“Con ese corazón humano amaste los libros y el arte, escribiste con finísima
sensibilidad, animando incluso a tu amigo, el obispo Camus, a escribir novelas.
Te inclinaste hacia todos para dar a todos algo.
Ya cuando eras estudiante universitario en París,
te habías propuesto no evitar ni abreviar jamás ninguna conversación con nadie
por antipático y aburrido que fuera. Te habías propuesto, asimismo, ser modesto
sin insolencia, libre sin hosquedad, dulce sin afectación, complaciente sin
debilidad.
Mantuviste la palabra. (…)
Sacerdote, misionero y obispo, entregaste tu
tiempo a los demás: niños, pobres, enfermos, pecadores, herejes, burgueses,
nobles, prelados, príncipes.
Encontraste, como todos, incomprensiones y
contradicciones (…).
(…) Como escribiste, «el hombre es la perfección
del universo; el espíritu es la perfección del hombre; el amor es la perfección
del espíritu; el amor de Dios es la perfección del amor». Por eso, para ti, la
cima, la perfección y la excelencia del universo es amar a Dios.
Estás, pues, a favor del primado del amor de Dios.
¿Se trata de hacer buena a la gente? Que comiencen por amar a Dios. Una vez que
este amor se haya encendido y afirmado en el corazón, todo lo demás vendrá por
añadidura.
(…)
Pero ¿qué amor de Dios? (…)
En tu opinión, quien ama a Dios debe embarcarse en
su nave, resuelto a seguir la ruta señalada por sus mandamientos, por las
directrices de quien lo representa y por las situaciones y circunstancias de la
via que Él permite.
(…)
¿Y si la Virgen confiase el Niño Jesús a una
monja? Te lo preguntaste una vez y respondiste: «La monja no querría soltarlo,
pero haría mal. El viejo Simeón recibió en brazos al Niño Jesús con mucha alegría,
pero con la misma alegría lo devolvió en seguida. Así, nosotros, no debemos
lamentar demasiado restituir el cargo, el puesto, el oficio, cuando caduca el
plazo y nos lo reclaman».
En el castillo de Dios tratemos de aceptar
cualquier puesto: cocineros o fregones de cocina, camareros, mozos de cuadra,
panaderos. Si al Rey le place llamarnos a su Consejo privado, allí iremos, pero
sin entusiasmarnos demasiado, sabiendo que la recompensa no depende del puesto,
sino de la fidelidad con que sirvamos.
(…)
¡Si te oyeran los políticos! Éstos miden las
acciones por su éxito: «¿Tiene éxito? Entonces, vale». Tú, en cambio, dices: «La
acción, incluso si no tiene éxito, vale con tal de que esté hecha por amor de
Dios. El mérito de llevar la cruz no está en el peso de ésta, sino en el modo
de llevarla. Puede haber más mérito en llevar una pequeña cruz de paja que una
grande de hierro.» (…)
No se torna una empresa fácil (¡es la vía de la
cruz!), pero sí ordinaria: unos pocos la llevan a cabo con acciones y deseos
heroicos, al modo de las águilas, que planean en los altos cielos; la mayoría
la realiza con el cumplimiento de los deberes comunes de cada día, pero no de
una manera común. (…)
Y, para concluir, he aquí el ideal del amor de
Dios, vivido en medio del mundo: que estos hombres y mujeres tengan alas para
volar hacia Dios con la oración amorosa; que tengan también pies para caminar
amablemente con los demás hombres; y que no tengan un «ceño fruncido», sino
caras sonrientes, conscientes de que se dirigen a la alegre casa del Señor.”
Créditos:
Extractos de la carta
que, bajo el título Navegar en la nave de
Dios, dirigió a San Francisco de Sales Albino
Luciani (luego Papa Juan Pablo I), y publicada en noviembre de 1972, tomados de
la recopilación Ilustrísimos señores,
según traducción de José L. Legaza, José L. Zubizarreta, Manuel García Aparisi
y Gonzalo Haya, en edición de Biblioteca
de Autores Cristianos del 7 de diciembre de 1978 (pp. 124-131)
Leí ese libro hace unos mil años y me encantó...
ResponderEliminarDel trozo que has seleccionado subrayo el párrafo final, claro, que es todo un programa de vida, pero también lo de "saber restituir el cargo... cuando caduca el plazo..."¡Qué poco se estila hoy día...!
Saludos.