domingo, 17 de marzo de 2013

Lo/la corriente cerrando puertas

(…) mientras dejaban los abrigos en las perchas del guardarropa, a la entrada del comedor. Luego entraron en la luminosa sala, de techo ligeramente abovedado, donde se oían el rumor de las voces y el golpeteo de los cacharros, y las criadas iban y venían llevando jarras humeantes.
(…)
De pronto, Hans Castorp se estremeció, irritado y ofendido. Acababan de dar un portazo, era la puerta de la izquierda que se abría directamente al vestíbulo; alguien había dejado que se cerrase sola o la había cerrado de golpe, y Hans Castorp odiaba aquel ruido desde hacía mucho tiempo. Tal vez ese odio provenía de su educación, tal vez constituía una idiosincrasia congénita; en suma, odiaba los portazos y la habría emprendido contra quien se permitiera darlos en su presencia. Además, la parte superior de aquella puerta era toda de pequeños cristales, lo cual hizo el impacto aún más ruidoso.
«¡Pero bueno! –pensó Hans Castorp, furioso–, ¿a qué viene ese maldito estrépito?»
Por otra parte, como en aquel momento la costurera le estaba dirigiendo la palabra, no tuvo tiempo de comprobar quién era el culpable. No obstante, unas arrugas aparecieron entre sus cejas rubias y su rostro se alteró con gesto de profundo desagrado mientras le contestaba.

Pasó una hora. Una hora normal, ni larga, ni corta. Al cabo de esta hora resonó un gong por toda la casa y el jardín, al principio lejos, luego más cerca, y finalmente, de nuevo lejos.
- El almuerzo – dijo Joachim, y se oyó cómo se levantaba.
También Hans Castorp dio por terminada su cura de reposo y entró en la habitación para arreglarse un poco. (…)
El comedor entero estaba inundado de un blanco resplandeciente: delante de cada cubierto había un vaso grande de leche, de medio litro al menos.
(…)
- Ahí vienen tus vecinos –le dijo Joachim en voz baja, inclinándose hacia él.
El matrimonio pasó muy cerca de Hans Castorp de camino a la última mesa de la derecha, la «mesa de los rusos pobres», (…) Hans Castorp los miró con una falta de consideración extraña en él y que a él mismo le pareció brutal; pero esa misma brutalidad le produjo de repente cierto placer. Sus ojos eran a la vez fríos y penetrantes. Cuando, al instante, la puerta de cristales de la izquierda se cerró con un enorme estrépito, al igual que durante el primer desayuno, Hans Castorp no se estremeció como antes, sino que tan sólo hizo una mueca de desidia; y, cuando fue a volver la cabeza hacia aquel lado, pensó que era demasiado esfuerzo y que no valía la pena. Así que tampoco esta vez pudo comprobar quién andaba dando portazos tan alegremente.

Uno de los problemas que tiene el diseño del Templo de la Parroquia de los Mártires Valencianos son las puertas de acceso a la nave: son grandes, con marco metálico, que origina un molesto estruendo al llegar el correspondiente portazo cuando quien las franquea no acompaña suavemente su cierre.

Esto, naturalmente, sucede durante todas las misas, ya que la puntualidad no es algo que se prodigue. Como no suelo estar cerca de las puertas, no alcanzo a ver  quiénes proclaman así su llegada; ni tampoco me giro para averiguarlo ya que para ello se precisaría casi media vuelta, algo, como cabe entender, demasiado indiscreto.

De la misa de anoche sábado sólo recuerdo un portazo, pero se hizo notar, y resultó aún más molesto por cuanto coincidió con la interesante homilía del sacerdote, quien tuvo que hacer una pausa, digamos que a la espera de que se amortiguara el eco del inesperado ruido.

No sabía cuánto tiempo había pasado. Cuando llegó el momento, sonó el gong. Pero todavía no marcaba la hora de la comida, sino que sólo recordaba que había que prepararse, como Hans Castorp sabía; así pues, permaneció tendido hasta que la vibración del metal retumbó y se alejó por segunda vez. (…)
La puerta de la cristalera volvió a dar un portazo –fue cuando comían el pescado–. Hans Castorp se estremeció, molesto, y con ansiosa rabia se dijo que esa vez tenía que conocer al culpable. No sólo lo pensó, sino que lo articuló en voz baja, tan en serio se lo había tomado.
- ¡Tengo que saberlo! –murmuró con una pasión tan exagerada que miss Robinson y la institutriz le miraron extrañadas.
Y, a tiempo, se volvió hacia la izquierda y abrió cuanto pudo sus ojos inyectados en sangre.

En este caso, yo… tampoco me volví.

- ¡Debería cerrar la puerta como Dios manda –dijo Hans Castorp.

Sí, y sobre todo, en una iglesia, y, más aún, durante la Eucaristía, ¿no?

Créditos:
Extractos de los apartados Desayuno, Lucidez y ¡Una mujer, naturalmente!, del capítulo 3, según traducción de Isabel García Adanes (de 2005), de La montaña mágica, de Thomas Mann, tomados de la séptima reimpresión (septiembre de 2012) de la primera edición (abril de 2009), realizada por Edhasa como número 233 de su colección Pocket Edhasa (pp. 64-65 y 68-69, 99-100 y 101-102, y 109-112 y 114).
Fotografía de la puerta de bronce, obra de la escultora Cristina Iglesias, que desde octubre de 2007 da acceso a la ampliación del Museo del Prado en la zona de los Jerónimos, en agosto de 2010, del autor.

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