En la aventura El Templo
del Sol, Tintín, el Capitán Haddock y el Profesor Tornasol acaban prisioneros de
los incas, quienes, conforme a sus leyes y para preservar la seguridad del
Templo del Sol, los van a sacrificar al Sol. Casual y oportunamente, Tintín es
conocedor de la cercanía de un eclipse de Sol, lo que da pie a la siguiente
secuencia:
De modo similar, en su
novela Un yanqui en la corte del rey Arturo, Mark Twain nos relata cómo su
protagonista, acusado de brujería, aprovecha su conocimiento de astronomía para
salvarse de la pira.
Asimismo, en Al otro lado
de la esfera, Consuelo Jiménez de Cisneros, nos cuenta, en esta ocasión no con
personajes de ficción o legendarios, sino históricos, un eclipse salvador,
aunque ahora, de luna:
“La vida se volvía dura y
peligrosa. No podían moverse de los barcos, pues si salían en pequeños grupos
eran atacados, y si el grupo era numeroso, el ataque lo recibían las naves. Los
indígenas buscaban hacer prisioneros para forzar difíciles negociaciones:
promesas, nuevos regalos… ¿Qué hacer?
La suerte se alió con el
almirante. Consultando sus cartas, Colón averiguó que pronto habría un eclipse
de luna. Convocó a los caciques más hostiles de la zona en una hermosa playa y
allí les dijo:
- Dios os va a castigar
por ser nuestros enemigos. La luna se va a ir del cielo si no os arrepentís.
Esta argucia surtió
efecto. Los indios de Jamaica no tenían conocimientos astronómicos. Cuando comprobaron
que, en efecto, la luna desaparecía, imploraron a Colón para que se la
devolviera. Y éste, naturalmente, lo logró con el compromiso de que los
españoles serían respetados.”
Hay que señalar que, si
bien los dos primeros casos son, lógicamente, ficticios, es muy posible que se
basaran en el tercero, el cual sí sucedió realmente:
“La situación era
alarmante, pero Colón logró salvarla mediante una estratagema ingeniosa, hoy célebre.
Por un ejemplar, que tenía a bordo, del calendario de Joannes Müller, conocido
por Regiomontanus, sabía que el 29 de febrero de 1504, año bisiesto, habría
eclipse total de luna. Hizo llamar a los caciques indios para aquella noche, anunciándoles
una importante comunicación, y se dirigió a ellos en tono grave y solemne, como
hombre acostumbrado a hablar en nombre del Señor. Escena única en los anales
del mundo: el casco oscuro del navío inmóvil e inútil, tan gotoso y crujiente y
dolorido como su primer navegante; el agua tropical pesada y caliente, ondeando
perezosamente sobre sus costados; erguido sobre su castillo de popa, alto, pálido,
triste y grave, el Gran Cacique Blanco; y en grupos sueltos, unos sobre la
playa, otros en el mismo navío, los indígenas, estatuas vivientes, sueltos y
esbeltos, reflejando la tenua luz del crepúsculo sobre su piel lustrosa,
modelada por los músculos ágiles y por las caobas vivientes de sus espaldas. Un
indio de la nao, que había aprendido bastante de la lengua jamaicana para
trasladar a los indígenas de la isla el sentido más o menos transfigurado de
las palabras cristianas, estaba al lado de Colón.
