martes, 13 de noviembre de 2012

Martes y Trece. IV: Del cristal (informático) con que se mira

Algo iba a suceder.
La señora K esperaba.
Miraba el cielo azul de Marte, como si en cualquier momento pudiera encogerse, contraerse, y arrojar sobre la arena algo resplandeciente y maravilloso.
Nada ocurría.

Afuera, brillaba el inmenso cielo azul de Marte, caluroso y tranquilo como las aguas cálidas y profundas de un océano. El desierto marciano se tostaba como una prehistórica vasija de barro. El calor crecía en temblorosas oleadas. Un cohete pequeño yacía en la cima de una colina próxima y las huellas de unas pisadas unían la puerta del cohete con la casa de piedra.

Como podemos ver el descubrimiento científico relatado en el titular de la crónica periodística del verano de 1976, ya había sido relatado por otras crónicas casi treinta años antes.

Sin embargo…
El descubrimiento de que el cielo de Marte era rosa, en lugar de azul, se hizo después de un minucioso análisis de la mezcla de colores de las imágenes transmitidas en rojo, verde y azul desde el «Vikingo I». Un ligero error en el encaje de las imágenes fue el responsable de que apareciera un poco natural tinte azulado en la foto formada finalmente.

Que traiga estos titulares de hace 36 años no es debido a que yo tenga una excepcional memoria (que, ejem, también), sino a que lo que quedó fijado en mi memoria fue el error de interpretación de los datos recibidos de la nave Vikingo I, y, consiguientemente, las dudas que se me generaron respecto de las ciencias experimentales cuando el experimento resulta poco… accesible, digamos.

Dudas que me inclinan a… seguir con la novela.

Créditos:
Antetítulo, título y subtítulo de la crónica publicada en ABC el 22 de julio de 1976, tomados de la hemeroteca en internet del periódico.
Antetítulo, título y subtítulo, y extracto, de la crónica publicada en ABC el 23 de julio de 1976, tomados de la hemeroteca en internet del periódico.
Extractos de los relatos Ylla y Los hombres de la Tierra, de Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, según la traducción de Francisco Abelenda, publicada por Minotauro, como octava reimpresión, en 1985 (pp. 17 y 35).

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