“Los pocos bibliófilos
ortodoxos de Viena, en cuanto se les presentaba un hueso especialmente duro de
roer, peregrinaban con la misma confiada naturalidad hasta el café Gluck para
ver a Jakob Mendel. Contemplar a Mendel durante una de aquellas consultas me
proporcionó, siendo yo un joven curioso, un placer de un tipo especial. Mientras
que, por lo general, cuando se le presentaba un libro menor cerraba la cubierta
con desprecio y sin más murmuraba «dos coronas», ante cualquier rareza o algo
único se echaba hacia atrás lleno de consideración, poniendo debajo un hoja de
papel, y uno podía ver cómo de pronto se avergonzaba de sus dedos sucios
cubiertos de tinta, y de sus uñas negras. Después, tierno, cuidadoso, hojeaba
el raro ejemplar con un enorme respeto, página por página. Nadie podía
molestarle en un instante como aquél, como tampoco a un verdadero creyente
durante la oración. Y de hecho, aquella manera de mirar, de rozar, de olfatear
y sopesar, cada una de aquellas acciones por separado, tenía algo del ceremonial,
de la sucesión regulada por el culto en un acto religioso. La espalda encorvada
se movía de acá para allá, al tiempo que él murmuraba y refunfuñaba, se rascaba
la cabeza, soltaba extraños y primitivos sonidos vocálicos, unos prolongados,
casi estremecidos «¡ah!» y «¡oh!» de absorta admiración, y después de nuevo un
rápido y horrorizado «¡ay!» o un «¡ay va!», cuando faltaba una página o
resultaba que una hoja se la había comido la carcoma. Por fin, respetuoso,
acunaba el mamotreto sobre su mano, olisqueaba y husmeaba el tosco paralepípedo
con los ojos semicerrados , no menos conmovido que una muchacha sentimentaloide
frente a un nardo. Durante aquel procedimiento algo prolijo, el propietario,
desde luego, tenía que conservar la paciencia. Pero una vez terminado el
examen, Mendel daba de buena gana –sí, casi entusiasmado– toda la información,
a la que se añadían inevitables y abundantes anécdotas, además de informes
dramáticos sobre los precios de ejemplares similares. En aquellos momentos
parecía más lúcido, más joven y más vivo, y sólo una cosa podía irritarle de un
modo desmesurado: cuando un novato pretendía, por ejemplo, ofrecerle dinero por
aquella tasación. Entonces retrocedía ofendido como el conservador jefe de una
colección de arte al que un viajero americano hiciera ademán de darle una
propina por su explicación, pues el hecho de poder tener un valioso libro entre
las manos significaba par Mendel lo que para otros el encuentro con una mujer.
Aquellos instantes eran sus noches de amor platónico. Tan sólo el libro, jamás el
dinero, tenía poder sobre él.“
Créditos:
Extracto de Mendel el de
los libros, obra de Stefan Zweig, según traducción de Berta Vías Mahon,
publicado como número 33 de la colección Cuadernos del acantilado, por la
editorial Acantilado, en enero de 2009 (quinta reimpresión, de septiembre de
2011) (pp. 24-26).
Fotografía del tomo I de la
Historia general de España, obra del Padre Mariana, de la edición publicada por
la Imprenta y Librería de Gaspar y Roig, en Madrid, en 1852.
¿Tienes algún tipo de acceso a mi cabeza? Lo pregunto porque..., ¿te acuerdas de que hace un par de semanas dije que el próximo libro propuesto por el Club sería de este autor? Pues se trataba precisamente de este relato, Mendel el de los libros.
ResponderEliminarLo leí en Semana Santa y tomé notas para proponerlo, pero luego no encontré el documento en Internet para poder ofrecerlo en el Club, así que he buscado otro relato de Zweig y estoy a ver si me lo leo y lo propongo. Estoy en ello, sí, estoy...
Ahora lo entiendo.
ResponderEliminarHay veces que echo en falta a mi neurona, y cuando vuelve a dar señales de presencia, sólo le entiendo algo así como que se lo ha pasado muy bien con unas amigas de la cabeza de alguien.
Ésa debe ser tu cabeza, claro.
PD. En un rato, estate atenta al correo. Es sobre otro tema, también literario.