“Los profesores ya estaban saliendo por
la puerta, mirándose los unos a los otros y poniendo los ojos en blanco en
señal de complicidad. Les acababan de endosar el enésimo problema, como las
lecciones de educación sexual, la supervisión de las excursiones escolares o la
organización de las campañas de recogida de alimentos enlatados y los consursos
de baile.”
Por eso no es de extrañar que en
ocasiones, la joven profesora tenga deseos de dejar la educación, como cuando
visitaron una figuración de una antigua colonia de la Nueva Inglaterra del
siglo XVII:
“- Si no veis a nuestros jóvenes, es
porque han de trabajar. Aquí nadie descansa –dijo el gobernador Bradford con
convicción.
«¡Magnífico!», se dijo la señorita Hempel, admirada por el aplomo y
la convicción del actor.
Sin ninguna duda, el gobernador Bradford
era dueño de sí mismo. Ya hubiera querido ella ser capaz de hacer una
representación semejante. Ay, si ella fuera una colona, pero ¿por qué no? Esas
cosas se podían aprender: coser un jubón, convertir la grasa en jabón, limpiar
una granja de estiércol. Decir cosas como: «me retiro a mis aposentos», «acaso
no veis» y «Dios mediante». Al guiar al curso de séptimo hacia el autocar, con
una mueca de disgusto ante los mosquetes de madera que se habían comprado en la
tienda de recuerdos, mientras les recordaba que guardaran bien las notas que
habían tomado en la colonia, se planteó la posibilidad de convertirse en una de
las actrices del asentamiento. Cuando volviera a casa enviaría una carta a la
Plantation.”
… aunque:
“Mientras el autobús zumbaba por la
autopista, la señorita Hempel iba adormilada sobre el cristal de la ventana,
pensando en Plimoth, pero cuanto más se imaginaba a sí misma trabajando de colona,
más ganas le entraban de irse a cualquier otro sitio. Cualquier lugar donde las
moscas no se arracimaran en la comida, donde los vestidos no fueran de tela de
saco, y donde no tuviera que pasarse el domingo entero sentada en un incómodo
bando de madera, oyendo sermones. Un sitio limpio, civilizado, que oliera bien,
y donde todo lo que palpara le resultara agradable al tacto. De hecho, ella
quería irse a… ¡China!”
Y es que el libro mezcla y encadena las
vivencias profesionales de la señorita Hempel, con sus experiencias propias, y
sus recuerdos infantiles y de la adolescencia, y familiares, en este caso, el
hecho de que su madre es de origen chino (“Tu abuela se acuerda de todo eso mucho
mejor que yo –le había dicho su madre–. Mejor que se lo preguntes a ella”).
“La señorita Hempel no la habría descrito
como destrozada, ni creía que la propia señorita Duffy hubiera usado jamás esa
palabra, porque la palabra «destrozada» implicaba un sufrimiento atroz, ¿no? Y
una profesora no tenía tiempo para esas cosas. El plan de estudios avanzaba
implacablemente: el paso atropellado de una unidad a la siguiente, los egipcios
fundiéndose con los griegos, el borrón de las tachaduras y las notas escritas a
mano en los exámenes, el calor de la fotocopiadora, los comentarios de texto
corregidos en un autobús, la noche eterna de las reuniones de padres y
profesores, la cuenta atrás previa a las vacaciones y el tonto placer animal
del descanso. Se podía ser bastante infeliz sin llegar a tener la menor
sospecha. (…)
Había una salida, una salida honorable y
digna. Lo único que tenía que hacer era sufrir un accidente terrible.
