“Cuando hube terminado mi sumaria exposición, el almirante [contralmirante
Frank Watkins, jefe de la Flota Submarina del Atlántico], en un tono que indicaba claramente que la entrevista había terminado,
me dijo:
- Bien. Va a venir alguien de la base con quien
deseo que tenga usted una entrevista. ¿Dónde se le puede llamar por teléfono
esta noche?
- Estaré en mi casa –le respondí.
(…)
Después de cenar me llamó el almirante y me dijo:
- Siento comunicarle que el programa de visitas de
la persona de quien le hablé está sobrecargado, por lo que la entrevista queda
aplazada.
- Bien, señor –le contesté.
Seguramente el almirante adivinó mi natural
curiosidad, porque añadió misteriosamente:
- No hable de esto absolutamente con nadie. La
persona de quien se trata es el almirante Rickover. Hay una importante misión a
realizar y se ha pensado en usted, entre otros oficiales, para llevarla a cabo.
(…)
Después de colgar el teléfono me desplomé en una
silla completamente aturdido.
En aquel tiempo, por supuesto, todo el mundo sabía
directa o indirectamente, que el contralmirante Rickover era el «padre del
submarino atómico». El Nautilus, cuyo lanzamiento se efectuó en el mes de
enero de 1954, llevaba ya navegando cerca de un año. (…)
Unas semanas después me llegó la orden de que el siguiente
sábado a las ocho de la mañana debía estar en el despacho del almirante Rickover.
(…)
En la Marina, las entrevistas con el almirante
Rickover eran famosoas, o, mejor dicho, tenían muy mala fama. Lo más imprevisto
podía sucederle a uno. Algunas veces, por ejemplo, el almirante hacía sentar a
su visitante en una silla especial para los interrogatorios, la cual tenía la
particularidad de que las patas delanteras era algo más cortas que las traseras
y estaba colocada de tal modo que con sólo un pequeño movimiento de una
persiana podía hacer que la luz del sol diera directamente en los ojos del
visitante. (…)
El interrogatorio podía referirse al tema más
imprevisto. (…)
Yo sabía que las estrambóticas preguntas del almirante
Rickover no estaban destinadas únicamente a aturdir o desmoralizar al presunto
candidato a determinado destino, sino que su objeto era separar los oficiales
de inteligencia gris y ordenancista de los que poseyeran imaginación e ingenio,
los cuales eran los que el almirante deseaba tener a su alrededor; y, sobre
todo, le servían para deshacerse de los que demostrasen ligereza en sus juicios
y falta de rectitud moral.
Desde luego, yo no podía ni soñar en ser más
ingenioso que el almirante, pero sí estaba firmemente decidido a hacer todo lo
posible para causar la mejor impresión.
(…)
A una seña del almirante me senté, un tanto
aliviado al pensar que había sobrevivido los primeros treinta segundos.
(…)
El almirante me miró fijamente a los ojos y sin más
preámbulos me preguntó:
- ¿Dónde fue usted a la escuela?
(…)
Pero al final me planteó la temida cuestión:
- Anderson, enumere usted todos los libros y sus
autores que haya leído en los dos últimos años. No mencione los que haya leído
el mes anterior; éstos no cuentan, puesto que usted sabía que vendría a verme.
(…) Aunque no soy un lector infatigable, creo que
he leído más de lo corriente. (…) Ahora, sin embargo, no sabía qué contestar.
Inexplicablemente, no conseguía acordarme de un solo título ni de ningún autor.
(…) Me acordé del título de un libro, pero no podía
recordar su autor.
Al cabo de un rato, el almirante, frunciendo el
entrecejo, me dijo:
- Vaya usted con Dios, Anderson.”
Así es como se terminó
una entrevista de trabajo con todo un almirante.
Y así es como continuó:
“Cuando estuve de regreso en casa, Bonny [su esposa] adivinó inmediatamente que la entrevista no
se había desarrollado muy bien. Le confirmé su intuición:
- ¡Vaya situación! El almirante preguntándome las
obras y autores que he leído en estos últimos dos años, y yo sin poder
acordarme de un solo título ni nombre. Ignoro lo que deseaba de mí, pero será
mejor olvidarlo.
Luego me dirigí instintivamente a la biblioteca y
me puse a repasar los títulos de los libros. Al verlos fui recordando los que
había leído a bordo del Wahoo, y con el auxilio de Bonny compuse una
lista de más de dos docenas de libros, que representaba aproximadamente el
noventa por ciento de todos los que había leído en los dos años precedentes.
- Bien –dije a Bonny–. Quizá sea anormal el
precedimiento, y presuntuoso por mi parte, pero no quiero que el almirante crea
que los oficiales de submarinos somos imbéciles. Le voy a escribir mandándole esta
lista.
Aquella misma noche redacté la carta, que pasé
trabajosamente a máquina. A la mañana siguiente, y no sin cierta aprensión, la
eché al correo.
Aunque el almirante jamás me ha hablado
personalmente de este asunto, más tarde me enteré de que mi carta fue decisiva.
Antes de recibirla, parece que el almirante Rickover me había descartado,
comentando que yo le había parecido excesivamente premioso y cachazudo. Pero
después de recibir mi carta cambió al parecer de idea, y poco después recibí
con asombro el aviso de que debía presentarme de nuevo al almirante Rickover.
Pero mi exacta «misión» no se me aclaró ni sería aclarada en varios meses.”
Lo que no especifica el
comandante Anderson, aunque supongo que figurará en algún expediente
debidamente guardado en los archivos de la Marina de los Estados Unidos, es la “lista de más de dos docenas de libros”
que le remitió.
Y no deja de excitar la
curiosidad qué libros fueron los que permitieron, con el tiempo, que el Comandante
Anderson capitaneara el Nautilus bajo
el hielo del Polo Norte.
Créditos:
Fotografía de un marinero de la dotación
del Nautilus, hoejando un libro en
una de las tres bibliotecas del buque, y extracto del capítulo II Una entrevista difícil, del libro Nautilus 90º Norte, memorias del
Comandante del buque, Capitán de Fragata William R. Anderson (con la
colaboración de Clay Blair, jr.), según traducción del Capitán de Corbeta
Miguel Coll Montaña, tomados de la primera edición, de abril de 1959, de
Editorial Juventud (pp.16-24 y 24-25).
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