martes, 20 de marzo de 2012

No se trata de humo de paja

A veces sobre las imágenes de las dos Torres que ya no existen se superponen las de los dos milenarios Budas que el régimen Talibán destruyó en Afganistán en marzo de 2001. Así las dos Torres y los dos Budas se entrelazan, se unen. Se convierten en la misma cosa y pienso: ¿Se ha olvidado la gente de ese crimen? Yo, no. De hecho, cuando miro la pareja de pequeños budas que tengo en mi casa de Nueva York y que un viejo monje perseguido por los jemeres rojos me regaló en Pnomh Penh durante la guerra de Camboya, mi corazón se encoge. Y en lugar de los pequeños budas veo los inmensos Budas que engastados en la roca estaban en el valle de Bamiyán: el sitio por el cual hace miles y miles de años transitaban las caravanas provenientes del Imperio Romano y que se dirigían a Extremo Oriente y viceversa. La encrucijada por la cual pasaba la legendaria Ruta de la Seda: amalgama de todas las culturas. (Culturas de verdad.) Los veo porque de ellos lo sé todo. Que el más antiguo (siglo III) medía treinta y cinco metros de altura, el otro, (siglo IV), casi cincuenta y cuatro. Que ambos tenían el dorso pegado a la roca y estaban cubiertos de estuco policromado. Rojo, amarillo, azul, verde, violeta. Que tenían el rostro y las manos pintados de oro, de tal forma que al sol brillaban de manera deslumbrante, parecían mastodónticas joyas. Que en el interior de los nichos ahora vacíos como órbitas vacías, las paredes lisas contenían frescos exquisitos y aún intactos…
Mi corazón se encoge porque a las obras de arte yo les dedico el mismo culto que los musulmanes le dedican a la tumba de Mahoma. Para mí una obra de arte es tan sacra como para ellos es sacra La Meca. Y cuanto  más antigua, más sacra. Además, para mí cada objeto del Pasado es sacro. Un fósil, una terracota, una monedita, cualquier testimonio de lo que fuimos e hicimos. El Pasado inflama mi curiosidad más que el Futuro y nunca me cansaré de decir que el futuro es una hipótesis, una conjetura, una suposición. Una no realidad. A lo máximo, una esperanza a la cual intentamos dar cuerpo con los sueños y las fantasías. El Pasado, por el contrario, es una certeza. Una concreción, una realidad establecida. Y una escuela de la que no se prescinde porque si no se conoce el Pasado no se comprende el Presente, no se puede influir o tratar de influir en el Futuro con los sueños y las fantasías. Además, cada objeto sobreviviente del Pasado es sacro. Es precioso porque trae en sí mismo una ilusión de eternidad. Porque representa una victoria sobre el Tiempo que consume y deteriora y anula. Una derrota de la Muerte. Y como las Pirámides, como el Partenón, como el Coliseo, como una hermosa iglesia o una hermosa sinagoga o una hermosa mezquita o un árbol milenario, por ejemplo una milenaria secuoya de Sierra Nevada, los dos Budas de Bamiyán me daban esto. Y esos hijos de puta, esos Wakiles Motawakiles, me los han destruido. Me los han matado.


Mi corazón se encoge también por la manera como me los han matado. Por la conciencia y la complacencia con las que han cometido la infamia. De hecho no los han matado en un ímpetu de locura, un imprevisto e incontrolable ataque de demencia. Lo que la ley llama «incapacidad de entender y querer». No se han comportado con la irracionalidad de los maoístas que en 1951 destruyeron Lhasa, irrumpieron en los monasterios, luego en el palacio del Dalai Lama, y como búfalos enloquecidos arrasaron los vestigios de aquella civilización. Quemaron los pergaminos milenarios, quebrantaron los altares, rasgaron las vestiduras de los monjes, y los budas de oro o de plata los fundieron para hacer lingotes: que la vergüenza los sofoque ad saecula saeculorum amén. La infamia de Lhasa, en efecto, no fue precedida por un proceso y una sentencia. No tuvo el carácter de una ejecución basada en normas o presuntas normas jurídicas. Además, y aquí está el meollo de la cuestión, ocurrió sin que nadie lo supiese ni pudiese intervenir para impedirlo. En el caso de los Budas de Bamiyán, al contrario, hubo un auténtico proceso. Hubo una auténtica sentencia, una ejecución basada en normas o presuntas normas jurídicas. Una infamia premeditada, pues. Razonada, intencionada, y ocurrida ante los ojos del mundo que se puso de rodillas para impedirlo. «Os rogamos, señores Talibanes. Os suplicamos, no lo hagáis. Los monumentos arqueológicos son patrimonio universal y esos dos Budas no molestan a nadie.» Se pusieron de rodillas la Onu, la Unesco, la Unión Europea. Se pusieron de rodillas también los países vecinos o colindantes: Rusia, India, Tailandia y la misma China que tenía sobre su conciencia el pecadillo de Lhasa. Pero no sirvió de nada y, ¿recuerdas el veredicto que la Corte Suprema del Tribunal Islámico de Kabul emitió el 26 de febrero de 2001? «Todas las estatuas preislámicas serán abatidas. Todos los símbolos preislámicos serán destruidos. Todos los ídolos condenados por el Profeta serán exterminados…» Fue el día en el cual ese Tribunal autorizó los ahorcamientos públicos en los estadios y quitó a las mujeres los últimos derechos que les quedaban. (El derecho a reír. El derecho a llevar zapatos de tacón alto. El derecho a estar en casa sin las cortinas negras en las ventanas…) ¿Recuerdas las sevicias que ese día los dos Budas comenzaron a sufrir? ¿Las ráfagas de ametralladoras que golpeaban las dos cabezas, las dos caras? Las mandíbulas que desaparecían, las mejillas que se partían. ¿Recuerdas las desvergonzadas declaraciones del ministro Qadratullah Jamal? «Como tememos que los cañones y las granadas y las toneladas de explosivos que hemos colocado a los pies de los ídolos no sean suficientes, hemos pedido la ayuda de expertos demoledores de un país amigo. Y como las cabezas y las piernas ya han sido derruidas, esperamos que en tres días la sentencia pueda ser completamente ejecutada.» (Por expertos-demoledores se entiende, creo, Osama bin Laden. Por país amigo, Pakistán.) Y, en fin, ¿recuerdas la ejecución definitiva? Aquellas detonaciones secas. Aquellas nubes enormes. Parecían las nubes que seis meses después se levantaron de las dos Torres de Nueva York.

Esas primera “nubes enormes” se levantaron el 2 de marzo de 2001, hace poco más de 11 años, y poco más de siete meses antes que las de Nueva York.

Créditos:
Extracto de La rabia y el orgullo, de Oriana Fallaci (escrito en septiembre de 2001), según traducción de Miguel Sánchez en colaboración con la autora, tomado de la decimotercera edición, de mayo de 2006, de La Esfera de los Libros (pp. 114-119).

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