“- ¿Tú entiendes de
estrellas? – me preguntó de pronto Trofida, luego de un largo silencio.
- ¿De estrellas? Yo no
entiendo de eso…
- Es una lástima. Si
tuvieras que confiarte a las piernas ¿cómo te orientarías para pasar la
frontera? ¿Ves aquellas estrellas?
- ¿Cuáles?
Apuntó con el dedo hacia
el Norte, a la constelación de la Osa Mayor: siete grandes estrellas formaban
una especie de gran carro con su lanza. Trofida, dibujando en el cielo con el
dedo y como si fuese tocando las estrellas una por una, las iba nombrando con
precisión.
- Sí… ya lo veo. ¿Y qué?
- Si nos pescan, la banda
tiene que disolverse por fuerza; tú, entonces, dirígete de modo que tengas
siempre esas estrellas a la derecha. Vayas por donde vayas, te guiarán siempre.
¿Has entendido? A la derecha.
- Entendido.
Miré aquellos astros. ¡Qué
hermosos eran! ¡Qué maravilloso su resplandor! Cambiaban de color, se teñían de
matices más delicados. Una idea me llenaba de curiosidad: ¿por qué aquellas
estrellas se habían juntado de aquel modo? ¿Era porque se querían? ¿Qué sentía
un ser amado? Aquellas estrellas no se separaban nunca, vivían juntas siempre,
vagaban, amigas inseparables, por el espacio; y parecía que para entenderse
parpadeaban unas hacia otras con sus brillantes miradas. Mirándolas mejor, me
pareció que formaban un cisne.”
“Después volví a caminar
a ciegas, procurando únicamente ir siempre en la misma dirección. Esperaba de
este modo poder salir del bosque.
Después de haber caminado
mucho, me detuve en el margen del bosque. (…) La desesperación se apoderaba de
mí. No podía hacer nada, perdido en el océano de la oscuridad, cuyas oleadas
parecían amenazarme por todas partes. (…) ¡Ah, si José hubiera estado conmigo, cómo
habría sido de fácil salir de aquel apuro! ¿Pero dónde estaba José?
Y he aquí que, de pronto,
me acordé de lo que Trofida me había dicho de las estrellas, cuando, la primera
vez, volvíamos de la frontera.Corrí hacia delante, intentando alejarme cuanto
pudiera del bosque.
Me detuve en un campo al
raso y alcé los ojos al cielo. Grandes nubarrones cubrían su mayor parte; pero
en el espacio libre de ellos vi el estrellado carro de la Osa Mayor. Siete
grandes astros brillaban sobre el fondo oscuro del firmamento, y los miré
conteniendo la respiración con improvisado gozo que parecía querer romperme el
pecho.”
“Trofida me había
enseñado en el cielo siete estrellas, que me habían ayudado ya una vez. Yo les
había tomado mucha afición y, siempre, cuando las nubes no cubrían el cielo, las
miraba con la misma ternura que hubiera experimentado mirando los ojos de un
amigo. Me sentía inquieto cuando el cielo estaba cubierto, y no podía dominar
ni ocultar aquella tristeza.
(…)
Durante mucho tiempo,
acaricié el deseo de hablar de aquellas estrellas con Pedro el Filósofo, que me
causaba respeto por su seriedad y por sus vastos conocimientos. Una vez hallé
ocasión propicia. Pedro comprendió en seguida y respondió:
- Aquellas estrellas
tienen un nombre común; se llaman la constelación del Gran Carro.
- ¿El Gran Carro? – exclamé
con alegría.
- Sí, después tienen un
nombre latino, «Ursa Major».
- No comprendo.
- Quiere decir la Osa Mayor.
Se acostumbra llamarla así.
¡La Osa Mayor! ¡La Osa
Mayor! ¡Cómo era posible que unos sabios aburridos hubieran podido hallar un
nombre tan maravilloso y bello! La Osa Mayor, repetía encantado…
- ¿Le interesa la
astronomía? ¿Quiere usted saber algo de las estrellas? – preguntó Pedro –.
Puedo prestarle un manual de cosmografía, y así leer algunas cosas sobre ese
tema.
- No, no. Sólo me
interesan esas estrellas – respondí.”
Hacía mucho tiempo que yo
no veía, con suficiente perspectiva y tranquilidad, la Osa Mayor. El pasado sábado
pude hacerlo.
Entendí perfectamente las
emociones de Sergio.
Créditos:
Extractos de los capítulos 2, 4 y 6 de la
Parte I, de El enamorado de la Osa Mayor, de Sergiusz Piasecki, según
traducción de José Farran y Mayoral, en edición de abril de 1986 como número 78
de la colección El Ave Fénix, de Plaza&Janés (pp. 19, 36 y 51-52).
Detalle de la portada de Guía
del cielo. 2007, editado por Procivel.