El Gran Cacique Blanco
les habló del Dios a quien servían apuntando al cielo donde lo creía morar; les
previno de que les amenazaban grandes calamidades si no seguían prestando a los
españoles el auxilio de su pacífico comercio, pues aquel Dios protegía a los
blancos, y les anunció que, como signo de su disgusto para con ellos, el Dios
de los blancos quitaría aquella misma noche la luna de los cielos. El intérprete
miró al jefe blanco temiendo no haberle comprendido. ¿Llevarse a la luna del
cielo? ¿Será broma o veras? El indio sonríe, enseñando una ringlera de dientes
blancos. Pero Colón sigue sombrío y triste, sin notar siquiera la vacilación de
su intérprete. El indio, tan pronto le mira a él, tan pronto le mira a los indígenas,
y al fin, sin saber a qué atenerse, pasa el enigma a los jamaicanos. Los aborígenes,
sorprendidos primero, se sonríen después y aun se ríen unos, mientras otros
discuten la extraña noticia. Todavía les agita la conversación cuando ven la
luna elevarse a oriente. Gran alegría saluda entre ellos el orbe de plata
porque, en el fondo, aun los que se habían sonreído y reído habían pasado su
miedo por si el Gran Cacique Blanco decía verdad. Colón sigue solemne y
silencioso. Los españoles que le rodean contemplan el espectáculo en silencio;
alguno que otro sonríe discretamente. De pronto, el Gran Cacique Blanco, que
tiene ante sí una ampolla de vidrio medio llena de arena, levanta la mano y
señala con el índice a la luna. Todos
los ojos se clavan en el orbe de plata. Ya el orbe no es un orbe; por su borde
inferior ha comenzado a desaparecer en la noche negra. El asombro ensancha los
rostros de los indígenas, y poco a poco la sombra va comiéndose la faz, otrora
redonda, del astro; el astro va cayendo en un vacío más-allá, a través de una
hendidura del globo celeste: el asombro pasa al miedo, el miedo al pánico.
Entre lágrimas y gritos, los indígenas piden perdón y prometen lealtad
constante al poderoso Cacique Blanco. Colón se retira a su camarote para hablar
con el Señor, dando tiempo a que pase el eclipse y reaparece poco después, a
tiempo para señalar los primeros rayos de plata del rostro de la luna que
vuelve a brillar en el cielo de la reconciliación.
Así quedó resuelto, por
el momento al menos, el conflicto indio.”
Una de los requisitos de
una teoría científica es su capacidad no ya de explicar lo ocurrido, sino de
predecir (y acertar, claro) en situaciones futuras. En este sentido, no puede
decirse que el
Calendario o las
Efemérides de
Regiomontanus fallaran
(afortunadamente para Colón), siendo de resaltar que dichas obras se habían
publicado dos años
antes de la muerte de su autor, es decir, en 1474, y por tanto, treinta años de su uso en este caso.
Siendo más de destacar,
aun si cabe, que la obra
De revolutionibus orbium coelestium, de
Nicolás Copérnico,
comenzara a fraguarse en 1507, y se publicara póstumamente en 1543.
Es decir, y en resumen,
que Colón se salvó (dentro de cuarenta días se cumplirán 508 años) gracias a las
correctas predicciones de una teoría astronómica, como la de Ptolomeo, que,
científicamente, empezó a ser cuestionada ¡tres años después de su teatral comprobación
empírica!
Créditos:
Secuencia de la aventura de
Tintín El Templo del Sol, de Hergé (según traducción de Concepción Zendrera),
tomada del álbum correspondiente a la vigésima edición (2003) realizada por Editorial
Juventud.
Secuencia de
Un yanqui en
la corte del rey Arturo, de Mark Twain, según adaptación en forma de tebeo
(ilustraciones de Félix Carrión Cenamor y textos de José Antonio Vidal Sales),
publicada originalmente en 1970 por Editorial Bruguera como número 5 de la
colección
Joyas literarias juveniles, y recogida en el volumen número 44 de la
nueva colección
Joyas literarias juveniles, publicada por Editorial Planeta
entre 2009 y 2010, de donde se ha tomado.
Extracto del capítulo
El último
periplo de
Al otro lado de la esfera de Consuelo Jiménez de Cisneros, en edición
de Edelvives como número 78 de la colección
Alandar (pág. 160)
Extracto del capítulo XXXI
Último adiós a la tierra prometida, de la obra Vida del Muy Magnífico Señor Don
Cristóbal Colón, de Salvador de Madariaga, según edición de Espasa-Calpe, de 1975
(pp. 476-477).
Fotografía del retrato de
Cristóbal Colón, óleo sobre lienzo de autor anónimo del siglo XVIII, existente
en el Archivo General de Indias de Sevilla, por donación del Duque de Veragua
en 1814, de enero de 2011, del autor.