Una de las mayores recompensas, en muchos
casos no suficientemente apreciadas, es la satisfacción del trabajo bien hecho.
“El primer día de los Ázimos, cuando se
sacrificaba el cordero pascual, le dicen sus discípulos: «¿Dónde quieres que
vayamos a hacer los preparativos para que comas el cordero de Pascua?» Entonces,
envía a dos de sus discípulos y les dice: «Id a la ciudad; os saldrá al
encuentro un hombre llevando un cántaro; seguidle y allí donde entre, decid al dueño
de la casa: ‘El Maestro dice: ¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la Pascua
con mis discípulos?’ Él os enseñará en el piso superior una sala grande, ya
dispuesta y preparada; haced allí los preparativos para nosotros.» Los discípulos
salieron, llegaron a la ciudad, lo encontraron tal como les había dicho, y
prepararon la Pascua.”
Tal vez aquellos discípulos, cuyo nombre
no se menciona, tuvieran algún reparo en haber sido los elegidos para unos
trabajos casi, digamos, de sirvientes, mientras los demás a saber qué quedarían
haciendo. Sin embargo, además de la satisfacción de haber realizado ‘como Dios
manda’ un trabajo humilde, se encontrarían con haber formado parte activa y
necesaria de preparación de la Última Cena y de la instauración de la Eucaristía.
Con estas recompensas, aunque se sea
consciente más tarde, es fácil asumir el desempeño de un trabajo.
Lo que cuesta mucho más es hacerlo ante
un trabajo rutinario y en el que, repitiéndose un día tras otro, no se introduce
nada especial que nos permita calificarlo como algo digno de recuerdo.
Como ir a la fuente con un cántaro a por
agua. ¿Quién se acuerda de nadie que lo haya hecho alguna vez? Y sin embargo, qué
historia nos podría contar ese ‘hombre llevando un cántaro’; es más, ¿llegó a
ser consciente de su participación anónima en la Historia de la Salvación?
(Bueno, tampoco me olvido de la samaritana
del pozo, pero el Evangelio de hoy es el que es.)
Créditos:
Transcripción del
Evangelio según San Marcos (14, 12-16), tomada de la Nueva Biblia de Jerusalén,
revisada y aumentada, editada en 1998 por Desclée De Brouwer.
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