domingo, 28 de febrero de 2010

Un mal aire

Llegamos a la isla Eolia, donde moraba Éolo Hipótada, caro a los inmortales dioses; isla flotante, a la cual cerca broncíneo e inquebrantable muro, y en cuyo interior álzase escarpada roca. A Éolo naciéronle doce vástagos en el palacio: seis hijas y seis hijos florecientes; y dió aquéllas a éstos para que fuesen sus esposas. Todos juntos, a la vera de su padre querido y de su madre veneranda, disfrutan de un continuo banquete en el que se les sirven muchísimos manjares. Durante el día percíbese en la casa el olor del asado y resuena toda con la flauta; y por la noche duerme cada uno con su púdica mujer sobre tapetes, en torneado lecho. Llegamos, pues, a su ciudad y a sus magníficas viviendas, y Éolo tratóme como a un amigo por espacio de un mes y me hizo preguntas sobre muchas cosas –sobre Ilión, sobre las naves de los argivos, sobre la vuelta de los aqueos–, de todo lo cual le informé debidamente. Cuando quise partir y le rogué que me despidiera, no se negó y preparó mi viaje. Dióme entonces, encerrados en un cuero de un buey de nueve años que antes había desollado, los soplos de los mugidores vientos; pues el Cronida habíale hecho árbitro de ellos, con facultad de aquietar o de excitar al que quisiera. Y ató dicho pellejo en la cóncava nave con un reluciente hilo de plata, de manera que no saliese ni el menor soplo; enviándome el Céfiro para que, soplando, llevara nuestras naves y a nosotros en ellas. Mas, en vez de suceder así, había de perdernos nuestra propia imprudencia.
Navegamos seguidamente por espacio de nueve días con sus noches. Y en el décimo se nos mostró la tierra patria, donde vimos a los que encendían fuegos cerca del mar. Entonces me sentí fatigado y me rindió el dulce sueño; pues había gobernado continuamente el timón de la nave, que no quise confiar a ninguno de los amigos para que llegáramos más pronto. Los compañeros hablaban los unos con los otros de lo que yo llevaba a mi palacio, figurándose que era oro y plata, recibidos como dádiva del magnánimo Éolo Hipótada. Y alguno de ellos dijo de esta suerte al que tenía más cercano:
Una voz. – ¡Oh dioses! ¡Cuán querido y honrado es este varón, de cuantos hombres habitan en las ciudades y tierras adonde llega! Muchos y valiosos objetos se ha llevado del botín de Troya; mientras que los demás, con haber hecho el mismo viaje, volveremos a casa con las manos vacías. Y ahora Éolo, obsequiándole como a un amigo, acaba de darle estas cosas. Ea, veamos pronto lo que son y cuánto oro y plata hay en el cuero.
Así hablaban. Prevaleció aquel consejo y, desatando mis amigos el odre, escapáronse con gran ímpetu todos los vientos. En seguida arrebató las naves una tempestad y llevólas al ponto: ellos lloraban, al verse lejos de la patria; y yo, recordando, medité en mi inocente pecho si debía tirarme del bajel y morir en el ponto, o sufrirlo todo en silencio y permanecer entre los vivos. Lo sufrí, quedéme en el barco y, cubriéndome, me acosté de nuevo. Las naves tornaron a ser llevadas a la isla Eolia por la funesta tempestad que promovió el viento, mientras gemían cuantos me acompañaban.
Llegados allá, saltamos en tierra, hicimos aguada, y a la hora empezamos a comer junto a las veleras naves. Mas, así que hubimos gustado la comida y la bebida, tomé un heraldo y un compañero y encaminándonos al ínclito palacio de Éolo, hallamos a éste celebrando un banquete con su esposa y sus hijos. Llegados a la casa, nos sentamos al umbral, cerca de las jambas; y ellos se pasmaron al vernos y nos hicieron preguntas:
Los hijos de Éolo. – ¿Cómo aquí, Odiseo? ¿Qué funesto numen te persigue? Nosotros te enviamos con gran recaudo para que llegases a tu patria y a tu casa, o a cualquier sitio que te pluguiera.
Así hablaron. Y yo, con el corazón afligido, les dije:
Odiseo. – Mis imprudentes compañeros y un sueño pernicioso causáronme este daño; pero remediadlo vosotros, oh amigos, ya que podéis hacerlo.
Así me expresé, halagándoles con suaves palabras. Todos enmudecieron y, por fin, el padre me respondió:

Éolo. – ¡Sal de la isla y muy pronto, malvado más que ninguno de los que hoy viven! No me es permitido tomar a mi cuidado y asegurarle la vuelta a varón que se ha hecho odioso a los bienaventurados dioses. Vete noramala; pues si viniste ahora, es porque los inmortales te aborrecen.
Hablando de esta manera me despidió del palacio, a mí, que profería hondos suspiros. Luego seguimos adelante, con el corazón angustiado. Y ya iba agotando el ánimo de los hombres aquel molesto remar, que a nuestra necedad debíamos; pues no se presentaba medio alguno de volver a la patria.


Esto cantó en su día Homero relatando en la Odisea las aventuras del héroe durante su regreso a la patria tras vencer en Troya. En concreto, se trata del inicio del décimo canto, donde se nos narra “lo relativo a Éolo, a los lestrigones y a Circe” (según traducción de Luis Segalá y Estalella, editada por Librería “El Ateneo” en Buenos Aires, en 1954 – páginas 555-557)

Las escenas finales nos muestran, como las cuentas de un collar, numerosas palabras que actúan como resumen de la situación: fatiga, gemidos, funesto, aflicción, imprudencia, pernicioso, malvado, odioso, noramala, aborrecer, suspiro, angustia. Y como broche que cierra el collar: necedad.

Tras salir por segunda vez de Eolia, llegaron a las tierras de los lestrigones, antropófagos, los cuales así o destruyendo las naves acabaron con gran parte de los compañeros de Odiseo, quien, con unos pocos de ellos, consiguió escapar en la única nave que se salvó… para llegar a los dominos de Circe, gran maga que convirtió a los compañeros de Odiseo en cerdos.

Más desventuras les acaecieron a quienes hicieron imprudente uso de sus palabras, liberando todos los vientos tempestuosos.

Naturalmente, hay quien nunca aprenderá (sobre todo si no lee lo adecuado, ni va a clase, aunque sólo sea dos tardes), pero, como, devorados o convertidos en cerdos, ya nos dijo Homero, lo que hay es lo “que a nuestra necedad debíamos”.

Y, encima, este fin de semana, parece que el viento se lo ha tomado en serio, y reclama su propiedad.

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