lunes, 28 de junio de 2010

Cuando el ayer desapareció… disparado

En la víspera de aquel 29 de junio, que la católica Austria celebraba siempre como la festividad de San Pedro y San Pablo, habían llegado muchos clientes de Viena. Ataviado con ropas claras de verano, alegre y despreocupada, la multitud se agitaba en el parque ante la banda de música. Hacía un tiempo espléndido; el cielo sin nubes se extendía sobre los grandes castaños y era un día para sentirse realmente feliz. Se acercaban las vacaciones para pequeños y mayores y, en aquella primera festividad estival, los veraneantes, con el olvido de sus preocupaciones diarias, anticipaban en cierto modo la estación entera del aire radiante y el verdor intenso. Yo estaba sentado lejos de la multitud del parque, leyendo un libro (todavía recuerdo cuál: Tolstói y Dostoievski de Merezhkovski); lo leía con atención e interés. Pero también era consciente del viento entre los árboles, de los trinos de los pájaros y de la música que llegaba a mis oídos desde el parque a oleadas. Oía claramente las melodías, sin que me molestaran, puesto que nuestro oído es tan adaptable, que un ruido continuado, una calle estrepitosa o un riachuelo susurrante al cabo de pocos minutos se amoldan completamente a nuestra conciencia y, al contrario, una interrupción inesperada del ritmo nos obliga a aguzar los oídos.
Y fue así como interrumpí sin querer la lectura cuando, de repente, la música paró en mitad de un compás. No sabía qué pieza estaba tocando la banda en aquel momento, sólo noté que la melodía había cesado de golpe. Instintivamente levanté los ojos del libro. La multitud, que como una sola masa de colores claros paseaba entre los árboles, también daba la impresión de que había sufrido un cambio: de repente había detenido sus evoluciones. Algo debía de haber pasado. Me levanté y vi que los músicos abandonaban el quiosco de la orquesta. También eso era extraño, pues el concierto solía durar una hora o más. Algo debía de haber causado aquella brusca interrupción; mientras me acercaba, observé que la gente se agolpaba en agitados grupos ante el quiosco de música, alrededor de un comunicado que, evidentemente, acababan de colgar allí.
Tal como supe al cabo de unos minutos, se trataba de un telegrama anunciando que Su Alteza Imperial, el heredero del trono y su esposa, que habían ido a Bosnia para asistir a unas maniobras militares, habían caído víctimas de un vil atentado político.
(…)
Recuerdo que en mi último día de estancia en Baden paseé con un amigo por los viñedos y un viejo leñador nos dijo:
- No hemos tenido un verano parecido desde hacía mucho tiempo. Si sigue así, tendremos una cosecha nunca vista. ¡La gente recordará este verano!
Aquel viejo con delantal blanco de tonelero no sabía qué verdad tan terrible encerraban sus palabras.


Y es que poco a poco, ese verano de 1914 se fue calentando hasta que en agosto llegó la deflagración conocida entonces como Gran Guerra y unos años más tarde, como I Guerra Mundial.

Como una broma de la Historia, o intencionado por los políticos, no lo sé, lo que empezó un 28 de junio, finalizó (formalmente) otro 28 de junio, cinco años más tarde, con la firma del Tratado de Versalles.

Sin embargo, nada sería como antes: como tituló Stefan Zweig, se trataba, ya, del mundo de ayer.

Créditos:
Transcripción parcial del inicio del capítulo Las primeras horas de la Guerra de 1914, de la obra El mundo de ayer. Memorias de un europeo de Stefan Zweig, según traducción de Joan Fontcuberta y Agata Orzeszek, en edición de Acantilado (pp. 275-277 y 280)

Ilustración del asesinato del Archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, el 28 de junio de 1914, tomada de historiasiglo20.org

Nota: aunque sigo sin encontrar la foto a que hago referencia en la anotación de 2009, sí me ha localizado y entregado mi hermano el libro comentado en la de 2008 (la ausencia del ISBN se debe a que aún no estaba en aplicación).

No hay comentarios:

Publicar un comentario