le llevaron a la plaza de la Independencia. Bromeó Vicentito Arellano, mirando a Pilar:
- Por ahora, señora, no se queda usted viuda.
Doña Gertrudis se abrazaba, llorando, a su hijo.
- Pensé que no volvería a verte.
Percibía José Félix en los bellos ojos de Pilar un amargo agradecimiento. Arellano les aconsejó:
- Ahora escóndanlo en lugar seguro, porque aquí vendrán a buscarle.”
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No es que haya que agradecérselo, pero como dijo Laura Campmany: “Qué suerte que nos lo hayan censurado, porque así volveremos a leerlo”.
Créditos:
Transcripción parcial de la tercera parte La hoz y el martillo, de Madrid, de Corte a checa, de Agustín de Foxá, editado en octubre de 2009 por El buey mudo (pp.312-314)
Fotografías del escudo y del tramo superior del edificio, del Círculo de Bellas Artes, de Madrid, de junio de 2009 y agosto de 2007, del autor.
Fotografía del acto conmemorativo en homenaje a Agustín de Foxá, en Sevilla, octubre de 2009, tomada de ABC.
Fotografía de Agustín de Foxá, tomada de Libertad Digital.
No si al final resulta que vamos a tener que estarle agradecidos a toda esta corte de chequistas del siglo XXI que nos re-descubren con sus rencores, odios y paranoias magníficos escritores que con el paso del tiempo teníamos olvidados.
ResponderEliminarLa ganadería del ayuntamiento hispalense, Posodo, es de lo mejorcito de lo peorcito que podemos encontrar en esta España de pandereta, y mira que el listón está alto.
Un saludo.