Pero entonces le vaciarían la mesa y
todos sus secretos saldrían a la luz: el par de medias rotas y sucias que se
había dejado tiradas hacía meses; las fotos descriptivas que tardó tanto en
corregir que acabó asegurando haberlas perdido en la lavandería; la bolsa
abierta de Doritos. Y, vergüenzas aparte, tenía una serie de responsabilidades:
las finales de voleibol estaban a la vuelta de la esquina. ¿Y quién se iba a
ocupar de llevar los tanteos? Tendrían que buscar a otra persona que se encargara de organizar las reuniones semanales del club de lectura femenino y
otra tutora de la asamblea escolar del Día de la Diversidad. ¿Y quién iba a
terminar de corregir los trabajos sobre Matar a un ruiseñor, siguiendo el
bizantino sistema de notas que se había inventado?
Lo cierto es que no había nadie capaz de
hacerlo.”
En fin, nada que no se pueda solucionar
con organización:
“Entonces la señorita Hempel cayó en la
cuenta, con espanto, de que había olvidado repartir los impresos de permiso
paterno para la visita al planetario de la semana siguiente. Solo faltaban tres
días, cosa que no suponía un problema para los alumnos organizados, pero sí con
esos niños a los que siempre había que dar la lata para que hicieran las cosas.
Tendría que recurrir a algún incentivo: ¿dejarles salir antes?, ¿prometerles un
helado?”
La novela se estructura en ocho capítulos
o relatos, cada uno con un tema principal al que de alguna manera consigue responder
el título del mismo con sólo una palabra. Empieza con Talento, y con Encontronazo:
“Muchos años después, Beatrice se dirigía
a ver unos árboles (…)
Varios metros por delante de ella,
caminaba una chica (…)
En ese preciso momento, la chica se dio
la vuelta.
- ¡Señorita Hempel! –dijo con voz algo
dubitativa.
Hacía siglos que nadie la llamaba así.
- Sophie –dijo ella, atónita al reconocer
a la persona que tanto le había dado que pensar.
Parecía imposible que aquella mujer
risueña hubiera estado alguna vez encallada en el séptimo curso de un colegio.
Era Sophie Lohmann.. Por muchos años que pasaran, jamás olvidaría los nombres
de sus alumnos. Los llevaba tallados para siempre en algún lugar indeleble.
(…)
¿Qué más salía a flote de los extraños
sedimentos de la memoria? El perfume dulzón de Sophie la estaba mareando un
poco. En cuanto a su trabajo escolar, no recordaba ni un solo detalle, aunque
era posible que fuera una de esas alumnas que hacían los trabajos de literatura
con la portada más esmerada que el interior.”
… el octavo relato, lógicamente,
finaliza:
“- He colgado los libros – declaró la
señorita Hempel con sencillez.
Esto pareció incomodar a Sophie, que alzó
las cejas.
- ¿Y cree que la dejarán volver, si
quiere?
(…)
- No me apetece nada volver, así que no
pongas esa cara de preocupación. Me gusta lo que hago.
(…)
- Pues me alegro por usted –dijo por fin.
(…)
- Anda, anda –dijo la señorita Hempel–. Que
ya no soy tu profesora.
(…)
- ¿Eso significa que te puedo llamar
Beatrice y de tú? –preguntó Sophie.
Y Beatrice le dijo que sí, poniendo fin a
su nostálgica evocación, porque la desdeñosa niña de los hoyuelos –es decir, la
persona auténtica– ya no existía. En su lugar estaba aquella mujer tan joven y
tan limpia.”
Aunque:
“El caso es que al hablar de ti, todos
seguíamos llamándote señorita Hempel. ¡Como si fuéramos unos niños pequeños! (…)
Pero eso es lo curioso del tema, que para nosotros siempre serás la señorita
Hempel. Toda la vida.
Beatrice no dijo nada, pero sonrió de
oreja a oreja.”
Pues, básicamente, esto es lo que se
cuenta, y en mi opinión muy bien ajustado en el tempo, en Las crónicas de la señorita Hempel: toda la
vida.
Créditos:
Portada y extractos de Las
crónicas de la señorita Hempel, de Sarah Shun-lien Bynum, según traducción de
Gabriela Bustelo, en edición de Libros del Asteroide (pp. 76, 161-163, 170, 183-185,
196, 237-240, 246-249, 257).