“La
tienda de la compañía era una larga nave de hierro galvanizado. No tenía
escaparate. Madre abrió la puerta de tela metálica y entró. Había un hombre
diminuto tras el mostrador. (…)
- Pensaba
comprar un trozo de carne.
- Tengo
de todas clases –respondió él–. Carne de hamburguesa, ¿le apetece? Veinte centavos
la libra.
- ¿No
es muy caro? Me parece que la última vez que compré estaba a quince centavos.
- Bueno
–rió él suavemente–, sí, es caro y al mismo tiempo no es caro. Si va a la
ciudad por un par de libras de carne le cuesta un galón de gasolina. De modo que,
ya ve, esto no es realmente caro porque usted no tiene ese galón de gasolina.
Madre
dijo severamente:
- A
ustedes no les ha costado un galón de gasolina traerlo hasta aquí.
Él
rió encantado.
- Lo
está mirando al revés –dijo–. Nosotros no compramos, vendemos. Si lo
compráramos, pues claro, sería diferente.
Madre
se llevó dos dedos a la boca y arrugó el entrecejo mientras pensaba.
- Parece
que está llena de grasa y cartílagos.
- No
le garantizo que no vaya a cocerse –dijo el tendero–. No le garantizo que yo me
lo comiera; pero hay muchas cosas que yo no haría.
Madre
levantó la vista un momento y le miró con ferocidad. Controló su voz.
- ¿No
tiene alguna clase de carne más barata?
- Huesos
para sopa –respondió él–. Diez centavos la libra.
- Pero
no son más que huesos.
- No
son más que huesos –replicó–. Puede hacer una buena sopa. Sólo huesos.
- ¿Tiene
ternera para cocer?
- Sí,
por supuesto. Eso es a veinte centavos la libra.
- Tal
vez no pueda comprar carne –dijo Madre–. Pero quieren carne. Dijeron que
querían carne.
- Todo
el mundo quiere carne …, necesita carne. Esa carne de hamburguesa es buena.
Puede usar la grasa que desprende como salsa. Muy rica. No hay desperdicio. No
tirará ningún hueso.
- ¿A
cuánto es el costillar?
-
Bueno, eso es irse a lo exquisito. Cosa de Navidad. O de Acción de Gracias.
Treinta y cinco centavos la libra. Le podría vender pavo más barato, si tuviera
pavo.
Madre
suspiró:
- Déme
dos libras de carne para hamburguesa.
- Sí,
señora –puso con una cuchara la pálida carne en un trozo de papel encerado–. ¿Y
qué más?
- Algo
de pan.
- Aquí
lo tiene. Una barra grande, quince centavos.
- Eso
es una barra de doce centavos.
- Claro
que sí. Vaya a la ciudad y cómprela por doce centavos. Un galón de gasolina.
¿Qué más quiere, patatas?
- Sí,
patatas.
- Cinco
libras de patatas por veinticinco centavos.
Madre
se movió amenazadora hacia él.
- Ya
he oído bastante de usted. Sé lo que cuestan en la ciudad.
El
hombrecillo cerró fuertemente la boca.
- Entonces
vaya a comprarlas a la ciudad.
Madre
se miró los nudillos.
- ¿Qué
es esto? –preguntó en voz baja–. ¿Esta tienda es suya?
- No,
sólo trabajo aquí.
- ¿Hay
alguna razón por la que tiene que hacer burla? ¿Eso le ayuda en algo? –ella se
contempló las manos brillantes y arrugadas. El hombrecillo seguía callado–. ¿De
quién es esta tienda?
- De
Ranchos Hooper, Inc., señora.
- ¿Y
ellos deciden los precios?
- Sí,
señora.
Ella
levantó los ojos sonriendo levemente.
- ¿Todo
el que entra aquí se enfada, como yo?
Él
vaciló un momento.
- Sí,
señora.
- Y
¿es por eso por lo que se ríe?
-¿Qué
quiere decir?
- Hacer
trabajo sucio como este le avergüenza, ¿no es cierto? Tiene que actuar con
ligereza, ¿eh? –su voz era afable. El empleado la miraba fascinado. No
respondió–. Así es como es –dijo Madre finalmente–. Cuarenta centavos por la
carne, quince por el pan, veinticinco por las patatas. Eso hacen ochenta
centavos. ¿Café?
- A
veinte centavos el más barato, señora.
- Y
eso hace el dólar. Siete hemos estado trabajando Y ahí va la cena –se estudió
la mano–. Envuélvamelo –añadió con premura.
- Sí,
señora –respondió él–. Gracias –puso las patatas en una bolsa y dobló la parte
de arriba con cuidado. Sus ojos se deslizaron hacia Madre y luego volvieron a
ocultarse en el trabajo. Ella le miró y sonrió un poco.
- ¿
Cómo consiguió un empleo como éste? –preguntó ella.
- Uno
tiene que comer –empezó él; y luego con beligerancia–: Uno tiene derecho a comer.
- ¿Qué
uno? –preguntó Madre.”
Y menos mal que en el campamento de
Ranchos Hooper, Inc. no había electricidad para los temporeros.
Creditos:
Extracto del capítulo 26 de Las uvas de la ira, obra de John
Steinbeck (publicada en 1939), según traducción de María Coy Girón, publicada
por Alianza Editorial en su colección 13/20
(pp. 565-568), de la biblioteca del autor.
Fotografía de un carro de supermercado
sobre la caseta de un centro de transformación eléctrico, junto al Parque de
Marchalenes, en Valencia, en noviembre de 2013, del autor.